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miércoles, 20 de marzo de 2013

Pincelada de arte - Rosencrantz y Guildenstern han muerto


Es un poco complicado explicar por qué quería hablar de esta película. No es reciente, no conozco a nadie que la haya visto y, la verdad, es un poco extraña, ya partiendo de su premisa: la historia de Hamlet contada desde el punto de vista de dos personajes bastante periféricos del drama original. Tanto, que dudo que alguien que sólo conozca la obra un poco por encima tenga la más ligera idea de quiénes son Rosencrantz y Guildenstern: no se los suele mencionar en los resúmenes de esta tragedia shakespeareana. Descubrí esta película porque en la universidad he tenido que leer tanto Hamlet como la obra de teatro en que se basa este filme del mismo título, dirigido por el autor original del texto: el británico Tom Stoppard. Escribo este comentario partiendo de la base de que la mayoría de personas que leen esto probablemente no conocen de nada esta película, como tampoco la conocía yo hasta este año, así que procuraré no sobreanalizar tonterías y centrarme en explicar por qué consiguió capturar tanto mi atención.

La película comienza mostrando el viaje a Elsinor de Rosencrantz y Guildenstern, interpretados por unos jovencísimos Tim Roth y Gary Oldman. Durante el camino, se entretienen lanzando al aire una moneda que siempre cae mostrando cara. Y desde el primer diálogo entre ambos, nos damos cuenta de que esta película no va a ser precisamente convencional, como continuaremos comprobando en sus encuentros con la compañía de actores, los reyes y el mismo príncipe Hamlet. Después de cada escena te descubres preguntándote de qué rayos han estado hablando los personajes: las conversaciones se van por las ramas y divagan, ora sobre la locura de Hamlet, ora sobre la dirección del viento, ora sobre si la última frase dicha ha sido una pregunta o una afirmación. Estas conversaciones bastarían para dejar atónito a más de uno, pero no son lo único extraño: a esto se une la continua confusión de identidades entre los dos protagonistas. Todo el mundo se equivoca de nombre al dirigirse a ellos, hasta el punto de que ellos mismos se plantean quién es cada uno y hasta la perplejidad del espectador, que probablemente llegue a los créditos finales aún preguntándose quién era Guildenstern y quién era Rosencrantz.

Seguramente de estas observaciones se puede deducir que el guion no es lo que se dice predecible, y esto en realidad tiene mérito para una historia basada en la tragedia más famosa de la literatura universal. Es decir, es cierto que quien esté familiarizado con la obra de Hamlet sabe muy bien qué es lo que va a pasar, pero toda la película está envuelta en una especie de expectativa y asombro, porque lo que realmente quiere saber el espectador es qué van a decir los personajes en la siguiente frase, cómo van a reaccionar a los ineludibles sucesos que les esperan y qué es lo que ellos creen que están haciendo ahí, si es que tienen la más remota idea. De modo que, por difícil que parezca, así es: la película logra que estés viendo Hamlet y preguntándote qué va a pasar. ¡Medalla para Tom Stoppard, por favor! Pero ésta no es la única virtud de la película. El texto, por bizarro y extravagante que resulte, es también realmente fascinante: como conversaciones reales entre dos individuos que hablan sólo para acallar el silencio y que hablando de todo no dicen en realidad nada. Esto puede sonar un poco filosófico y plomazo, que es lo que yo pensé al principio, pero lo cierto es que las interacciones entre Rosencrantz y Guildenstern están, de hecho, llenas de humor. Un humor también un tanto raro pero que precisamente por hallarse en este contexto de tragedia shakesperiana resulta aun más absurdo e hilarante.

Cabe destacar también las interpretaciones de los dos actores principales, ya que llevar a la vida a los personajes de la obra de Stoppard no es tarea fácil y tanto Tim Roth como Gary Oldman realizan un trabajo sencillamente impecable. Tengo que destacar también al tal Iain Glen, porque no consigo imaginar cómo tiene que ser eso de interpretar a Hamlet en una historia en la que NO es el protagonista, y sin embargo lo logra con creces.

