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jueves, 23 de diciembre de 2010

Pincelada de arte - Análisis de los personajes caricaturescos a través de las obras literarias de Washington Irving y Charles Dickens



¡Feliz 23 de diciembre a todos! =D Bueno, esta pincelada de arte va a diferir un poco de lo que suelo comentar aquí. Hace poco tuve que preparar un examen eligiendo un tema que relacionara dos libros, uno de literatura inglesa y otro de la americana. Al final, después de mucho rayarme la cabeza pensando una idea xD, decidí escribir sobre el tema de los personajes caricaturescos en “La leyenda de Sleepy Hollow” (Washington Irving) y “Oliver Twist” (Charles Dickens). Y más o menos me gusta cómo me ha quedado el rollo ensayístico, así que quería publicarlo en el blog =P
Aviso, eso sí, que en este texto doy algunos detalles de las historias antes mencionadas, así que si no los habéis leído y tenéis ganas de hacerlo sin spoilers, mejor no lo leáis.
¡Un abrazo a todos y que comáis mucho pastel de higos!

P.D. Algunas frases que he citado seguramente no sean literales de la versión en español, porque tuve que escribir esto primero en inglés y luego no me quedó otra que traducirlo por mi cuenta, espero que me lo perdonéis ;)


Uno de los aspectos más interesantes de la literatura es, sin duda alguna, su capacidad de transportarnos a diferentes épocas y lugares. La Historia nos da una visión teórica y objetiva de los eventos del pasado, pero la literatura es el instrumento que realmente nos da una visión práctica de esa realidad: el retrato de cómo la sociedad y el individuo reaccionan ante esos acontecimientos.


Sin embargo, muy a menudo las obras literarias son también un lugar donde encontrar personajes tan extravagantes que difícilmente podrían encontrarse en el mundo que nos rodea. Y al mismo tiempo, son éstos en los que encontramos los elementos más críticos de la sociedad,


Es lógico pensar que este tipo de retratos no son accidentales. Los personajes nunca salen de la nada: siempre, aun tras la caricatura más absurda (o incluso más en estos casos), hay una realidad que inspira al autor. Pero en cualquier caso, la literatura nos ha dado muchos personajes que permanecen en nuestra memoria por sus rasgos inverosímiles o tremendamente exagerados, su inusual comportamiento, su lenguaje característico o su personalidad completamente atípica. Son, después de todo, personajes fantásticos (a veces en todos los sentidos de la palabra “fantástico”). Aparentemente son seres que no existen en la vida real y, sin embargo, podemos verlos en cualquier parte.


Una caricatura es un retrato que distorsiona exageradamente los rasgos característicos de alguien. En literatura, a veces se describe a estos personajes de una forma muy detallada, mencionando cada pequeño detalle que representa algún aspecto de su particularidad. El autor americano Washington Irving nos da un buen ejemplo de esto. Sus obras La leyenda de Sleepy Hollow y Rip Van Winkle son historias breves en las cuales la descripción del protagonista ocupa la mayor parte de la narración. Primero se nos informa del aspecto del personaje, de su estilo de vida, su forma de pensar, etc., y entonces se mete en problemas con algún ser fantástico y la historia se acaba. Como lectores, quizá nos preguntemos: ¿es realmente tan importante dar tal cantidad de información sobre un protagonista que parece estar demasiado desarrollado para una historia tan simple?


Sí, sí que lo es. En algunos casos, cuanto leemos un cuento, lo importante no es lo que sucede a lo largo de la historia, sino a quién le afectan esos hechos. Por ejemplo, en las historias de Washington Irving previamente mencionadas, los acontecimientos (que el protagonista sea embrujado por gnomos mágicos o perseguido por un jinete sin cabeza) no producirían el mismo efecto si estuvieran protagonizados por individuos típicos, tal vez porque los individuos típicos en la literatura tienden a pensar más de lo que actúan.


Estos personajes bizarros son representados de una forma que los hace diferentes y, de algún modo, inolvidables. Es el caso del protagonista de La leyenda de Sleepy Hollow, cuyo nombre es, como no podía ser de otro modo, Ichabod Crane. Esto es algo que los autores siempre parecen tener en cuenta cuando crean estas caricaturas. No puedes describir un personaje que se parece a un espantapájaros y llamarlo José o algo parecido, a menos que lo hagas a propósito. El nombre del personaje no se elige por casualidad: ayuda al lector a entender mejor su carácter. Ichabod, el profesor de la escuela de Sleepy Hollow, es descrito como un hombre alto, pero excesivamente lacio, de hombros estrechos, largos brazos y piernas, manos que pendían a una milla de sus mangas… El lector puede imaginar que el apellido del pedagogo no es Crane sólo por casualidad (Crane en inglés quiere decir “grulla”). La imagen psicológica de Ichabod no es menos inusual. Washington Irving lo retrata como un profesor complaciente, un cantante ruidoso, un amante romántico… y como un acomodado ciudadano americano que ama la buena comida más que cualquier otra cosa y es un firme creyente en prácticamente todo lo que se pueda creer (el texto dice literalmente: Era, de hecho, una extraña mezcla de pequeña sagacidad y simple credulidad).


¿Por qué las caricaturas tienen un aspecto y personalidad tan singulares? Hay muchas razones para esto (una de ellas es, por supuesto, el hecho de que a menudo critican alguna figura real), pero gran parte de ello tiene que ver con el sentido del humor del escritor. Cuando éste caricaturiza un personaje tiene la oportunidad de mostrarlo en más de una dimensión: se burla de él, pero al mismo tiempo hace que el lector empatice con él (incluso si no siempre está de acuerdo con sus actos o con lo que dice).


Como hemos dicho, los protagonistas de La leyenda de Sleepy Hollow y Rip Van Winkle son ejemplos de caricaturas creadas mediante una larga descripción de su aspecto, comportamiento, lenguaje y, en resumen, todas las extravagantes características que los hacen diferentes. Pero muchas veces el escritor ni siquiera necesita describir al personaje de forma detallada para mostrar su singularidad: a veces el personaje se las arregla para caricaturizarse a sí mismo a través de sus actos y sus palabras.


Es el caso de la mayoría de caricaturas creadas por Charles Dickens. Los personajes en sus novelas suelen ser retratos deformes y exagerados de la sociedad victoriana, y un hecho curioso acerca de esto es que satiriza tanto a la gente de la clase más alta como a los de la más baja. Por ejemplo, en su obra Oliver Twist encontramos caricaturas tan distintas como Fagin (el anciano que retiene a Oliver y trata de convertirlo en un ladrón), el señor Bumble (el bedel de la parroquia, que destaca por su hipocresía y cobardía) y el señor Grimwig (el amigo del señor Brownlow, que desconfía de Oliver al principio).


Una caricatura a menudo está llena de contrastes, a veces con otros personajes y a veces consigo mismo. Fagin es un buen ejemplo de esto. Se le presenta como un anciano alegre que silba mientras prepara el desayuno y habla a todo el que le rodea usando expresiones afectivas (“sí, querido”, “no, querido”, “bien, querido”), pero sus actos lo muestran como una personificación de la maldad y la deshonestidad. Este contraste hace de él una amarga caricatura: tiene rasgos humorísticos, pero no es realmente ridiculizado, ya que representa un gran peligro y amenaza para otros personajes.


No es el caso del señor Bumble: desde el principio de la historia se le describe como un hombre malo y desagradable que sólo quiere beneficiarse a sí mismo de todo cuanto hace pero resulta ser demasiado estúpido para lograr algún éxito: tras perder todo lo que obtiene con sus artimañas, termina lamentándose de lo desgraciado que es. El señor Grimwig (de nuevo el término Grim no está en el nombre sólo por casualidad [Grim en inglés quiere decir “adusto, lúgubre”]) al principio es mostrado como un malhumorado caballero que es demasiado pesimista para creer en las buenas intenciones de los demás y se siente tan seguro de sus sombrías premoniciones que siempre asegura que se comerá su cabeza si no está en lo cierto, pero al final cambia y se comporta como un abuelo afectuoso con todos sus amigos. Otro personaje interesante en la novela es Nancy, que también tiene algunos rasgos exagerados (sus maneras, su lenguaje, su apasionado comportamiento) pero al mismo tiempo muestra un importante conflicto interno que finalmente hace de ella una heroína trágica.


Algunos lectores pueden pensar que el humor no es la forma más apropiada de enfrentar los problemas sociales o de representar la Historia, pero las caricaturas, por muy exageradas y absurdas que puedan parecer, muy a menudo dicen más sobre la realidad de lo que el propio autor puede expresar con palabras. En realidad, cuanto más caricaturiza un escritor a un personaje, más está enfatizando que hay una realidad detrás de esa figura, aunque tal vez pensemos que nadie luce, habla o se comporta así. La verdad es que una caricatura no es sino un individuo que el escritor pone bajo una luz diferente: una luz que revela todos los detalles del personaje, que los aumenta… y que, por qué no, añade algunos adornos sólo para hacer al lector esbozar una sonrisa.



IMAGEN: Fotograma del cortometraje de Disney "The Legend of Sleepy Hollow" (1949)

sábado, 18 de diciembre de 2010

Pincelada de Arte - Dr. Horrible's Sing Along Blog

Ya sé que este apartado lo suelo dedicar a cine y no a productos de televisión, pero si sois de los que se ponen quisquillosos y lo queréis todo bien organizado y esquematizado con la nomenclatura adecuada para cada cosa, me temo que os habéis equivocado de blog, my friends xD.


