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jueves, 2 de febrero de 2012

El jardín del príncipe

(Dedicado a todos y cada uno de los CTCs que conozco, con los que he compartido momentos inolvidables y en quienes pienso cada vez que vivo una experiencia de choque entre mis dos países =) ).


Érase una vez un príncipe que tenía en su palacio un jardín precioso, tanto que a veces recibía visitas de reyes, princesas y sabios que querían ver aquella maravilla. Si bien había hierba, plantas exóticas de todo tipo y árboles de todas las formas y tamaños con hojas que de vez en cuando besaban con dulzura la corriente de un pequeño arroyo que daba agua a todo el jardín, lo que más le gustaba al príncipe eran sus flores. Había cientos de ellas: delicados jazmines, lirios ondulados, girasoles que daban vueltas buscando los rayos del sol, pequeñas margaritas que lucían con gusto sus botones de oro… todo un festival de colores y perfumes que cortaba la respiración.


No sólo había flores en el jardín: aquellas pequeñas joyas naturales adornaban todo el palacio. Los salones, las terrazas, los marcos de todas las ventanas, y hasta las grandes chimeneas. Y también había unas cuantas que habitaban en la alcoba del príncipe, en un balcón de piedra que era lo primero que tocaban los rayos del sol al despertarse cada amanecer. Él las había puesto allí para tenerlas cerca; algunas las había plantado en unas macetas, otras pocas las había trasladado desde el jardín, pero su conjunto era tan vivo y armonioso que nadie podría haber dicho la diferencia Estas flores velaban el sueño del príncipe, le daban los buenos días todas las mañanas y le hacían reverencias con la ayuda del viento. Nunca eran más felices que cuando el príncipe se acercaba a ellas sonriendo, las saludaba con cariño y aspiraba la fragancia de cada una. Para él todas ellas eran especiales, y ninguna hoja seca o bicho pasaba desapercibido ante sus ojos.


Una tarde, cuando el príncipe llegó a su alcoba, se dio cuenta de que había algo diferente en el balcón. Era algo pequeño, no sabía decir qué, pero en cierto modo le turbaba. Cuando se acercó un poco más, mirando atentamente las flores, descubrió qué era lo que había cambiado. Su preciosa azucena, la única que tenía en el balcón, estaba inclinada en una actitud decaída, con sus pétalos blancos colgando como los brazos de una muñeca rota. Asustado, el príncipe preguntó:


-¡Azucena! ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?


-No, mi príncipe… Perdóname, pero no sabría explicártelo bien –suspiró la florecilla-. No estoy bien, pero en realidad no me pasa nada. Es sólo que me siento triste.


-¿Triste? ¿Qué te entristece, querida azucena? Cuéntamelo, por favor. ¿Te falta agua? ¿Viento? ¿Acaso no has podido ver al sol esta mañana?


-No, príncipe, no es nada de eso. ¡Es que…! –la azucena se giró un poco, mirando hacia el enorme jardín del palacio-. Hoy las otras flores han estado hablando del día que tú las plantaste en este balcón, de cómo sus raíces empezaron a formarse y a crecer juntas antes incluso de que sus tallos salieran de la tierra, y de cómo se reían cuando sólo eran semillas y hacían carreras para ver quién sería la primera en asomarse al exterior. ¡Tienen tantos recuerdos hermosos juntas! Pero yo… yo no fui sembrada aquí, ¿verdad, querido príncipe?


Él asintió, y dijo con suavidad:


-No, no lo fuiste. Tú naciste en el jardín, junto a las otras azucenas, y hacía muy poco que habías salido de la tierra cuando te traje al balcón.

-Oh, no quiero que pienses que soy desagradecida. Siempre he sido muy feliz en este balcón, viviendo con estas flores y disfrutando de los saludos del sol y de tu compañía. Pero ¡no sé…! Cuando veo a mis compañeras aquí y comprendo que mis raíces no están unidas a las suyas, siento que no pertenezco a este balcón. Hoy he pasado toda la tarde mirando el jardín, preguntándome qué hay en él, cómo viven las otras azucenas, y si es ahí donde se encuentra lo que me falta.


-Azucena –dijo el príncipe, conmovido por los sentimientos de la flor-, no creo que tus compañeras piensen que no perteneces a este balcón. Te quieren tanto como a cualquier otra, y yo también.


-Lo sé, príncipe. Y lo aprecio de verdad, pero… es sólo que no puedo dejar de sentir que hay una parte de mí que late ahí abajo, que mi historia y mi origen están ahí, con los árboles y el arroyo. ¡Si al menos pudiera pasar una semana… o siquiera un día en el lugar de donde vengo! Pensar que esto nunca ocurrirá me apena mucho.