Ahora bien, ¿por qué he dicho que es un tanto raro el sentido del humor de la película? Porque al final resulta muy complicado categorizarla como una comedia o una tragedia. Sí, es verdad que muchas películas son una combinación de ambas cosas, pero esto… realmente te deja sin saber cómo deberías sentirte al final. Por mi parte, diría que es una historia de fuertes contrastes que transmite un mensaje muy poco optimista sobre la humanidad. Es triste decir que en cierto sentido la película tiene bastante realismo: Rosencrantz y Guildenstern reflejan aquí la realidad de seres humanos que encuentran imposible seguir un rumbo en sus vidas porque están vacíos por dentro y no tienen nada que los impulse a seguir adelante. Personas que también tienen problemas para distinguir su propia identidad y acaban teniendo que conformarse a lo que los demás les dicen que son, aun cuando lo que oyen es contradictorio; personas que siendo “secundarias” en una obra mucho más grande que ellas se enfrentan a la misma certeza inevitable que los reyes y príncipes. Esta historia me impactó porque, al igual que El secreto de sus ojos (la película argentina dirigida por Juan José Campanella), plantea la siguiente pregunta: ¿cómo se hace para vivir una vida llena de nada? Cada cual enfrentará esta cuestión a su manera; yo tengo claras dos cosas. Primero, que no se puede. Y segundo, que no debe llenarse con cualquier cosa.

Es por estos y otros motivos que Rosencrantz y Guildenstern han muerto es una de las películas más interesantes que he visto últimamente, además de muy bien hecha y entretenida. Y aunque soy consciente de que éste es uno de esos filmes que pueden inspirar tanto amor como odio, recomiendo a todo el que conozca la obra de Shakespeare que al menos se anime a echarle un vistazo.

P.D. Me da que no he conseguido el objetivo que me planteé al final del primer párrafo...

miércoles, 13 de marzo de 2013

Pincelada de tinta - El truco


Abriendo el baúl de los recuerdos y rescatando algo que escribí en agosto de 2011 pero que no había sacado a la luz. Sé que es una tontería enorme y que tiene muy poco sentido, pero también os diré que pocas veces me había divertido tanto escribiendo una historia xD. ¡Espero que os arranque alguna sonrisa!

La prestidigitación, ese arte de hacer juegos de manos que tanto maravilla a la humanidad, es mi cruz desde hace años, y ha conseguido perfilar mi personalidad de tal forma que muchos me consideran antipática. Por cosas tan triviales como que cuando me hacen un truco de magia y me dicen: “ésta carta que tengo en la mano es tu nueve de picas” normalmente me lo creo y le digo que se la guarde, que no me la enseñe. No quiero ver una prueba física de que me están contando la verdad. Esto no es algo muy habitual, y cuando lo hago mis amigos magos arrugan la nariz y me dicen que soy un fastidio, que siempre arruino los trucos de magia.

Yo nunca entenderé el universo. ¿Por qué necesitan demostrarme que tienen superpoderes y han conseguido convertir mi nueve de picas en un comodín y un comodín en un nueve de picas? Si me lo dicen, yo les creo. Porque no me parecería muy lógico que yo les dijese que no me lo creo y ellos se quedaran en calzones teniendo que enseñarme la carta y que no fuera el nueve de picas. Eso no le pasa a nadie, por muy mal mago que sea. La razón por la que yo no les dejo llegar al final de su truco es que hace mucho que perdí la capacidad de sorprenderme con estas cosas. Es lo que tiene haber pasado por siete relaciones amorosas con ilusionistas. Sinceramente, creo que aunque no se den cuenta es mejor para ellos tragarse mi credulidad que ver mi cara de absoluta indiferencia cuando dicen ese “¡tachán!” al que tanta manía he acabado cogiéndole. Sé lo que me digo. Un mago puede soportar muchas cosas por parte de su público, pero no la indiferencia.