Puede que los telefilmes y las series online sean un terreno poco popular a la hora de hablar de arte. Confieso que yo misma no suelo prestarle mucha atención a este tipo de productos (también es cierto que son mucho menos publicitados y a veces no es tan fácil enterarse de su existencia), pero hace algún tiempo descubrí Dr. Horrible’s Sing Along Blog y me llamó la atención… pensé que, aunque sólo fuera por tener un título tan original, había que darle una oportunidad. No me equivocaba.


Esta pequeña obra dirigida por Josh Whedon es una especie de serie musical dividida en tres actos de unos quince minutos cada uno. Cuenta la historia del Doctor Horrible (Neil Patrick Harris, actor al que muchos conoceréis de la gran serie “Como conocí a vuestra madre”), un científico malvado con poca experiencia que tiene dos sueños en la vida: ingresar a la Malvada Liga del Mal para poder dominar el mundo, y conquistar a su amor platónico Penny (Felicia Day), una chica a la que ve todos los días en la lavandería y que trabaja en actividades voluntarias de ayuda a los más necesitados. Pero sus perversos planes se ven frustrados una y otra vez por su archienemigo, el Capitán Hammer (Nathan Fillion).

Así resumida la historia puede parecer una mezcla bastante absurda, y esa es precisamente su mejor carta: efectivamente, es del todo absurda. Mezcla tópicos de las aventuras de superhéroes y supervillanos vistos desde un nuevo punto de vista (varias partes de la historia son contadas de primera mano por el Doctor Horrible en su videoblog personal) con una trama amorosa que acaba siendo el desencadenante de todas las acciones, tanto del protagonista como de su némesis particular. A partir de este batiburrillo de personajes tan diversos nacen múltiples gags que rebosan ingenio, todo dentro de un plano, como ya he dicho, de humor absurdo. A esto ayudan mucho los actores, que bordan por completo sus papeles y crean unos personajes caricaturescos y llenos de matices.

La banda sonora es muy buena y divertida, llena de canciones interesantes al estilo musical puro y duro. Es por ello que, si sois del tipo de público al que no le gustan los musicales, necesitaréis un poco de paciencia para ver la serie entera (pero vale la pena, el guión es absolutamente brillante). En cambio, si sois de los míos, os lo pasaréis genial desde el primer momento.

A pesar de ser una comedia, la historia tiene algunos giros argumentales y momentos que pueden desconcertar mucho al espectador (y os lo digo desde mi propia experiencia, porque confieso que el final me dejó rayadísima). Sin embargo, aquí tenemos que aceptar las aparentes idas de olla del director, asimilar lo que nos ofrece, disfrutarlo y, por qué no, reflexionarlo. Personalmente, yo extraigo un mensaje en particular: a veces, en la ambición y la lucha por un sueño, corres el riesgo de perder otro. Y esto es como todo. No sé si es lo que Josh Whedon quería decir, pero eso es lo que a mí Dr. Horrible Sing Along Blog me ha transmitido. Eso, y cuarenta y cinco minutos de disfrute garantizado.

Como ya he dicho no está doblado, pero sí lo podéis encontrar aquí con subtítulos en español. ¡No tiene ningún desperdicio!

http://neokake.com/2008/08/doctor-horribles-on-line-y-con-subtitulos/

lunes, 28 de junio de 2010

Pincelada de páginas - Capítulo uno - La primera página

¡Hola de nuevas! ^^ Bueno, creo que en mi última pincelada de páginas anuncié que estaba a punto de acabar la novela y que la próxima vez que publicara algo en esta sección sería una sorpresita. Y aquí la traigo.

Sobre el libro, le puse el punto final creo que un día después de publicar esa última pincelada. Eso ha sido hace más o menos un mes, y durante ese tiempo la he dejado "enfriarse" un poco para poder revisarla con más perspectiva. Cosa que voy a empezar a hacer, si Dios quiere, esta semana =)

Pero me he acordado de algo que hice con "Las libélulas son bellas" que me gustó bastante, y es dar un adelanto del libro vía online. Así que os voy a dejar aquí, en esta pincelada, el primer capítulo de esta nueva novela, para que le echéis un vistazo. Debo decir que esto es antes de la revisión, así que algunas cosas pueden cambiar. Y si queréis darme vuestras opiniones sobre aspectos que os gustan o que no os gustan y consideráis que podrían revisarse, os lo agradecería muchísimo.

¡Espero que los disfrutéis!

P.D. Probablemente por ser el primero, es también uno de los capítulos más breves xD.




1. La primera página


“Si tuviera profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, de nada me sirve”.1ª de Corintios, 13:2


Cuando las nubes de la tarde caían rosadas sobre el rústico pueblecito que tanto tiempo llevaba sin ver, el chico por fin detuvo su bicicleta frente a la vieja casa de paredes pedregosas. ¡Ya iban a cumplirse tres años desde la última vez que había visto a la abuela! El joven se arreglaba el pelo con una sonrisa alegre, pensando en lo contenta que se pondría la anciana cuando le viese. Con un andar algo torpe, se acercó a la puerta tapada con una cortina y tiró de la cuerda que hacía sonar la campana, mirando con curiosidad a un par de mariposas azuladas que revoloteaban por encima del marco de la puerta. Unos segundos después, mientras luchaba por acicalarse los rebeldes rizos que le asomaban por detrás de la oreja, oyó la cerradura correrse y, cuando la puerta se abrió, una rolliza figura apareció como una sombra desde la luz tenue de la casa. Era una chica de apenas doce años que lo miraba desconfiadamente con unos grandes ojos grises
.
-Hola –saludó el chico, sonriendo con franqueza. La niña parpadeó un poco y, sin siquiera saludar, preguntó directamente:

-¿Quién eres tú?

El chico se quitó el sombrero gris que le caracterizaba y, sosteniéndolo junto a su pecho, contestó con ese hablar tan suyo y tan elegante, mirándola con una chispa de curiosidad en los ojos.

-Iago Garcés de la Vera, para servir a Dios y a usted, pequeña…

-Yo no soy pequeña –lo cortó la muchacha-. Me llamo Lucía, y ya tengo casi doce años.




Carmen mordió el bolígrafo durante un rato y, finalmente, lo tiró con cierta rabia sobre el cuaderno. Por hoy se había acabado la inspiración.

Al verla, Paula inmediatamente se quitó los auriculares del mp3 de los oídos y extendió la mano.

-Venga, trae.

Carmen no estaba muy dispuesta a dejar que Paula leyera aquel primer párrafo de su historia, pero sabía perfectamente que no podría evitarlo. Paula sabía ser realmente exigente con lo que quería, sobre todo después de haberla visto romper tres hojas con aquel texto durante casi una hora.

-¿No preferirías esperar a que termine de escribir la…? –empezó a preguntar, sabiendo que sería en vano; su amiga le arrancó el papel de la mano y comenzó a leerlo antes de que pudiera acabar de formular la pregunta. Era inútil insistir, Paula nunca quería esperar a que la historia estuviera terminada para ser su primera lectora.

Mientras su amiga leía las líneas torcidas del relato, Carmen echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el pedregoso muro, dejando que la mirada de sus ojos entrecerrados se perdiera en el paisaje de la pequeña playa valenciana. Como solía ocurrir todos los días al finalizar las clases, muchos de sus compañeros del instituto habían bajado también a pasear por la orilla, a sentarse en grupos para pasar el rato e incluso, a pesar de que en el cielo había ya algunos nubarrones que anunciaban lluvia, a coquetear con las olas, que lamían constantemente la arena. Era una escena igual de cotidiana que todos los días, pero no por ello perdía su inmortal encanto.

Poco a poco, y entre algunas consabidas preguntas de “qué pone aquí”, una sonrisa divertida fue asomando a los labios de Paula.

“Oh, no, ya empieza” pensó Carmen, frunciendo el ceño. ¡No era posible que su mejor amiga leyese una sola de sus historias tomándola en serio! Hizo un ademán de quitarle el papel, pero Paula se lo impidió al tiempo que soltaba una risita.

-¿Ves por qué no quiero que lo leas? ¡Siempre igual! –protestó Carmen en voz un poco más alta-. Paula, dámelo. ¡Paula!

-Ya, mujer, ya he acabado –dijo Paula, sin borrar la sonrisa de su cara; Carmen casi le arrancó el papel de las manos y, molesta, lo guardó en su carpeta-. Oye, que está muy bien.

-Sí, claro, si buscas una comedia, ¿no? –replicó Carmen, sin poder disimular su enfado. Con modos un tanto bruscos, cerró la carpeta, la metió nuevamente en la desgastada mochila y dejó caer ésta a su lado, sobre la arena.

-Mujer, no te pongas así –Paula, que ya conocía aquellos prontos de indignación, no se dejó amedrentar por la reacción de su amiga-. De verdad que me gusta mucho. Es sólo que me hacen gracia algunas cosas.

-¿El qué? No pretendía que hiciera gracia. No es un chiste, Paula.

-Ay, hija, lo siento. Es que te sale ese romanticismo tuyo y qué quieres, me hace gracia.

-Bueno, ahora es cuando explicas eso.

-¡Pero qué borde te pones! Qué sé yo… eh… -Paula fingía hacer memoria, pero Carmen estaba totalmente segura de que sabía muy bien lo que quería decir, así que la apremió con la mirada hasta que, finalmente, su amiga cedió-. Carmen, ¿Iago Garcés De la Vera? ¿De qué año se supone que va esta historia?

-Eso no tiene nada que ver –respondió la joven escritora, muy consciente de que su amiga tenía algo de razón. Le encantaba el nombre de su personaje, pero no podía negar que era algo… inusual.