El príncipe, que comprendía las palabras de su querida flor y sabía cómo se sentía, pensó mucho en aquella situación. Durante varios días meditó sobre ello. Daba largos paseos por el jardín, y cuando volvía a su alcoba y miraba a las flores veía que la azucena a veces estaba un poco más animada y se unía a las reverencias y risas de las demás, pero casi siempre cuando el sol se iba y sólo los rayos de la luna las alumbraban, su tallo volvía a encorvarse y sus pétalos a colgar lánguidos mientras se inclinaba en dirección al jardín.


Una mañana, el príncipe se acercó con una sonrisa y le dijo:


-He pensado mucho en lo que me dijiste, azucena. Y quiero concederte tu deseo. Será un poco difícil, pero haciéndolo con cuidado puedo transplantarte otra vez al lugar donde te recogí hace tiempo: cerca del sauce, donde crecen las otras azucenas. Así podrás conocer el lugar donde fuiste sembrada.


La flor aceptó la propuesta con entusiasmo, y unos días después el príncipe cumplió su promesa y la llevó al jardín.


Allí, ella se encontró con sus hermanas las azucenas, y durante toda una luna pasó algunos de los mejores momentos de su vida hasta entonces. Durante cada minuto disfrutó del cariño de aquellas flores iguales a ella, que estaban contentísimas de tenerla allí. La azucena pudo por fin compartir con alguien aquellos recuerdos de la vida bajo tierra, y sus hermanas le mostraron el sitio donde había crecido antes de que marchar al balcón. “Un topo quiso agujerearlo hace tiempo, pero lo echamos” le dijo la mayor, entre las risas de todas. Disfrutaron juntas de algunos días de lluvia, de presumir de sus perlas de rocío por las mañanas y de charlar con el viejo sauce, que le dijo a la azucena que aún se acordaba del día en que asomó la cabecita de la tierra, cuando sólo era un pequeño tallo.


Todos los días el príncipe pasaba por allí para saludarlas, y la azucena le dirigía una mirada de agradecimiento. Se sentía enormemente feliz por haber encontrado algo con lo que llenar aquel hueco que tenía dentro, aquella nostalgia por algo que antes ni siquiera sabía lo que era. Durante un tiempo, pensó que por fin había encontrado el lugar donde estaba completa.


Sin embargo, pasadas algunas semanas notó que aquella sensación era algo engañosa. A veces, cuando todas sus hermanas dormían y la azucena observaba atentamente las estrellas, se acordaba de sus compañeras del balcón. Se preguntaba si la verían desde allí arriba, y sentía cierta punzada en su interior al darse cuenta de que, desde aquel lugar al lado del arroyo, ella nunca podría verlas a ellas. Se preguntaba si el príncipe estaba bien, incluso aunque lo hubiera visto esa misma tarde: el no velar su sueño todas las noches le producía cierta inquietud. Echaba de menos la caricia de los primeros rayos del sol; allí no lo veía hasta que ya estaba bien alto, y era incapaz de explicarles a sus hermanas cómo era su aspecto al amanecer, cuando se levantaba en el horizonte entre doseles rosas y anaranjados, bostezando con aquellas ligeras pinceladas de luz. Y de algún modo, también añoraba el balcón. La azucena empezó a sentir que, pese a lo que había creído, sus raíces tampoco se arraigaban del todo en la tierra de aquel jardín donde había nacido. Incluso comprendió que sus hermanas, pese a compartir con ella el lugar donde habían sido sembradas y el agua que las había alimentado durante un tiempo, también eran diferentes a ella. Un día le contó aquella impresión al sauce y éste le explicó que cada una de ellas vivía en el mundo de distinta forma: todas tenían los mismos pétalos, los mismos colores y los mismos recuerdos del pasado, pero él sabía que ella no podría acostumbrarse a vivir sin ser perfume y color en los aposentos del príncipe. Las otras azucenas tenían el propósito de florecer en el jardín: para ello el príncipe las había escogido, y para ello vivían.


Al cabo de varias semanas, el príncipe le preguntó a la azucena si deseaba volver al balcón, asegurándole que todas las demás flores la echaban de menos. Ella asintió, y se despidió del arroyo, del sauce y de sus hermanas. Pero no se había preparado para lo difícil que fue aquel adiós. Todas las azucenas le preguntaban tristes cuándo volverían a verla, y aunque ella trataba de sonreír, notaba un nudo en su interior que le hacía más daño del que quería reconocer. “No sé…” contestaba, quedándose cada vez más sin palabras. Al final cuando partió agitó los pétalos en un último adiós silencioso. El viento, que transportaba los besos y el cariño de sus hermanas, y la nostalgia de su hogar de origen, la siguió desde que dejó el jardín hasta que llegó de vuelta al balcón. Allí pudo dar una tregua a la melancolía cuando sus compañeras la recibieron con una ovación de bienvenida, haciendo brillar sus miles de colores más que nunca. Tras terminar de transplantarla el príncipe acarició con ternura sus pétalos, y la flor se sintió tan amada que no pudo sino conmoverse.