Fue mi primer novio quien me dijo que nunca llegaría a ninguna parte con ese pasotismo a la hora de coquetear. O lo que él llamaba coquetear: dejarme impresionar por un hombre. Sí, ahora resulta que sorprenderte con un truco de magia es sinónimo de intentar ligar, mientras que no hacerlo se traduce como “no quiero saber nada de ti, pardillo”. Pero nada más lejos de la verdad. En realidad me fastidió oírle decir eso porque llevaba toda la velada lanzándole indirectas que a mí me parecían muy obvias, y casi se me salían los ojos de las órbitas por intentar decirle con la mirada que estaba enamorada de él hasta la médula, y estaba a punto de irme a llorar en el hombro de una amiga porque el muy cretino no me hacía ni tres cuartos de caso, cuando de repente él hace su truco de magia, ve mi cara de “me da igual dónde esté el nueve de picas” al terminar y me suelta aquello del pasotismo. Increíble.

Esa noche nos dimos nuestro primer beso, él fue mi primer amor, nunca lo olvidaré, blablablá, ya os sabéis el cuento. Duramos seis meses, algo inusualmente largo para lo que más adelante descubrí que estaban destinados a ser mis noviazgos. Por alguna razón, siempre acaban igual: una discusión por teléfono debido a alguna chorrada, yo llorando un poco porque mi novio no me entiende, él apareciendo en  casa al día siguiente, yo pidiéndole perdón y él diciéndome que me perdona pero que tiene que mudarse a Estambul (dígase Estambul, dígase Atenas, dígase Moscú). Lo sé, no es normal.

Hace tres novios que decidí no volver a salir con magos, y siempre he roto mi promesa. Lo repito, yo nunca entenderé el universo. Siempre pasa algo que me hace pensar que éste es el definitivo: una promesa, un beso, un paseo… cualquiera de estas malditas estupideces que a mí, por desgracia, me gustan tanto. Y siempre al final mi novio desaparece tan rápido como su nueve de picas. Así que, sinceramente, cada vez que oigo a alguien decir aquello de: “¿qué te apuestas a que ésta es tu carta?” yo me encojo de hombros y me lo creo. Igual que diez minutos después me creo eso de “te quiero”. Igual que diez días más tarde me vuelvo a creer eso de “nunca te abandonaré”. Y unos meses después acabo tumbada en la alfombra del salón comiendo alitas de pollo glaseadas con miel entre lágrimas y diciéndome: “nunca más, nunca más volveré a salir con un maldito ilusionista”.

Mis amigas creen que soy un poco paranoica. Que mis fracasos amorosos no tienen nada que ver con el sorprendente hecho de que todos mis novios hayan sido magos que no han conseguido impresionarme con un truquito de cartas. Creen que inconscientemente me arrastro hacia ese tipo de tíos porque algo dentro de mí quiere enamorarse, casarse y envejecer con un mago, y vivir todo un matrimonio de: “sí, cariño, es el nueve de picas, te creo”. El porqué, no consiguen explicármelo. De modo que eso sí que yo no me lo creo. He estudiado mucho de psicología, creedme, y nunca he sabido de ningún subconsciente que persiga a los prestidigitadores para enamorarse de ellos. Y aunque lo hubiera, que alguien me explique por qué todos mis novios huyen de mí mudándose a ciudades europeas.

Me gustaría que alguno rompiese con eso. Me encantaría tener un novio que al dejarme dijese: “Eres demasiado fea”, o “no me gustan tus sándwiches de plátano y sardina”, o “no me gustas tú”. Porque el día que eso ocurra, existirá una posibilidad de que mi maldición se haya roto. De que la próxima vez que un tío me diga que la carta que tiene en la mano es un nueve de picas y no un comodín yo pueda mirarle a los ojos y decirle: “No, no es posible, el nueve de picas lo tengo yo detrás de la espalda”, y luego decir: “¡oh, increíble, tenías razón!”, y lloraré de felicidad porque nunca me enamoraré de ese individuo. Porque a lo mejor mi próximo novio sería un fontanero, o un profesor de universidad, o un fabricante de chinchetas, y no un mago.