-Ese apellido en plan “El Zorro”, Carmen, ya me contarás –insistió Paula, al tiempo que los dedos de sus pies descalzos jugueteaban con la arena.

-Vale, pues da igual. El protagonista se llama Iago Garcés De la Vera y punto pelota. ¿A que eso no era lo único a lo que venía tanta risita?

-No te lo tomes a mal… -insistió Paula, sin perder su sonrisa-. Era por ese saludo medieval, mujer, es que entre el sombrero, el nombre y la forma de hablar, parece que el chico tiene setenta años en vez de quince.

Carmen enrojeció sin darse cuenta.

-Es un saludo precioso –replicó dignamente-, tú no sabrías apreciar a un chico romántico ni aunque lo tuvieras delante de tus narices ofreciéndote pétalos de rosa. Claro, preferirías que se presentara diciendo: “qué pasa, chati, yo soy Iago”, ¿no?

La expresión de Paula no cambió, sólo hizo rodar sus ojos celestes.

-Ni tanto ni tan poco, oye -dijo-. Lo que pasa es que esto es muy de tu estilo, señorita romántica.

-Supongo. Pero te aseguro que si algún chico llegara a presentarse diciéndome “para servir a Dios y a ti”, me casaría con él –aseguró Carmen, con ojitos soñadores.

La conversación de las dos amigas fue interrumpida por una gota inoportuna que cayó del encapotado cielo. Había empezado aquella leve llovizna que minutos después se iba a convertir en uno de sus habituales diluvios de verano: demasiado bien lo sabían ya.

-¡Qué lata! ¡Vamos, rápido! –exclamó Paula, levantándose al tiempo que se abrochaba la cremallera del abrigo. Carmen se limitó a cerrar el suyo con las manos lo más fuertemente que podía, ya que todos sus botones se habían roto hacía tiempo, y se cargó la mochila sobre un hombro. Mientras subían la pequeña escalinata que trepaba desde la arena de la playa hasta la calle, Carmen no se dio mucha prisa por alcanzar a su amiga, ya que la lluvia nunca había supuesto un gran problema para ella. Al contrario, le encantaba: disfrutaba cuando las gotas acariciaban, jugueteando, su rosada piel.

Paula, en cambio, no era tan romántica.

-¡Tía, qué lenta eres! Date prisa, que nos vamos a calar y verás qué gracia le hace a mi padre…

-¡Espérate un momento, mujer! –rogó Carmen, agachándose un momento para ver la arena de cerca-. Mira, Paula… esto es precioso, me encanta cómo caen las gotas en la arena y se van haciendo ríos…

-Ríos es lo que voy a tener en las zapatillas –resopló Paula, molesta al ver que el temporal arreciaba y aquel nubarrón oscuro parecía situarse justo encima de ellas-. ¡Vamos! Ahora supongo que también querrás que esperemos a que la arena se haga barro, nos tumbemos encima y hagamos ángeles fangosos, ¿no? Espera… no, mejor no me contestes a eso.

Carmen rió divertida y acarició suavemente la arena mojada; se le impregnaron algunos granos en los dedos, pero no se molestó en limpiárselos. Siguió a Paula un poco más deprisa, y replicó, mientras echaban a andar por la calle:

-Bien bonitos que quedarían dos ángeles ahí en medio de la playa…


***


Lo primero que recibió de su madre cuando entró en el vestíbulo fue un “hola cariño” y un beso, porque no llevaba puestas las gafas y no se había fijado en cómo venía. Pero en cuanto le puso la mano en el hombro y sus dedos se enredaron en sus empapados cabellos, entonces sí que apareció la reacción que Carmen esperaba.

-Pero bueno, ¿te has caído al mar o qué? –exclamó, haciéndola entrar apresuradamente al tiempo que le quitaba la chaqueta, que chorreaba sobre el suelo-. A ver, a ver, sácate las zapatillas enseguida, ¡Todavía vas a pillar una pulmonía en pleno junio, hija mía! ¿Te has caído al mar o qué? –repitió, mientras iba disparada hacia el baño para coger una toalla.

-¿No ves la que está cayendo? –gritó Carmen, y no gritó por hastío, sino porque su madre había entrado en el baño y estaba un poco sorda, con lo que tenía que alzar la voz para hacerse oír.

-Ya, claro, pero me dirás que no podías venir más rápido, Carmen. ¡Que está aquí al lado la playa, no es normal que te conviertas en esponja viniendo desde allí! –diciendo esto, volvió con la toalla y empezó a secarle el pelo.

-Me he distraído un poquito… -confesó Carmen, con una tímida sonrisa. Ciertamente, en cuanto se había despedido de Paula en la esquina, había empezado a aminorar el paso intencionadamente.

Su madre, que como siempre adivinaba lo que estaba pensando, esbozó una sonrisa entre burlona y cariñosa (es decir, absolutamente maternal) y terminó casi al instante de escurrir su pelo, el cual, al sacarle la toalla de la cabeza, quedó prácticamente en forma de escoba.

-Deberías hacerte esto todos los días –bromeó su madre.

-Mamá, ¿qué es ese olor? –preguntó súbitamente Carmen, olvidando por completo responder de alguna forma ingeniosa.

-Lentejas –contestó su madre, poniéndose seria de pronto-. Toma, ponte mis zapatillas de andar por casa y ven a la cocina.

-¿Lentejas? –preguntó la chica, sin poder reprimir un gesto de asco.

-Pues sí. Lentejas. Y no quiero oír ni “mu”, ¿entendido? A comer sin rechistar.

-Bueno –la chica, resignada, se calzó aquellas pantuflas que le quedaban grandes y se dirigió a la cocina, donde dos platos humeaban ya encima de la mesa.

“Lentejas… puaj”.


La lluvia seguía deslizándose por el delantal del cielo hasta estrellarse contra la ventana de su habitación, donde las gotas describían una danza completamente estrambótica. Carmen corrió la translúcida cortina blanca, pero dejó las persianas abiertas. Hecho esto, se dejó caer sentada sobre la silla de su escritorio y, soltando un suspiro de cansancio, agarró la botella de agua que estaba sobre la mesa y dio varios tragos largos para quitarse el repugnante sabor a lentejas que se le había quedado en la lengua incluso después de haberse lavado los dientes. No podía creer que se hubiese quedado sin chicles de menta precisamente el día que más los necesitaba, ¿por qué la ley de Murphy se ensañaba tanto con ella?

Mientras se enjuagaba con el agua para deshacer cualquier rastro que pudiera quedar en sus encías de aquel podrido potaje, se fijó en que la foto que reposaba sobre su escritorio, la que se había sacado con sus padres aquellas Navidades en las vacaciones en Sierra Nevada, tenía el marco torcido, y se apresuró a colocarlo. Mientras hacía esto, contempló por enésima vez a la chica que sonreía desde la foto.

Carmen sonrió: por supuesto, lo primero que resaltaba era su pelo. Aquel cabello rubio y ondulado cortado a media melena no se quedaba quieto nunca, y aunque hacía algunos años eso le molestaba muchísimo, había acabado por acostumbrarse. De todas formas, tampoco le quedaba tan mal.

Sus ojos color tabaco le devolvieron la mirada, y su sonrisa se ensanchó al distinguir en ellos aquella chispa de vida, aquel brillo que los caracterizaba desde que tenía seis años. En cambio, se apagó un poco cuando contempló su rostro, que lucía la palidez del invierno y el acné de la condenada adolescencia en todo su esplendor; su mirada se concentró entonces en un grano en concreto, en aquella cosa grotescamente enorme y roja que decoraba la punta de su linda nariz. Carmen era muy insistente en el tema de la auto-aceptación, y nunca le había costado estar contenta consigo misma y animar a sus amigas a hacer lo mismo. Incluso desde el otoño pasado, cuando su piel empezó a sufrir aquellas erupciones de la madurez, había asegurado a todo el mundo que no le importaba, que el acné ya se iría cuando fuese un poco más mayor y que no iba a montar un drama por eso. Pero aquel último grano, aquel engendro que llevaba desde noviembre hasta junio haciendo amagos de irse para luego volver más grande aún… no, eso era mucho más de lo que podía soportar. ¡Lo odiaba! Destrozaba por completo todo su encanto femenino, que tampoco, según ella, era demasiado. Unos ojos imparciales habrían dicho de Carmen, y la chica lo sabía muy bien, que no era especialmente guapa, aunque tampoco era fea en lo más mínimo, qué va. Una chica normalita, tal vez tirando a mona, dependiendo de quien la juzgase; en fin, una de tantas, vaya. Además era bastante flaca, alta para su edad, de rodillas y hombros algo huesudos, y poco pecho, aunque esto no llamaba la atención particularmente en aquella foto, ya que el enorme y abultado plumas violeta disimulaba todas aquellas carencias.

-Carmen –llamó su madre, entreabriendo la puerta; la chica se apresuró a tragar de golpe el agua que aún tenía en la boca-. Oye, que yo me voy a buscar a papá; vendremos en media hora o así, ¿de acuerdo?

-Vale –respondió, tosiendo un poco y tapándose la boca para disimular.

-¿Tienes que estudiar?

Carmen frunció el ceño y dio un par de golpecitos con los dedos en el grueso libro de Ciencias Sociales que reposaba sobre la mesa. Su madre no pudo reprimir una sonrisa medio burlesca.

-¡Hombre, pero si es tu asignatura favorita! –exclamó, con cierto retintín.

-Pero qué graciosa… -la chica la miró con el ceño aún más arrugado.