Con cada día que pasaba, entre historias sobre el jardín, preguntas y saludos del sol (que le dijo que se alegraba de volver a verla en los madrugones), los días fueron pasando despacio, y la azucena empezó a reacostumbrarse a la vida en el balcón. La alegría del reencuentro con sus amigos, y de volver a hacer aquello a lo que estaba habituada, aflojó un poco el nudo que se le había quedado dentro, pero no lo deshizo del todo. La nostalgia del jardín nunca se fue. Había días en que la azucena disfrutaba al límite de su vida en el palacio, y pensaba que aquel era el sitio donde se suponía que tenía que estar. Otras veces, en cambio, su mirada se volvía hacia el arroyo, que se veía claramente desde allí, y pensaba que tal vez había cometido un error al marcharse. ¿Cuándo podría volver a vivir un tiempo así? ¿Cómo podía confiar en el futuro cuando las mejores experiencias habían sido las irrepetibles? Pero sobre todo, más que la melancolía y la ausencia de sus hermanas, el sauce y el arroyo, lo que más sentía la azucena era el pensamiento de que nunca se sentiría realmente entera en ninguno de los dos lugares. “Cuando estoy allí me siento de aquí, y cuando estoy aquí me siento de allí. ¿Por qué estoy dividida?” se preguntaba en sus momentos de más frustración.


Un día de verano en que se sentía bastante animada, aprovechó para volver a mirar al jardín, preguntándose qué estarían haciendo sus hermanas en ese momento. Probablemente, chinchar al pobre sauce mientras él se lavaba las hojas en el agua, como hacían tantas tardes. Este recuerdo la llevó a sonreír.


En ese momento algo la apartó de sus pensamientos. Al girarse, vio cerca de ella a una rosa que, por alguna razón, también estaba inclinada hacia el borde del balcón, como si mirara en la misma dirección que ella. Se dio cuenta entonces de que no la conocía; seguramente se trataba de una de las flores que habían sido sembradas durante el tiempo que ella estuvo fuera. La rosa la saludó sin decir nada, en una actitud tímida, y siguió observando. Había algo de mustio en su actitud, algo que a la azucena le causó una sensación de curiosidad y familiaridad. Sonrió y quiso mostrarse amable.


-Hola, rosa –dijo-. Estás aquí desde hace poco, ¿verdad?


-Sí, así es –dijo ella-. ¿Y tú? No me suena haberte visto…


-No, es que estuve un tiempo de… Bueno, es una historia larga y melodramática. Ya te contaré –rió-. Soy la azucena. ¿Qué tal estás? Te noto un poco triste. ¿Qué, te ha decepcionado el mundo fuera de la tierra?


-Oh, no –dijo la rosa, agitando sus pétalos de carmín para acariciar una suave brisa que acababa de llegar-. Yo ya conocía el mundo de fuera –la azucena se mostró sorprendida, y ella explicó-: No soy una de las otras flores que vinieron aquí como semillas y así fueron sembradas en estas macetas, ¿sabes? Vengo del jardín, de ahí abajo. Ya llevaba algún tiempo observando el mundo exterior cuando me trajeron aquí.


-¿Qué? –exclamó la azucena, atónita. La rosa asintió despacio, y su mirada volvió a perderse en lo más profundo del jardín cuando volvió a hablar:


-Dices que parezco triste, y tal vez lo esté, pero no puedo explicar lo que me pasa, azucena. Creía que estaba preparada para venir aquí, la verdad, yo nunca imaginé pasar toda mi vida en el rosal, pero ahora que estoy aquí… No sé, este balcón es precioso, pero ¡es tan diferente de lo que tenía antes! Suena estúpido, lo sé, pero siento como si… -la rosa suspiró y se interrumpió, diciendo con cierto apuro-. No puedo explicártelo. Diga lo que diga, no vas a entenderlo; ni siquiera yo misma sabría decir de qué se trata.


-Sí lo entiendo –respondió la azucena, sin poder contener la emoción en su voz-. Lo entiendo perfectamente. ¿Quieres escuchar una historia?


Y a medida que conversaban, y narraban esas experiencias que por fin encontraban su espejo mutuo, y sus corazones se abrían más y más la una a la otra, la azucena y la rosa alargaron sus raíces hasta que finalmente, en algún lugar bajo la tierra de aquella maceta, ambas se entrelazaron con fuerza.

La amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: “¿Cómo? ¿Tú también? ¡Creía que yo era el único!” (C.S. Lewis)