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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Pincelada de arte – Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento

Como probablemente muchos ya sabréis a estas alturas, me encanta ver y reseñar películas de animación. También de acción real, por supuesto, pero para mí la animación tiene un encanto especial porque se observa y se analiza en términos diferentes y, por supuesto, tiene su propio lenguaje. Y esta película es un buen ejemplo de ello.

Si habéis leído mi reseña de Trapito, también sabréis que soy una admiradora del artista argentino Manuel García Ferré (argentino de adopción, ya que de hecho nació y se crió en España). Este director y dibujante se dirige al público infantil con historias entretenidas y personajes entrañables, inspirados siempre en su propia visión de la humanidad. Para mí sus mejores obras pertenecen a su primera etapa, y eso incluye la película de la que hablo hoy: Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento, su primer largometraje.

Como todas sus historias, ésta rebosa sencillez: se podría definir como una especie de cuento contemporáneo. Anteojito es un niño que vive con su tío Antifaz, quien trabaja sin descanso en su invento de una fórmula para volver a las personas invisibles. A pesar de sus numerosos fracasos, su sobrino no pierde la fe en él y busca por su parte maneras de ayudarle a salir adelante económicamente y a cubrir los gastos de sus experimentos científicos. Debido a las manipulaciones de su malvada vecina, la bruja Cachavacha, Anteojito recibe el ofrecimiento de convertirse en un famoso cantante, lo cual tiene efectos determinantes sobre él y sobre su relación con los que le rodean.

Se trata de un relato simple, sin muchos giros argumentales ni complicaciones, pero contado con buen ritmo, sentido del humor y originalidad. A día de hoy se nota en él la ingenuidad propia de gran parte del cine clásico, y para mi gusto peca de poca sutilidad en los mensajes y en el desarrollo de algunos momentos de la historia, pero tiene muchos detalles que vale la pena observar con cuidado, así como geniales matices que reflejan la realidad vivida por su creador y el mundo que lo rodeaba: la letra de algunas canciones, como “Por un queso” o “Canción del buzoncito triste”, el cuento del hierro ambicioso, la impactante escena en que el protagonista contempla a sus representantes pelearse por el dinero y los ve como si fueran ratas… espejos de la vida misma.

Lo que hace especiales a estos personajes es que cada uno tiene su propia alma. Anteojito comienza como un niño casi de la calle que es feliz a pesar de su pobreza, pues al no conocer el dinero sigue conservando la inocencia; sin embargo, a lo largo de la historia se corrompe por el poder y las riquezas (¿veis relación con alguna pincelada reciente?) y se deja llevar por su ambición. Es un personaje muy humano, no sólo por esta transformación, sino por su carácter, ya que incluso antes de que ésta se produzca se muestran en Anteojito varios contrastes; a pesar de su dulzura y candor infantiles no tiene problema en pelearse con la gente que lo trata mal en la calle o en enfrentarse a adultos que le engañan. Por su parte, Antifaz es una especie de Don Quijote que se ha convencido a sí mismo de que es inventor por tomarse demasiado en serio los libros que lee. Es un personaje alegre, entusiasta y también muy cariñoso con su sobrino, pero está tan centrado en su obsesión particular que apenas se da cuenta de las necesidades de éste. Sin embargo, su evolución en la historia va unida a la de Anteojito: cuando éste se aleja de él, Antifaz pierde poco a poco la alegría e incluso el interés en sus inventos. Como podéis ver no son personajes complejos, pero sí muy bien desarrollados.

Alrededor de los protagonistas gira un reparto de secundarios no muy reseñables pero así y todo simpáticos y con encanto, y algunos con ideas interesantes e ingeniosas como la melancolía de Buzoncito o que el Maestro Meethoven, como él mismo señala, lleve corchos en las orejas para guardar en su interior sólo la buena música. También es curiosa la intervención de la bruja Cachavacha, un personaje que ya se había hecho famoso en la serie de García Ferré Las aventuras de Hijitus.