-Ay, hijita, no seas tan seca conmigo, que lo de las lentejas era por tu bien –su madre le guiñó un ojo y salió de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta. Carmen se dio la vuelta sacudiéndose el pelo para quitarse unos mechones de delante de los ojos y encaró el libro de Geografía con todo el desprecio que se puede mostrar ante un montón de hojas de papel encuadernadas. De sólo pensar en la cantidad de mapas, ríos, mesetas, llanuras, países y rollazos sobre climas y demografía que podía haber ahí dentro esperándola… le daban ganas de tirarlo por la ventana y dejar que lo atropellara un coche o se pudriera bajo la lluvia.

“Bien, librito, tú a mí no me caes bien y yo a ti tampoco, pero si no me pongo a la labor, el lunes en el examen el narigón de Ordóñez estará contentísimo de suspenderme todo el curso y arruinarme las vacaciones, y eso sí que no vamos a permitirlo, ¿verdad? ¡Porque recuerda que ni tú ni yo queremos vernos las caras en todo este verano!”.

Una corriente de aire golpeó el cristal de la ventana. ¿Pero qué clase de junio era ése? Sí, muy bonito el diluvio, pero para un rato y para ser suave, no para ponerse tormentoso… Carmen, en contraposición a su amor por la lluvia, odiaba las tormentas: aunque estuviera metida en su casa bajo siete llaves y candados de todos los tipos, seguía estremeciéndose ante el centelleo de los relámpagos que quebraban la oscuridad del cielo, por no hablar del tenebroso rugido de los truenos que rompían la calma de la tarde…

No había que adelantarse a los acontecimientos, pensó, al tiempo que respiraba para relajarse un poco. De momento, sólo llovía. Aunque tampoco estaría de más cerrar un poco la persiana… sólo para estar más tranquila mientras se tragaba la Geografía con más asco que las lentejas, ¡menuda alegría de vivir! Con un suspiro, Carmen se levantó y se acercó a la ventana; antes de bajar la persiana, decidió echar un vistazo para decirle adiós de momento a la playa. Realmente, ésa era una de las cosas más bonitas de su habitación: poder asomarse y ver, desde las limitaciones que suponía vivir en una casa baja, por supuesto, un pedacito de esa alfombra azul que de vez en cuando acariciaba la arena con sus dedos de espuma… absolutamente mágico.

Y esa fue la primera vez que lo vio.

En realidad, sólo fue la primera vez que vio sus manos, porque la figura, sentada en el muro que daba a la playa, tenía un enorme paraguas que le ocultaba de hombros para arriba. Sobre sus piernas reposaba lo que parecía un viejo libro de páginas ajadas, y Carmen se sorprendió, como es lógico, al verlo.

¡Pero bueno! ¿Quién se bajaba a la playa bajo semejante chaparrón con un libro en una mano y el paraguas en la otra? Era casi una declaración de suicidio por pulmonía. ¿Estaba tonto el chaval ése o qué? Desde luego había cada uno…

Aquel era, como averiguaría Carmen en pocos días, el chico de Madrid.



Os agradezco cualquier comentario que podáis hacer ^^


Aprovecho también esta pincelada para anunciar, bastante contenta y con mucho agradecimiento, que acaba de publicarse una entrevista que me hicieron la semana pasada para la página http://www.terra.es/. Os dejo el enlace aquí por si queréis echarle un vistazo:




Reíros un rato de cómo aparezco arrancando hierba todo el rato en el vídeo... xDDD. Confieso que estaba un tanto nerviosa. Pero al final ha quedado bastante bien, y como he dicho antes, estoy muy agradecida por la oportunidad.


Así que muchas gracias desde aquí a Virtudes (quien me hizo la entrevista) por el reportaje! =D


Y nada, con esto y un bizcocho, cierro esta pincelada interminable xD.


¡Bendiciones!
P.D. ¿Foto? Yo escribiendo una parte de esta historia en un autobús de Inglaterra xD

Pincelada de tinta - Microrrelato sin título ni subtítulo

Debido una vez más a mis escasez de ideas (reconocedlo, ya hacía algún tiempo que no usaba esa excusa xD), he recurrido al baúl de los recuerdos para esta pincelada. Así que os dejo este microrrelato que escribí en enero de este año. Es una chorradilla de doscientas sesenta y siete palabras, pero ya que es corto no pasa nada por leerlo... que luego vengo aquí con relatos de ocho páginas y es peor, ¿eh? xD

¿Y qué si no quiero? A nadie le importa nunca lo que quiera un pobre hombre borracho. Unas copitas de más, sólo ha sido eso, Dios mío, y no voy a negar que la señorita que bebe su café a mi lado, ignorando mi existencia con esos maravillosos ojos de alquitrán perdidos en la nada, pues bueno, ¡es una preciosidad, sí! Pero esa no es razón para casarme con ella, mi conciencia me lo repite una y otra vez. Que uno esté borracho no significa que no pueda pensar con claridad… ¡bueno, más o menos! Claro, como soy un simple personaje de cartón en manos de una persona que pasea apasionadamente sus manos sobre un teclado con unos ojos muy abiertos tras la montura de sus anteojos, pues tengo que someterme a sus caprichos y, dado que todo tiene que suceder en un párrafo y deprisa, a mí me toca tirarme de rodillas al suelo como un romántico (¡qué patético!) y pedirle a la señorita guapa y desconocida que se case conmigo, y todos en el bar me mirarán perplejos sabiendo que el alcohol es dueño de mis actos, y la señorita se sorprenderá y dudará, pero viendo mi indumentaria y mi Rolex de oro no se resistirá a tan fácil salida de la miseria. Y ya tenemos una historia, ¡hala, qué fácil! Pues no me da la gana, no señor. Me rebelaré, escaparé sea como sea, porque en el fondo soy un sentimental y también quiero uno de esos idilios amorosos que empiezan con una amistad y luego… ¡Vaya! Parece que nuestra boda será en junio.

Madrid, 14 de enero de 2010

miércoles, 23 de junio de 2010

Pincelada de ideas - El día que iba a escribir una pincelada y me distraje con el paisaje

Mientras pienso de qué va a ir esta pincelada estoy sentada en el sofá del salón e, inevitablemente, mis ojos miran hacia la ventana (sí, cuando no sé qué escribir siempre encuentro alguna excusa para distraerme). En el edificio de enfrente hay un balcón con varias macetas, todas con flores rojas, rosas, blancas… Oh, y también hay una bandera de España que se mueve con el viento. Bueno, eso no lo voy a describir, creo que todos sabemos cómo es una bandera de España, ¿no? Ahora que lo pienso, un texto que empieza así estaría bastante bien para un pensamiento sobre el mundial de fútbol o… yo qué sé, los nacionalismos o algo de eso. Lo cual me quitaría de encima la tarea de encontrar algo sobre lo que escribir hoy. ¡Genial! Lástima que mis conocimientos sobre mundiales y nacionalismos no den ni para llenar una página.

O podría reflexionar sobre el zumbido de la lavadora que llega desde la terraza…

O sobre lo poco sano que puede ser escribir con luz natural a ciertas horas de la tarde, cuando apenas te das cuenta de que la luz se va…

O podría escribir algo sobre la razón por la que la hoja sobre la que escribo esto esté tan “decorada” con rayajos, pruebas de tinta de boli y un garabato de Perry el Ornitorrinco en la esquina. Aunque esa reflexión tendría una respuesta muy fácil: aburrimiento.


Hablando de garabatos, estoy viendo que tengo aquí mis apuntes / resúmenes de Historia del año pasado, en los que Alcalá Zamora y Manuel Azaña son unos monigotes compuestos de cuatro palotes y un círculo por cabeza. ¡Ah! ¡Es increíble la de tonterías que hace una bajo la presión de un examen! Aunque tienen su gracia…

Esto es lo que se llama “guitarrear” a lo literato, digo cosas sin sentido (lo primero que se me pasa por la cabeza) sólo por decir algo, y como no tengo psicólogo ni nada que se le parezca, pues uso una página en blanco, que para el caso viene a ser lo mismo.

A veces, antes de escribir una reflexión con la que ofrecer algunas respuestas, hay que parar un momento y plantearse sólo las preguntas. Y a veces, antes de hacernos las preguntas, no viene mal simplemente mirar a nuestro alrededor. Observar.

Sí, observar y escribir lo que ves, oyes o piensas durante unos quince minutos no le soluciona la vida a nadie. Pero puede arreglarte temporalmente el dilema de no saber qué decir.

Os animo a no decir nada útil y a escribirlo de vez en cuando. Otra cosa no, pero entretener, entretiene.

Y además, es una forma rápida y fácil de salir del paso cuando no sabes sobre qué hacer una pincelada.

¡Oh, vamos! ¿Pensabais en serio que un texto como éste iba a tener una moraleja?

Madrid, 16 de junio del 2010

domingo, 13 de junio de 2010

Pincelada de arte - Dailan Kifki, de María Elena Walsh

¿Alguna vez os habéis preguntado qué haríais si os encontraseis un elefante abandonado en la puerta de vuestra casa?

Pensadlo un momento antes de contestar a esto. No os estoy planteando la cuestión de si os lo preguntáis a menudo ahora, si no que si lo habéis hecho alguna vez. Echad un vistazo al pasado, hacia atrás. A los años de vuestra infancia, cuando no hacía falta que las preguntas fueran muy profundas o filosóficas para poder sacar una aventura de ellas. Y es que, tal como yo lo veo, todas o casi todas las historias nacen de ese tipo de preguntas: qué pasaría si…

Y a veces, cuando una pregunta ilógica cae en una mente imaginativa, el juego se convierte en eso: en una historia.