Pensándolo bien, puede que sea eso. Una especie de hechizo. Mi primer novio debió maldecirme en nuestro primer encuentro por eso de mostrarme indiferente ante su truco y seguramente me condenó a no tener una vida sentimental decente durante el resto de mi vida, y a sentirme atraída sin remedio por tipos como él. ¡Hombres! Siempre hacen lo mismo.

Maldición. O puede que mis amigas tengan razón y esté paranoica. ¡Ya estoy creyéndome la princesa encantada porque ninguno de mis novios es estable!

Creo que me daré una oportunidad más. Una sola.

Si la próxima vez que me enamore resulta ser un hombre de verdad (un basurero, un agente secreto… en serio, lo que sea menos otro panoli empeñado en convencerme de que una carta es otra y otra carta es una), alguien de quien pueda estar segura que no me abandonará con la excusa de irse a vivir a Milán o algo parecido… entonces respiraré de alivio, me reiré, reconoceré mi paranoia mental ante mis amigas y ante mi psiquiatra, y, en resumen, me dejaré de tonterías. Pero si mi corazón vuelve a suspirar como un borrego la próxima vez que oiga a un hombre decir eso de: “¿quieres ver un truco de magia?”… bueno, entonces el resto del mundo tendrá que estar de acuerdo conmigo en que algo no va bien.

Y si eso pasa, en serio, me iré de viaje por toda Europa, buscaré al estúpido de mi ex y le obligaré a romper mi hechizo, o a decirme cómo se hace. Lo sé, la gente se reirá de mí cuando les diga que busco a un mago para que me quite una maldición. Ja, ja, ja. Pero yo sé lo que me digo. No os creeríais lo vengativos que son algunos tíos porque no te dejas seducir por sus trucos de ligoteo barato. Hay cada uno por ahí suelto…

Así que haré eso. Esperaré a ver qué pasa.

Claro que, para poder concederme este ultimátum, debería empezar a cogerles el teléfono a mis amigas y dejar que me presenten a sus “candidatos”. O contestar a sus e-mails, al menos.

(Pasotismo… ¡Lo que me faltaba!)

Madrid, a 19 de agosto de 2011

miércoles, 6 de marzo de 2013

Marcapáginas


Como espero que se intuyera en la entrada anterior, quiero intentar retomar una vez más la continuidad de este blog. Lo sé, sé que es una gran novedad y que nunca he dicho eso en el tiempo que llevo publicando entradas (quizás sólo una o 12.376.487 veces), pero aun así voy a intentarlo una vez más.

Esta nueva sección, Marcapáginas, es una de las herramientas que quiero utilizar para que este propósito funcione. Me he dado cuenta de que muchas veces se me ocurren cosas que quiero compartir en el blog pero que por la razón que sea no encajan en ningún tipo de Pincelada (pinchad aquí para saber cuál es la organización original del blog). De modo que esta sección, los Marcapáginas, consistirá en entradas sin orden fijo, que pueden simplemente aparecer según la conveniencia de la autora y que servirán para apartados diversos que no se puedan incluir en ninguna de las otras secciones. El propósito es no quedarme sin decir algo sólo por no saber qué etiqueta ponerle.

Por lo tanto, la organización de El Arte de Soñar queda así:

- Pincelada de ideas. Reflexiones, artículos y pensamientos sobre distintos temas.

- Pincelada de tinta. Relatos, fragmentos de historias, cuentos, etc.

- Pincelada de arte. Sección para hablar de libros y películas, normalmente por partida doble.

- *Marcapáginas. Entradas que irán intercaladas entre las Pinceladas y que tendrán un enfoque o tratarán un tema que quizá no encaje en el resto de apartados.

¡Muchas gracias por vuestra atención y lectura a través de estos caminos!

viernes, 1 de marzo de 2013

Pincelada de ideas - ¡Mira, una musaraña!


