Buscar este blog

domingo, 13 de junio de 2010

Pincelada de arte - Dailan Kifki, de María Elena Walsh

¿Alguna vez os habéis preguntado qué haríais si os encontraseis un elefante abandonado en la puerta de vuestra casa?

Pensadlo un momento antes de contestar a esto. No os estoy planteando la cuestión de si os lo preguntáis a menudo ahora, si no que si lo habéis hecho alguna vez. Echad un vistazo al pasado, hacia atrás. A los años de vuestra infancia, cuando no hacía falta que las preguntas fueran muy profundas o filosóficas para poder sacar una aventura de ellas. Y es que, tal como yo lo veo, todas o casi todas las historias nacen de ese tipo de preguntas: qué pasaría si…

Y a veces, cuando una pregunta ilógica cae en una mente imaginativa, el juego se convierte en eso: en una historia.

Bien, Dailan Kifki, de la escritora argentina María Elena Walsh, nace de una pregunta tan absurda como la que os he planteado arriba. Un día la protagonista de la historia (de la que nunca sabemos su nombre) sale de su casa y se encuentra un elefante con una carta dirigida a ella, en la que el dueño del animal le ruega que lo cuide, ya que para él es imposible hacerlo. Al principio la joven está confusa y no sabe qué hacer, pero finalmente decide acogerlo. A causa de esta decisión acaba desatándose una serie de circunstancias que trastocan la vida de su familia, su barrio y, finalmente, el país entero (¡y más!). Y es que, si cuidar de un elefante ya se presenta como un reto difícil, cuando se trata de un elefante tan especial como Dailan Kifki la locura se multiplica por cien.

Creo que tenemos por costumbre salir de la niñez dándole la espalda a todo lo que dejamos atrás, y si bien esto es inevitable (e incluso necesario en muchos aspectos), deberíamos tener cuidado de no convertirnos en adultos cínicos y culturetas, llegando al punto de despreciar una obra literaria por el mero hecho de que su autor no estaba pensando en nosotros cuando la escribió. Aprendamos a aceptar que cada autor se dirige a los lectores que él quiere. Y a los que penséis en la literatura infantil como algo inferior, una fase que «ya hemos superado» y que no es para escritores serios… os desafío a intentar escribir algo para un niño. Quizás os llevéis una sorpresa al descubrir que no es tan fácil como parece.

En esta novela, María Elena Walsh lo logra con creces. Recupera a esa niña que ella misma lleva dentro, y de este modo consigue encandilar a los más pequeños con una historia llena de locura y absurdo. Su estilo es ágil y divertido, manejando un sentido del humor realmente entrañable que no se basa más que en la humanidad de los personajes. Un humor argentino, ya que no hay palabra que lo defina mejor, salvo quizás infantil. Una perfecta mezcla de lo ilógico y lo cotidiano: es imposible no sonreír ante ese cuadro de la protagonista, su familia y muchas autoridades importantes como el comisario, el jefe de bomberos, los embajadores de toda Latinoamérica, el Intendente, y otros tantos, celebrando una fiesta en una casa donde se sientan en el aire porque no hay muebles, comen bocadillos de aserrín, hojitas de helecho y malvón con naranjada o agua de grifo con acuarela (¡el que no se conforma es porque no quiere!), y haciendo tanto jaleo que llegan los vecinos en camisón y gorro de dormir para pedirles que se callen, pero al final deciden quedarse ellos también.

Todo el libro es así, a grandes rasgos. Y, por tonto que parezca, debo decir que le tengo un cariño muy especial a esta divertida obra de María Elena Walsh. No solo porque fue una de mis novelas favoritas cuando era pequeña (la nostalgia nunca nos abandona), no solo por ser un regalo de mis tías de Argentina… sino también porque fue el libro que me hizo decidir, cuando tenía diez años, que quería ser escritora.

Así pues, os dejo un breve fragmento de la semilla que inició este sueño que sigo manteniendo a día de hoy:


En eso el Abuelo dio un paso al frente y, pegando su nariz a la del enanito, le dijo:
—¡Usted es un mentiroso!
—¿Mentiroso yo? —rugió el enanito muerto de rabia.
—Sí, usted —insistió el Abuelo—. Yo me he pasado la vida estudiando geografía y jamás he visto ningún bosque ni país ni lago ni esquina ni cancha de fútbol que se llame Gulubú. ¡Mentiras!
El enanito empezó a dar manotazos para pegarle al Abuelo, pero no lo alcanzó.
—Ese bosque de Gulubú no existe —chilló el Abuelo—, muéstremelo, ¿a ver? Señálemelo con el puntero en el mapa de la República Argentina, ¿eh? ¿A ver?
—¡Qué puntero ni qué supisiche! —rugió el enanito—. El bosque de Gulubú no figura en los mapas, señor, eso es todo.
—Ah —contestó el Abuelo—, ¿y usted me va a hacer creer que un bosque que no figura en ningún mapa es un bosque en serio?
—Sí señor, y si quiere ya mismo lo llevo y se lo muestro.
Yo pensé: «Qué lindo, el enanito nos llevará en carroza a ver un bosque que no existe en los mapas».
Pero el cascarrabias del Abuelo parecía decidido a arruinarnos el pastel, porque pateando el suelo repetía:
—No señor, yo no voy a un bosquecito de morondanga que no figura en los mapas.
—¿De morondanga? —chilló el enanito—, ¿de morondanga ha dicho? ¡Si fuera de morondanga, señor, quedaría en Morón!
Cosa que era la pura verdad.

1 comentario:

  1. Se me pone la piel de gallina, pues me encontraba buscando en internet posibles fragmentos de este libro que me marcó para siempre desde mi infancia, y al cual le estoy eternamente agradecida por haber existido en mis manos. Lo guardo con mucho amor en mi casa (de la cual me encuentro lejos hace 3 años) y cayendo en la felíz nostalgia de los momentos en que leí sus páginas repetidas veces... encontré esto.
    Gracias!

    Irina.

    ResponderEliminar