Bien, Dailan Kifki, de la escritora argentina María Elena Walsh, nace de una pregunta tan absurda como la que os he planteado arriba. Un día la protagonista de la historia (de la que nunca sabemos su nombre) sale de su casa y se encuentra un elefante con una carta dirigida a ella, en la que el dueño del animal le ruega que lo cuide, ya que para él es imposible hacerlo. Al principio la joven está confusa y no sabe qué hacer, pero finalmente decide acogerlo. A causa de esta decisión acaba desatándose una serie de circunstancias que trastocan la vida de su familia, su barrio y, finalmente, el país entero (¡y más!). Y es que, si cuidar de un elefante ya se presenta como un reto difícil, cuando se trata de un elefante tan especial como Dailan Kifki la locura se multiplica por cien.

Creo que tenemos por costumbre salir de la niñez dándole la espalda a todo lo que dejamos atrás, y si bien esto es inevitable (e incluso necesario en muchos aspectos), deberíamos tener cuidado de no convertirnos en adultos cínicos y culturetas, llegando al punto de despreciar una obra literaria por el mero hecho de que su autor no estaba pensando en nosotros cuando la escribió. Aprendamos a aceptar que cada autor se dirige a los lectores que él quiere. Y a los que penséis en la literatura infantil como algo inferior, una fase que «ya hemos superado» y que no es para escritores serios… os desafío a intentar escribir algo para un niño. Quizás os llevéis una sorpresa al descubrir que no es tan fácil como parece.

En esta novela, María Elena Walsh lo logra con creces. Recupera a esa niña que ella misma lleva dentro, y de este modo consigue encandilar a los más pequeños con una historia llena de locura y absurdo. Su estilo es ágil y divertido, manejando un sentido del humor realmente entrañable que no se basa más que en la humanidad de los personajes. Un humor argentino, ya que no hay palabra que lo defina mejor, salvo quizás infantil. Una perfecta mezcla de lo ilógico y lo cotidiano: es imposible no sonreír ante ese cuadro de la protagonista, su familia y muchas autoridades importantes como el comisario, el jefe de bomberos, los embajadores de toda Latinoamérica, el Intendente, y otros tantos, celebrando una fiesta en una casa donde se sientan en el aire porque no hay muebles, comen bocadillos de aserrín, hojitas de helecho y malvón con naranjada o agua de grifo con acuarela (¡el que no se conforma es porque no quiere!), y haciendo tanto jaleo que llegan los vecinos en camisón y gorro de dormir para pedirles que se callen, pero al final deciden quedarse ellos también.

Todo el libro es así, a grandes rasgos. Y, por tonto que parezca, debo decir que le tengo un cariño muy especial a esta divertida obra de María Elena Walsh. No solo porque fue una de mis novelas favoritas cuando era pequeña (la nostalgia nunca nos abandona), no solo por ser un regalo de mis tías de Argentina… sino también porque fue el libro que me hizo decidir, cuando tenía diez años, que quería ser escritora.

Así pues, os dejo un breve fragmento de la semilla que inició este sueño que sigo manteniendo a día de hoy:


En eso el Abuelo dio un paso al frente y, pegando su nariz a la del enanito, le dijo:
—¡Usted es un mentiroso!
—¿Mentiroso yo? —rugió el enanito muerto de rabia.
—Sí, usted —insistió el Abuelo—. Yo me he pasado la vida estudiando geografía y jamás he visto ningún bosque ni país ni lago ni esquina ni cancha de fútbol que se llame Gulubú. ¡Mentiras!
El enanito empezó a dar manotazos para pegarle al Abuelo, pero no lo alcanzó.
—Ese bosque de Gulubú no existe —chilló el Abuelo—, muéstremelo, ¿a ver? Señálemelo con el puntero en el mapa de la República Argentina, ¿eh? ¿A ver?
—¡Qué puntero ni qué supisiche! —rugió el enanito—. El bosque de Gulubú no figura en los mapas, señor, eso es todo.
—Ah —contestó el Abuelo—, ¿y usted me va a hacer creer que un bosque que no figura en ningún mapa es un bosque en serio?
—Sí señor, y si quiere ya mismo lo llevo y se lo muestro.
Yo pensé: «Qué lindo, el enanito nos llevará en carroza a ver un bosque que no existe en los mapas».
Pero el cascarrabias del Abuelo parecía decidido a arruinarnos el pastel, porque pateando el suelo repetía:
—No señor, yo no voy a un bosquecito de morondanga que no figura en los mapas.
—¿De morondanga? —chilló el enanito—, ¿de morondanga ha dicho? ¡Si fuera de morondanga, señor, quedaría en Morón!
Cosa que era la pura verdad.

jueves, 3 de junio de 2010

Pincelada de arte - Trapito

Empiezo a comprender que los sueños nunca son estáticos, sino que están en continuo movimiento y a veces se paran, otras veces siguen adelante, incluso cambian o renacen según pasa el tiempo. De esta manera, encontrar algo que te apasiona puede llevarte a descubrir cosas que antes nunca te habían llamado la atención, pero también te conduce a ver los viejos recuerdos desde una perspectiva totalmente nueva.
Algo así me pasó con el largometraje que hoy ocupa esta pincelada.
Trapito es una película de animación argentina que nació en el año 1975 de la mano del director y dibujante Manuel García Ferré. Es la historia de un pequeño espantapájaros que no tiene ilusión alguna y que, por lo tanto, se resigna a lo que él llama su destino: permanecer clavado en la tierra. Pero en una noche de tormenta salva la vida de un gorrión muy entusiasta llamado Salapín, que a partir de ese momento se convierte en su propia ilusión: así pues, debe echar a caminar por el mundo siguiendo el vuelo del pájaro, lo que lleva a ambos a vivir una emocionante aventura.

Echándole un vistazo a este blog me acabo de dar cuenta de que no he hablado de obras de la animación tanto como me gustaría (¡bueno!, ya lo remediaremos), pero lo bueno es que, sin haberlo planificado, al menos estoy recorriendo escenarios distintos en lo que a este arte se refiere. Así que, si con Ponyo en el acantilado le echamos un vistazo a la animación japonesa y con El Príncipe de Egipto a la estadounidense, hoy vamos a comentar una joyita de la animación latinoamericana.
Manuel García Ferré ha demostrado con sus creaciones, sobre todo en sus primeras etapas, que el bajo presupuesto no es excusa para no hacer una película como Dios manda. Y es que una de los aspectos más destacables de Trapito, desde el punto de vista artístico, es precisamente su apartado visual. El filme presenta unos diseños sencillos, unos fondos bien trabajados, una variada pero natural paleta de colores (en una entrevista dijo Ferré: “sostengo que haberme criado hasta los 17 años a orillas del mar Mediterráneo me dio mucho sentido del color”), en fin, el cuidado y mimo de los actores del lápiz que trabajaron en darle vida a sus bocetos. En cada fotograma se aprecia una deliciosa labor de dibujo a mano que todavía a día de hoy, treinta y cinco años más tarde, se mantiene intacta. He aquí un punto a favor de la animación tradicional, que envejece muchísimo más despacio que el arte moderno (y cada vez más popular) de la animación por ordenador.
En cuanto a la historia que nos cuenta esta película, la definiría en una palabra: atemporal. Es una película que puede verse en cualquier momento, da igual cuánto tiempo pase o cómo cambien las modas, porque las fábulas sobre el espíritu humano siempre tienen sentido para el espectador. Y de eso se trata aquí. Trapito es un personaje que, pese a ser dibujado como un espantapájaros, nos representa a todos en algún momento de nuestra vida. “La realidad es mi escuela”, dice García Ferré cuando se le pregunta acerca de la inspiración para sus personajes. Todos conocemos, o incluso alguna vez hemos sido, personas que creen que su destino es estar clavados en la tierra y que necesitan encontrar una ilusión que dé sentido a sus vidas. Algo que nos guíe, que nos ofrezca un horizonte. Trapito es, simplemente, una historia que habla de los sueños a través de las aventuras de un espantapájaros que sigue a un gorrión, aprendiendo un mensaje que nunca pierde su valía:
Recuerda que la ilusión tiene alas como los pájaros: por eso un día puede volar y abandonarnos. Pero también porque tiene alas, un día puede volver.
Manuel García Ferré dirige sus creaciones a un público infantil: por tanto, no nos engañemos ninguno, para apreciar completamente esta película de animación es necesario ponerse las gafas de niño que tenemos por ahí, abandonadas en algún cajón del armario. Si no queremos hacerlo, ya digo, también podemos ignorar su contenido y disfrutar sólo del arte que componen sus imágenes. En cualquier caso, Trapito sigue siendo un filme muy valioso, una oda a la humanidad y una obra de arte que nadie, niño o adulto, debería dejar de ver.

jueves, 27 de mayo de 2010

Pincelada de páginas - Vislumbrando el horizonte

Queridos lectores (existentes e inexistentes):

Ésta va a ser una pincelada muy breve, porque la novela a la que dedico esta sección me está exigiendo que me centre en ella. Sí, el blog también me lo pide de vez en cuando, pero ya veis… es mucho menos convincente.

El caso es que tenía que escribir esto para decir, primero, que pido disculpas por el imperdonable tiempo que he estado sin actualizar este sitio. Pero a mi favor voy a decir que no he perdido el tiempo del todo. Y eso era lo que quería anunciaros: estoy muy contenta.

Sí, sé que anunciar mi felicidad en la misma entrada donde os pido disculpas es un poco maleducado, pero no puedo evitarlo. ¿Por qué? Porque las razones de que esté tan contenta están directamente relacionadas con el libro que estoy escribiendo. Y además porque, si os fijáis, ésta es la primera Pincelada de Páginas que no utilizo para quejarme de mi sequía mental.