Recuerdo que cuando estaba en el colegio leí una página en mi libro de Lectura que dedicaba unos pocos párrafos a explicar qué era una musaraña. No me acuerdo de nada especialmente llamativo acerca de este animal, salvo que me resultó curioso por ser la primera vez que veía esa palabra, pero lo que sí me llama la atención ahora es que de un roedor tan poco conocido en general se haya sacado una expresión tan común como “mirar a las musarañas”: tres palabras con las que se describe el estado de personas absortas en la más pura nada, que miran “las musarañas” como quien podría mirar cómo se seca la pintura de la pared o cómo hierve la leche. Es un estado que también se conoce como estar “en Babia” o “empanado”, pero me gusta más como suena la de las musarañas, aunque la verdad es que tiene muy poco sentido si nos lo tomamos de forma literal. Por alguna razón, para mí esas otras expresiones se aplican a alguien que está abstraído y que no presta atención a lo que pasa a su alrededor porque se ha encerrado en sus pensamientos, pero no realmente de forma voluntaria: podría despertar de sus cavilaciones en cualquier momento, y empezaría a moverse enseguida. En cambio, cuando oigo eso de “mirar a las musarañas” siempre lo asocio con una decisión por la inactividad.

La decisión de estar distraído.

Algo curioso de estas musarañas, que tan poco tienen que ver con aquellos simpáticos roedores, es que no son las mismas para todo el mundo, sino que cada persona las ve de una forma diferente. Lo que está claro es que el reino de las musarañas es el día a día, y su mayor enemigo la concentración. A estas musarañas les encanta sentirse observadas y llamar tu atención haciéndote creer que son importantes cuando en el fondo, o incluso también en la superficie, no son más que luces movedizas. Aparecen de la nada y tu mirada las sigue: a veces tienen forma de televisión, o de Internet, o de canciones, o de filosofía contemplativa, o del vuelo de una mosca, y si consigues deshacerte de una es muy probable que aparezca otra que de nuevo logre engancharte para que te quedes mirándola. Y estas musarañas llegan a ser muy atractivas pero tienen la habilidad de atarte de manos y pies mientras tú las observas. Cuando quieres darte cuenta, llevas un buen rato en un estado de absoluta pasividad. Es como una especie de duermevela, con la diferencia de que la elección de despertar y levantarte es completamente tuya, si bien a menudo requiere dar un salto, romper las cuerdas y poner los pies en polvorosa intentando hacer ojos ciegos y oídos sordos a las musarañas.


Estas musarañas no son una plaga que se pueda erradicar, precisamente porque son diferentes para cada persona, pero para convivir con ellas hay que ser conscientes del peligro que entrañan, porque de otra forma se puede pasar de echarles una ojeada pensando “¡qué curioso!” al extremo de permanecer totalmente abstraídos mientras el mundo arde, corre, se destruye o se reconstruye a nuestro alrededor.

Antes he dicho que el mayor enemigo de las musarañas es la concentración, pero eso es como decir que la mejor forma de luchar contra un bosque en llamas es con un incendio apagado. Poco a poco empiezo a comprender que en realidad lo único que vence a las musarañas en esa batalla del día a día es la perseverancia.

Y confieso que esto es sin lugar a duda uno de esos casos de “haz lo que digo y no lo que me veas hacer”, como puede notar cualquiera que eche un vistazo a las fechas de las últimas entradas de este blog (y lo que es más importante, ésta no es la única área en la que las musarañas suponen un obstáculo para mí). Algunos dirán que no predicar con el ejemplo invalida toda reflexión o consejo que quiera darse sobre el tema, y por una parte tienen razón, pero alguien dijo una vez que no es un completo inútil quien al menos sirve de mal ejemplo: a esto me acojo. No pretendo ni mucho menos dar lecciones, pero las grandes historias y las experiencias reales de otras personas que quizá sin saberlo me sirven de inspiración han llegado a convencerme de algo que me ha parecido importante compartir: la suerte te puede salvar una vez o dos de ser un experto contemplador de musarañas, pero sólo la perseverancia te entrena para enfrentarte a ellas todos los días. La perseverancia es lo único que puede ayudarnos a dar ese salto, a quitarnos las ataduras de las manos y los pies, a huir mientras estamos a tiempo y, si es necesario, incluso a darle una patada a alguna musaraña* por el camino.

Solamente esfuérzate, y sé muy valiente (Josué 1:7).

* A las metafóricas, claro está. Que las verdaderas son una monada.