Pero principalmente se podría decir que el espíritu de Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento reside en la nostalgia. Y no me refiero a esa sensación de morriña que produce ver una peli que conocías cuando eras pequeño y le guardas cariño por ello, porque esto lo dice alguien que no vio esta película hasta hace bien poquito. Al contrario, este largometraje es nostálgico desde el momento en que se creó. No hay más que ver las primeras escenas y escuchar la canción “Tío, tío, tío” para darse cuenta de que lo que su director buscaba era crear una historia que resultase divertida y emocionante para los niños y, al mismo tiempo, mirar de reojo al adulto que los acompaña y preguntarle: “¿te acuerdas de cuando eras tan pequeño como ellos?”. Existe ese doble punto de vista, y por eso el hecho de que la película esté protagonizada por un adulto y por un niño es algo muy significativo.

Nos encontramos ante un largometraje de animación que, aunque en su momento tuvo bastante éxito y aún hoy guarda su pequeño público de fieles, quizá merece un poco más de atención en la actualidad. Pienso que, para lo que es, ha pasado demasiado desapercibido. Y confío en que esta pincelada contribuya en lo que pueda a sacarlo un poco del olvido y a redescubrirlo como lo que es: una obra de arte animada con todo el encanto de antaño, creada con cariño y buen hacer y, en cierto sentido, llena de poesía sobre la infancia.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Pincelada de páginas – Despedida de la sección, agradecimientos varios y noticias sobre “Las libélulas son bellas”

Nota: Me he dado cuenta de que para que entendáis bien el propósito de esta entrada debería recordaros antes cuál es la organización oficial del blog. Disculpadme xD.

Bueno, como veis he optado por un título muy descriptivo para así tener menos que decir en la introducción. Sé que ahora mismo estaréis pensando “qué vaga es” (y cómo culparos xD), pero secretamente también estáis pensando que es un alivio verme ir al grano por una vez, seguro.

Vamos entonces al punto uno de esta pincelada: DESPEDIDA. Así es; con esta entrada quiero dar cierre a esta sección llamada Pincelada de Páginas, que tantas reflexiones, rayadas y desvaríos varios ha ofrecido. Ha sido divertido e incluso edificante a ratos, pero como ya he dicho en más de una ocasión, quería emplear este espacio para hablar de cómo me iba en el proceso de escribir una novela que, admitámoslo, terminé hace casi año y medio. Con lo cual esta sección ya no tiene mucho sentido y llevo ya bastante tiempo rellenándola y convirtiéndola en un espacio sin rumbo fijo. Quizá más adelante le encuentre de nuevo una función clara (algún otro proyecto a largo plazo, quién sabe), pero de momento decimos: ¡adiós, Pincelada de páginas!

En cuanto al segundo punto, me he aprovechado un poco de esta entrada, lo admito, pero me he dado cuenta de que desde que El arte de soñar empezó no me he tomado ni un momento para expresar mi AGRADECIMIENTO a todos los que me habéis visitado por aquí. Y merezco la guillotina por ello. Así que aprovecho esta pincelada para dar mil gracias:

- A los pocos pero importantísimos lectores que habéis leído este blog desde sus inicios, convirtiéndoos en una de las principales razones por las que “El arte de soñar” no se ha quedado en una o dos entradas sueltas.

- A los que habéis descubierto el blog más adelante pero habéis estado leyendo las pinceladas desde entonces (que dada mi poca continuidad, es algo muy valioso).

- A todos los que alguna vez, e incluso varias, os habéis animado a dejar algún comentario; os aseguro que me hace mucha, mucha ilusión. También a los que no habéis podido comentar en el blog (sé por experiencia que esto de Blogger es difícil de manejar a veces) pero me habéis transmitido vuestras impresiones por otros medios, como Facebook, Tuenti, o incluso en persona.

- A los que, aunque no hayáis comentado, os habéis interesado por el blog lo bastante como para pasaros de vez en cuando y leer alguna entrada.

- A todos los que me habéis hecho el honor de suscribiros.

- A los que a lo mejor sólo habéis visitado el blog una o dos veces pero habéis leído algo de lo que escribo.