Eso es, amigos. La historia de Carmen está llegando a su fin

Os confieso que esta es una parte muy emocionante de la aventura que supone escribir un libro, porque es ahora cuando los personajes están más vivos que nunca y parecen fluir hacia las páginas. Y además, durante estos últimos meses he aprendido muchísimo sobre lo que significa escribir. Pero no quiero adelantaros información.

Como dije que este texto sería breve, no voy a enrollarme ahora con reflexiones y agradecimientos, porque al fin y al cabo aún no he acabado de escribir y, como dijo un gran sabio en la Biblia, “todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. Aun así, quiero apuntar un comentario muy breve para adjudicar gran parte del mérito del progreso de esta novela al gran Stephen King, que me ha enseñado una gran lección que nunca voy a olvidar: uno no debe quedarse esperando a las Musas.

Aunque, desde luego, eso sólo ha sido una herramienta. Todo lo bueno que pueda salir de este montón de papeles unidos por un argumento sólo le pertenecen al Maestro.
Con esto me despido y me voy para seguir dejando caer palabras. Os adelanto que, cuando le ponga el punto y final a la novela, dejaré una sorpresita aquí, en “El arte de soñar”.

¡Que Dios os bendiga!

lunes, 24 de mayo de 2010

Pincelada de tinta - Circular

Escribí este relato para un concurso, pero finalmente sentí que no debía enviarlo y no lo hice. Así que, en exclusiva, aquí lo tenéis xD.

P.D. No le veo sentido a estas alturas a disculparme por todo este tiempo sin publicar x)


-¿Y por qué dejaste lo del saxofón?


Luis se encogió de hombros y se limpió las gafas con el borde de la camiseta por sexta vez en cinco minutos. Estaba sudando como un condenado: las gotas le resbalaban por la nariz, las sienes, la nuca, sus manos estaban empapadas en sudor… Le contestó que no lo sabía, y la chica de los guantes rotos, iluminada de tanto en tanto por la luz de las farolas que el autobús iba dejando atrás, lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de confesarle algo imperdonable. Quiso saber cómo era posible que hubiera estado dos años perdiendo tiempo y dinero para luego dejarlo sin ni siquiera saber por qué, y luego resopló y murmuró algo sobre lo que había que oír con estos niños ricos. Luis se preguntó por qué no se largaba y lo dejaba en paz, pero nunca saldrían esas palabras de su boca: era demasiado caballeroso, cobarde e imbécil como para decirle algo así a una chica a la que apenas conocía, así que, tras titubear un momento, sólo consiguió sugerirle que ella le contara algo. La chica entornó entonces sus enormes ojos negros, sin dejar de mirarlo fijamente con aquella expresión que parecía sacada de una película de vampiros de los años cincuenta, y preguntó con tono sarcástico si quería saber a qué se dedicaba. Luis se encogió de hombros, o más bien todo él se encogió aún más de lo que ya estaba, tan encogido que su cuerpo podría haber pasado por el ojo de una aguja.

-No te pases de listo conmigo, chaval –dijo ella, y dándole la espalda comenzó a sacarse una a una las mil horquillas que le sujetaban el pelo, dejando caer sobre sus hombros un mechón rizado de alquitrán. Y otro, y otro, y otro…

Luis se quedó mirando por la ventanilla y suspiró, exasperado. No podía creer que le estuviera sucediendo eso a él, que siempre presumía de tenerlo todo bajo control. Era la situación más surrealista de la historia de la humanidad, y no había forma de explicar que algo así estuviera sucediendo. Una cosa era la casualidad, o lo que fuera, de que la chica hubiera subido en el mismo autobús que él, y otra cosa muy distinta era que no se le hubiera ocurrido mejor cosa que sentarse a su lado para buscar conversación. Estaba casi decidido a bajar en la siguiente parada: sus bolsillos estaban vacíos, pero todo, incluso pasar la noche perdido en pleno centro de la ciudad, sería mejor que aquella locura.

El autobús paró una vez más, y de nuevo ninguno de los dos hizo ademán de levantarse del asiento. Luis sintió como si un litro de saliva cayera por su reseca garganta; miró de reojo a la chica de los guantes rotos, que estaba quitándose las últimas horquillas, y le preguntó, en un fallido intento por parecer despreocupado, dónde se bajaba. Ella curvó sus gruesos labios que parecían hechos de chicle y respondió que no pensaba bajarse en su parada porque era obvio que no quería que él la siguiese y supiera dónde vivía. Muy lógico, reconoció Luis, quitándose otra vez las gafas con una mano que no se estaba quieta. ¡Maldita mano!, pensó, era como si tuviese Parkinson o algo así. La chica lo miró de reojo, soltó una carcajada cargada de una desesperante naturalidad y le preguntó si era así de cortado con todas las chicas. Luis confesó que no lo era, y ella sonrió como si aquello fuese un cumplido.

-Me llamo Siomara –dijo, extendiendo hacia él la mano que llevaba el guante marrón, menos agujereado que el otro. Luis se quedó mirándola durante un buen rato y al final la estrechó durante un segundo y la volvió a retirar como si quemara, como si al hacerlo estuviese firmando su condena de muerte, metiéndose en el lío más gordo de su vida y atándose por propia voluntad para no salir nunca de él. Se llamaba Siomara, qué bien. Punto final.

Y en efecto, podría haber sido el punto final a la conversación… si no fuera porque decidió bajarse, finalmente, en la misma parada que ella. La suya la había dejado atrás un buen rato antes, junto al sentido común. Se sintió como un auténtico imbécil, pero pensó que de todas formas ya estaba acostumbrado a sentirse como un imbécil, aunque eso tampoco era ninguna excusa, porque una cosa era sentirse imbécil y otra muy distinta comportarse como tal.

-¿En qué piensas? –le preguntó Siomara.

-¿Eh? En nada.

Ella frunció los labios y, después de quedarse mirándolo en silencio durante más o menos cien años y un día, le dijo que no se esforzase en ir tras ella y que se fuese a su casa, a lo que Luis no pudo evitar responder con una sonrisa burlona que se había quedado sin dinero, pensando en lo irónico de la situación. Siomara resopló con evidente fastidio y entrecerró los ojos en una expresión pensativa que él no podía dejar de contemplar, y murmuró que entonces iba a tener que llevarlo de la manita al metro como a los niños chicos. Luis se negó en rotundo una y otra vez, demostrando una testarudez que ni él sabía que tenía pero que no le sirvió de nada porque, pensó más tarde, seguro que si buscara la palabra “cabezota” en el diccionario aparecerían al lado aquellos ojos oscuros subrayados por senderos de pecas. Siomara sonrió, alzó una ceja y le preguntó si le tenía miedo. Luis dijo que, la verdad, sí. Ella se rió con una risa tan inocente que cualquiera habría pensado que se trataba de una broma, cualquiera salvo Luis, que a pesar del atolondramiento que se había instalado en su neurona no podía dejar de recordar que, al fin y al cabo, esas manos cubiertas por guantes en forma de colador eran las mismas que lo habían aterrorizado hacía menos de una hora.

Caminaron durante no mucho rato recorriendo la calle en dirección a la estación de Guzmán el Bueno. Fueron quizá diez minutos, diez miradas que Luis echó a su reloj de pulsera japonés y diez veces que observó cómo las luces nocturnas de las lámparas y los coches bailaban en las pupilas de Siomara con destellos de plata y azul. Había algo de loco y fantástico en todo aquello. En cualquier otra situación, otra hora, otro día, nunca se habría fijado en ella; sin embargo ahora, aún habiendo comenzado todo como comenzó, la chica de los guantes rotos lo sorprendía con cada palabra, cada contestación, cada gesto que dibujaba poesía en el paisaje madrileño que los rodeaba.

-Si te hago una pregunta, ¿prometes no contarme ninguna mentira piadosa?

-Lo intentaré –respondió ella.

-¿Por qué precisamente a mí?

Siomara se mordió el labio inferior y lo miró como si intentara disculparse con los ojos. Se encogió de hombros y se enroscó un rizo en el dedo índice, rehuyendo su mirada durante unos segundos en los que pareció convertirse en una niña de diez años, despeinada y con cien pecas más en sus mejillas teñidas de escarlata.

-Bueno –dijo al fin, suspirando-, vale, chico, nunca hubiera dicho que tienes un año más que yo. ¡Qué quieres que te diga! No los aparentas, con perdón, pero…

Luis asintió con una media sonrisa. Se lo figuraba: a esas alturas de su vida ya estaba lo bastante acostumbrado a ser bajito y flaco como para que la sorpresa de Siomara al enterarse de que tenía diecinueve años y no quince fuese una novedad. Ella vio aquel gesto y sonrió a su vez, mirando para otro lado. Lo cierto es que resultaba difícil, por no decir imposible, creer que la misma chica podía sonreír con tanta sencillez y sujetar una navaja en la misma tarde. Le preguntó si tenía por casualidad una hermana gemela y Siomara le dijo que era muy gracioso.

Llegaron a la boca del metro y ésta se los tragó junto a un buen grupo de gente, al tiempo que escupía a otros a la calle. Luis alzó una ceja extrañado cuando vio que su acompañante sacaba más de un billete, y le dirigió una pregunta silenciosa que ella respondió confesando que de hecho tenía que coger el metro para volver a su casa. El chico sintió un leve cosquilleo en la nuca, pensando por un momento que aquella revelación los acercaba un poquito el uno al otro, y tras un titubeo le preguntó, esta vez ya sin tratar de fingir desinterés, en qué dirección iba. Resultó ser la contraria a la suya. Sintió que se desinflaba un poco, y aquella sensación debió reflejarse en algún movimiento de su cara, porque Siomara se rió y comentó, como si le hablara al aire, que al fin y al cabo en la línea circular todos los caminos llevan a Roma. Los labios de Luis dibujaron una leve sonrisa.

Cruzaron los tornos y caminaron sin ninguna prisa, bajando las escaleras normales en lugar de las mecánicas. Así pues, escalón a escalón, bajaron un nivel. Y otro. Y otro. Y fue entonces cuando Luis se dio cuenta, por primera vez desde que habían entrado, del sonido de la música.

Era un saxofón. Allí, frente a ellos, un hombre de cabello largo y oscuro con pinceladas de escarcha tocaba con los ojos semicerrados, parado junto a un estuche negro lleno de monedas. Luis sintió algo así como una brisa de nostalgia al oír aquel sonido tan familiar, recordando por un segundo todas aquellas tardes ensayando con las partituras que le dejaba el profesor, y una sonrisa palpitó en sus labios cuando miró a Siomara y vio que sus ojos brillaban con entusiasmo infantil. Era una melodía alegre, que al chico le recordaba a alguna canción de Diego Torres que había oído hacía tiempo.

Los ojos de Siomara se cruzaron con los suyos, y esta vez no los retiró. Sonrió con todos los dientes y se formaron dos hoyuelos exquisitos en sus mejillas, al tiempo que Luis sentía que las suyas ardían un poco. Entonces ella se acercó y le tomó una mano, y antes de que el chico pudiera decir “ni hablar”, se encontró bailando al compás de las notas que salían del saxofón.

Ninguno de los dos lo hacía demasiado bien, pero en el futuro Luis apenas recordaría el sentimiento de vergüenza y perplejidad, la ridícula estampa de estar intentando bailar con una chica que le sacaba media cabeza, o los cien ojos extrañados de las personas que se volvían para mirarles: en cambio, conservaría el recuerdo de las risas contagiosas de Siomara cada vez que se pisaban el uno al otro, el tacto de sus guantes llenos de agujeros en sus manos, y la canción que aquel músico tocaba para ellos sin prestarles atención. Pensó por un momento que quizás se había quedado dormido en el autobús y que todos esos instantes que estaba viviendo no le pertenecían, no podían ser una experiencia real a no ser, claro, que a Siomara le faltase un tornillo (lo cual, visto lo visto, no era una idea tan descabellada). Pero ese breve destello de lucidez, de darse cuenta de lo absurdo de la situación, duró lo poco que tardó en dar una vuelta y aterrizar por cuarta vez sobre el pie de su compañera de baile.

La canción terminó, y fue entonces cuando el chico cayó en la cuenta de que se encontraban en el punto donde se separaban los andenes, la parte donde cada uno tomaba su propia dirección, el lugar de la despedida. Siomara, con el pelo algo alborotado después de aquella torpe danza que habían improvisado en un momento, le preguntó si tenía dinero, a lo que Luis sonrió burlonamente y se encogió de hombros. Ella se sacó entonces la cartera del bolsillo del abrigo, la abrió y sacó un billete de veinte euros que depositó en el estuche del saxofonista; éste la miró con los ojos muy abiertos y luego sonrió ampliamente, dedicándole una solemne reverencia como si se tratase de una reina, o más bien de una musa que había venido a tocarlo con su gracia. Luis le dirigió una mirada incrédula y ella parpadeó, en un gesto entre picardía y disculpa, y se acercó a él. Le preguntó si se iba hacia la derecha. Luis asintió medio distraído.

-Bueno, ha sido un gusto conocerte, chico. Me has caído bien.

-¿Sí?

Luis sonrió, sintiéndose un papanatas.

-Sí, hombre. En serio.

-¿Tan bien como para devolverme la cartera?

Siomara lo escudriñó con sus ojos como pozos negros, frunció el ceño y apenas un segundo más tarde aquel gesto dejó paso a una sonrisa divertida: entonces metió la mano en el bolsillo, sacó la navaja que había usado esa tarde y se la puso a Luis en la mano diciéndole que se la podía quedar de recuerdo. El chico acarició la hoja y comprobó que en realidad era de plástico: una imitación muy bien conseguida, sí, pero plástico al fin y al cabo. La voz que lo llamaba estúpido dentro de su cabeza se hizo más fuerte, y Siomara soltó una carcajada al ver cómo enrojecía. Le dijo que sentía haberle dado un susto. Luis comentó que, para ser la primera vez que lo asaltaban, por lo menos el episodio no había acabado tan mal.

-Toma, y no te mosquees –dijo Siomara, entregándole la cartera-. Te devolveré los veinte euros otro día.

Luis le dijo que tampoco hacía falta que tuviera prisa, porque aquello de “otro día” le había sonado a campanas celestiales y porque sintió que, en realidad, aquellos habían sido los veinte euros mejor invertidos de su vida: sólo por ver aquella última sonrisa de Siomara, y por el beso que le dio en la mejilla al despedirse, y por aquellas primeras notas con las que el saxofonista daba comienzo a una nueva canción cuando ella se fue… habían valido la pena.

Bajó la última escalera hasta el andén justo cuando el tren entraba en las vías, y soltó un gruñido, ya que eso le impedía saludar a Siomara con la mano cuando ésta bajara. La vio por última vez desde la ventanilla del vagón cuando entraba en el andén de enfrente, y apenas tuvo tiempo de cruzar una mirada con ella antes de desaparecer en la oscuridad del túnel que lo llevaba en su recorrido por debajo del centro de Madrid. Es curioso, pensó Luis, que tenga que cruzarse una loca en tu camino durante menos de una hora de tu vida para que te espabiles y comprendas de que cada minuto cuenta, y si no lo descubres por las buenas será por las malas, y que hasta la más disparatada experiencia puede tener un final feliz. ¡Claro que, desde luego, su familia no iba a comprender la moraleja de la historia! Primero se alarmarían cuando contase que lo habían atracado, luego su hermano y su padre se burlarían de él cuando les dijese que había sido una chica, entonces les enseñaría la navaja de plástico y se troncharían del todo llamándolo pringado una, dos y diez veces, y finalmente abrirían unos ojos como platos y le dirían que había perdido la cabeza cuando se jactara de que había ligado con la asaltante en cuestión. Eso sí, su madre se alegraría mucho cuando le dijese que quería retomar las clases de saxo.

No le había dicho a Siomara su nombre. Maldición.

Se sujetó a la barra del techo del vagón y se pasó una mano por el pelo, sonriendo para sí mismo. ¡Bah! Tendría la oportunidad de hacerlo, estaba seguro.

Ella había dicho otro día.
FIN

domingo, 23 de mayo de 2010

Pincelada de ideas - Difícil

No es una pincelada de ideas exactamente, a no ser que renombre éstas como "lo que se me pasa por la mente en estos momentos", pero encaja mejor aquí que en otras etiquetas.

¿Por qué es tan difícil escucharte?


Sé que es por mi propio pecado. O tal vez por las interferencias. Pero muchas veces simplemente encuentro difícil esperar en el silencio para ver qué es lo que quieres decirme. ¡Quisiera que fuese más sencillo! Intento detenerme, parar, olvidarme de las distracciones diarias… pero… el silencio me pone nerviosa. No estoy acostumbrada. Por alguna razón, siempre me rodeo de ruido.


¿Por qué es tan difícil aceptar tu amor?


Siempre he aceptado tu amor como algo natural. Ahora no estoy tan segura. A lo mejor una parte de mi madurez se ha apoderado de esa parte del intelecto que se empeña en dar una razón a todas las cosas. Pero a la pregunta de por qué me amas no puedo encontrar una respuesta racional. ¿Por mí misma, por quien soy yo? ¿O es porque no te queda más remedio que amar a todos?


No soy capaz de comprender el significado de un amor incondicional. Algo en mi mente me dice que eso sólo son exageraciones. Cada vez que fallo, y cada vez que vuelvo a meter el pie en la misma trampa, a veces de forma consciente, luego te pido perdón. Pero a veces no me siento muy perdonada. Es difícil fallar tantas veces y poder creer que tú no te das por vencido conmigo. ¿Y lo creo? No estoy segura.


En momentos como este, me doy cuenta de mi egoísmo. Reconozco que estas dudas muchas veces me hacen sufrir, pero casi nunca recuerdo que el único propósito de mi existencia en este mundo es que tú te engrandezcas. Y sé que para ello puedes aún utilizar mis debilidades (tú lo has dicho). Pero… ¿mis repetidos pecados?


Conoces mi corazón. Y mis sentimientos. Sabes que a menudo, cuando leo o escucho esas historias de siervos tuyos que lo dan todo por ti, que se juegan la vida, que sacrifican todo lo que tienen para adorarte… ¡me lleno de tantas emociones encontradas! La admiración, claro está, pero también la impotencia y la incomprensión. Si bien me lleno de ilusión cuando escucho de sus acciones, éstas no me asombran tanto: sé que tú tienes poder para hacer cosas absolutamente imposibles. Pero ese amor que ellos sienten y demuestran… esa pasión por tu nombre…


Descubro que mi corazón no es así. Y no sé por qué. A veces intento consolarme, pensar que tal vez cambiaré con el tiempo. Pero el caso es que cada vez que oigo a alguien decir eres el mundo entero para mí o por un segundo a tu lado lo daría todo, me inunda un sentimiento de culpa. Sé que yo no puedo pronunciar esas palabras con total sinceridad. Tal vez en algún momento en que el ambiente, la situación o las circunstancias favorezcan una sensación de efusividad total: entonces, durante unos momentos, sí soy capaz de gritar que te amo, y que realmente lo siento. Pero sé que en el día a día no tengo esa pasión. Cada día tu voz es ahogada por otras a las que casi siempre presto más atención. Mira, ven, escucha, prueba, haz esto, haz lo otro… Una distracción tras otra, cosas que, por muy vanas que sean, me seducen más que la idea de pasar un tiempo escuchándote. En ese silencio.


No soy capaz de decir con sinceridad que te amo con toda mi alma, mi mente y mi corazón, por encima de todas las cosas. Y cuando veo esa actitud en mí, no me gusta.

¿Pero por qué? En realidad, ¿te conozco lo bastante como para saber cuanto quiero amarte? ¿O simplemente busco ese amor porque sé que es lo correcto, lo que debería sentir?


Quizás por eso intentar escuchar tu voz es tan difícil. Quizás en el fondo tengo cierto temor de enfrentarme a ella. No quiero levantar la vista hacia ti y ver que tus ojos decepcionados me rehúyen, diciéndome: Yo di mi vida por ti, ¿y tú no eres capaz de amarme de la misma forma?

En momentos como éste, sé que estoy luchando. Librando una batalla contra mis propios instintos, porque sea por la razón que sea, sé que no he sido creada para que mis deseos carnales reinen sobre los espirituales. Pero hay tantas voces que silban en mi cabeza…


Nunca podrás amarle como él lo merece.

Nunca podrás superar tus pecados. Día tras día, seguirás tropezando con la misma piedra (y no porque no la hayas visto).


Y tantas otras… Muchas veces es fácil distinguir aquéllas que debo ignorar, las que no son más que interferencias en mi vida de oración. Otras veces, en cambio, no es tan sencillo. Y temo confesar que esto se debe a que no conozco tu voz lo suficiente como para reconocerla entre todas las demás que me rodean.


A veces mis ojos sufren las consecuencias de estas luchas, y llegan las lágrimas, y la verdad es que entonces me consuelo un poco al ver que no soy del todo insensible. Pero también comprendo que las lágrimas también me consuelan por autocompasión. Y que ése no es el llanto capaz de sanar un corazón herido.


Hoy pienso en estas cosas, pero mañana será otro día. Una nueva jornada con nuevas distracciones. Y una vez más, las opciones serán: o dejarme llevar por ellas, o centrarme en lo espiritual y entristecerme por mis fallos, que parecen no tener fin.


¡Hay tantas cosas en mí que tienen que cambiar!


Sólo sé que no soy feliz con esta situación, y que tú puedes sanarme de estos sentimientos. Pero ya no quiero ir a ti sólo para pedirte consuelo, curación, guía, respuestas o alivio. Quiero empezar a necesitarte de otra manera. Quiero aprender a anhelar tu voz sólo por el hecho de ser tuya, quiero buscarte cada día, quiero preguntarte lo que tú piensas, quiero centrarme más en ti y olvidarme de mí. Quiero ser diferente. Quiero amarte y enamorarme cada día más de ti.


Quiero que crees en mí un nuevo corazón…

Madrid, 22 de mayo del 2010

sábado, 24 de abril de 2010

Pincelada de arte - Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

¿Existe alguna frase mejor para empezar una novela? Todavía no la he encontrado. Y no, no me vale aquello de En un lugar de la Mancha… Lo siento, sigo pensando que ésta es mejor.

No hace falta que me desgaste mucho en palabras para hablar de este libro, porque no hace falta, de modo que disculpadme por ir un poco al grano y hacer una pincelada breve.

Cien años de soledad es una obra maestra literaria. No hay otra manera de definirlo. Gabriel García Márquez es un hombre que escribe magia, y es imposible no quedar cautivado por su estilo literario cuando lees una historia como ésta.

Este libro cuenta las vivencias de la familia Buendía en la imaginaria ciudad de Macondo desde la llegada de José Arcadio Buendía, su esposa Úrsula y sus hijos José Arcadio y Aureliano hasta el último descendiente de la dinastía un siglo después. El viaje a través de estas páginas está lleno de sinsabores, sorpresas y personajes a cada cual más curioso.

No es precisamente una novelilla muy light, por lo que es posible que a más de uno se le haga una lectura difícil, pero para aquellos que realmente os guste leer, Cien años de soledad es obligatorio. Sobre todo lo recomiendo a aquellos a quienes, como a mí, les encante la literatura fantástica, aunque desde luego no esperéis encontraros nada parecido a El Señor de los Anillos o Harry Potter. Esto es el realismo mágico: la mezcla de lo fantástico con lo cotidiano, en el caso de esta historia todo teñido de melancolía y tristeza.

Dejo un fragmento que no necesariamente el mejor (no sé cuál es el mejor, ni creo que nadie lo sepa) ni mi favorito, pero cualquier texto de este libro, aun elegido al azar, revela lo maravilloso de su estilo literario. Así que disfrutadlo.

José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas después, estragado por la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hoy?» Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba yo -dijo José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes.» Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un desastre -dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y anteayer. También hoy es lunes.» Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!»

lunes, 18 de enero de 2010

Pincelada de arte - Psicosis

Para hablar de esta gran obra, primero tengo que establecer una gran verdad: estoy sencillamente harta de que las películas de terror me timen. Y eso es lo que he sentido casi siempre que me he plantado a ver cine de terror actual, que me ha llevado a tener mucha desconfianza. Porque pagar ocho euros para entrar en un cine, pasarlo horrorosamente mal viendo sangre y bichos feos por todas partes, y salir de la sala con el bolsillo más vacío y esa sensación de haber sido estafada con una película sin apenas argumento… no me gusta.


Pero Alfred Hitchcock son palabras mayores, y eso es lo que me demostró esta película.


Psicosis es el relato de una mujer que huye del pueblo tras haber robado una importante suma de dinero, en camino a encontrarse con su amante. Durante su viaje, al hacerse de noche, decide detenerse en una posada donde conoce al hostelero, un tipo muy extraño…


No quiero contar mucho porque si desvelo un poco más de la trama se me va la lengua, pero sólo tengo una recomendación: ved esta película… si tenéis suficiente sangre fría como para hacerlo. Esto sí que es (o más bien era) CINE, señores, cine con mayúsculas y con luces de neón, con un guión de lujo e interpretaciones estupendas: una obra maestra del género. La historia que se desarrolla durante todo su metraje pone a prueba los nervios del espectador, le desafía a permanecer delante de la pantalla si se atreve. Es una de las pocas ocasiones en las que he visto una película de terror y he podido experimentar ese miedo interno, psicológico; esa sensación de pasarlo mal y al mismo tiempo no poder apartar los ojos de la pantalla hasta que llega ese final y te quedas con la boca abierta y una frase dando vueltas en tu cabeza: “¡Pero qué pedazo de PELICULÓN!”.


A quien no le guste el cine de miedo en general que ni se acerque, pero aquellos que, como era mi caso, quieran ver una espeluznante película alejada de las bazofias que se suelen ofrecer hoy en día como pan diario, os la recomiendo muchísimo. Dadle una oportunidad a Alfred Hitchcok: ese odio que sentiréis hacia él cada vez que escuchéis la terrorífica banda sonora de Psicosis, ese temblor, esa mantita trepando sobre vuestra cara… es sólo el precedente del deseo que os inundará, nada más llegar los créditos finales, de ver más películas de este genio del séptimo arte.


La mejor película de miedo que he visto en mi vida, con muchísima diferencia.

(Advertencia: no la veáis solos. No seáis masoquistas, leñe. ¡Las películas de terror se ven con amigos! xD).

domingo, 10 de enero de 2010

Pincelada de páginas - Es que...

Cuando no estoy estancada ante la hoja en blanco de la novela, el problema siempre es otro. Por ejemplo, que me siento descontenta con cada página que escribo.

Es que estoy poniendo palabras de una chica de dieciocho años en boca de unos chavales de catorce, y no tiene nada que ver.

Es que los escenarios están mal descritos.

Es que en esta parte sucede todo demasiado rápido.


Suspiro, resoplo, aprieto el bolígrafo con fuerza. Tachones, más tachones. Y siempre acaba cayendo al papel alguna frase que me gusta tan poco como las otras, pero la dejo porque estoy harta de tachar.

Es que este personaje no es muy agradable que digamos.

Es que no sé en qué capítulo va a pasar tal cosa y tal otra.

Es que llevo demasiado tiempo sin escribir y ya no sé ni de qué va la historia.


Y de vez en cuando, cierro los ojos y miro hacia donde tengo que mirar. De vez en cuando. Es entonces cuando digo: “Por favor, lleva esta historia adonde Tú quieres llevarla”.

Pero hay otra oración, una oración que nunca me acuerdo de hacer, y que hoy ha llegado a mi cabeza como una bombilla que se enciende de golpe. Un recordatorio. Un momento que un escritor nunca debe pasar por alto cuando se dispone a dejar caer palabras que en algún momento, lo sabe perfectamente, serán leídas por alguien más.

A partir de ahora, trataré de recordarlo. Antes de desesperarme ante la página en blanco, o ante la página llena de tachones, inclinaré mi cabeza y oraré por la historia, sí. Pero todavía más importante… oraré por los futuros lectores a los que pueda afectar de alguna manera.

Si estás leyendo esto, significa que he orado por ti.

Y además, te doy las gracias. Muchísimas gracias.

(Sí, sé lo que estáis pensando. ¿Pero por qué leñe nunca me lo ponéis en un comentario? xD. Quiero rapidito unos cuantos comentarios que pongan: "Anda que te has calentado la cabeza con la pincelada, hija...")