¡GRACIAS A TODOS! ^^

Por último, y como digo en el título, quiero cerrar esta pincelada con un pequeño comentario sobre Las libélulas son bellas, que, como muchos sabéis, es una novela juvenil escrita por mí y publicada por Ediciones Noufront. Esta editorial está realizando una enorme labor de distribución para que las obras de sus escritores estén disponibles en toda España en 24 horas, y éste que os doy ahora es el link de su tienda online. Por ello, si alguno está interesado en comprar Las libélulas son bellas (en formato impreso o digital), éste es el enlace al que podéis dirigiros:

http://www.noufrontstore.com/


Y con esto doy fin a mi, al menos por ahora, última pincelada de páginas. Os agradezco vuestras lecturas, y espero que sigáis pasándoos por las otras secciones.

¡Saludos! =)

jueves, 10 de noviembre de 2011

Pincelada de tinta - Piñón




Os presento un cuento que escribí hace casi dos meses y que todavía no he releído, así que tenéis la suerte o la desgracia de que lo publique antes de llevarme las manos a la cabeza xD. Pero bueno, es lo que me salió de pensar un poco en la infancia y en las despedidas.
¡Saludos! :)






Piñón era de felpa gris, y estaba tan lleno de costuras que parecía una especie de monstruo del doctor Frankenstein en versión oso de peluche. Alguna vez había tenido dos ojos de cristal, pero ahora sólo uno de ellos permanecía intacto; el otro lo había perdido hacía tiempo, y el vacío que había dejado estaba cubierto con un parche porque, según la madre de su dueña, no había nada que un poco de hilo y aguja no pudieran solucionar. Tenía una bufanda de cuadros deshilachada alrededor del cuello, su única indumentaria habitual, aunque a lo largo de los años Piñón se había visto disfrazado de soldado, de vaquero, de pirata e incluso de damisela en apuros. Tenía la cabeza desproporcionadamente grande, y a menudo se le ladeaba sobre el hombro izquierdo.

La mejor amiga de Piñón se llamaba Daniela. El día que se conocieron ella tenía seis años y un mal genio que habría asustado al más valiente de los osos, y se enfadó mucho cuando lo vio por primera vez. De hecho, aquel día Piñón vio el techo mucho más cerca que nunca hasta entonces y acto seguido cayó al suelo del salón, mientras su nueva dueña montaba un numerito y se quejaba, pataleando rabiosa, de que ella había pedido el castillo con luces que se encendían, el que le había enseñado a papá en la tienda, y no un oso de peluche mugroso. Su tía Silvia, que era quien había envuelto cuidadosamente a Piñón en papel de regalo y lo había llevado hasta allí, miraba turbada a su sobrina y pedía disculpas a los padres de ésta por no haber acertado con el regalo. Pero la madre de Daniela decidió ese mismo día (Navidad de 1996) que los caprichos de su hija habían llegado al límite, y que aquello no se podía consentir, y que durante dos semanas le quitaría todos los juguetes excepto el oso, a ver si así aprendía a ser agradecida. La casa volvió a llenarse de gritos y lloriqueos, y Daniela persiguió a su inflexible madre por todo el pasillo chillando que no era justo, y su padre sonreía incómodo e intentaba tranquilizar a la tía Silvia, y Piñón seguía tirado en el suelo al lado de un gran montón de papel de regalo.

Volviendo la vista atrás, podía decirse que la primera impresión que se llevaron el uno del otro no fue precisamente la mejor.


Desde entonces habían pasado doce años.



Las cosas se estaban poniendo complicadas en el patio de la Prisión de los Titanes. Cada vez bajaban más guardias, y Daniela sabía que en cuanto uno de esos monstruitos de tres metros de alto diese con ella estaba más frita que un huevo en aceite de oliva. Su archienemigo, el Capitán Nano, ni siquiera se molestaría en hacerla prisionera: iría derechita a la caverna occidental y se convertiría en la diana de todos sus proyectiles malvados. Si al menos supiera qué había sido de su amigo…


-¡Daniela! –chistó una voz por encima de su cabeza. Sobresaltada miró hacia arriba y suspiró de alivio.

-¡Piñón! ¡Por fin! –susurró. El oso sonrió desde detrás de los barrotes de aquella ventana-. ¿Cómo te has colado ahí dentro?

-No hay tiempo para explicaciones, es una historia larga y enredada con muchos calcetines y llaves de judo por medio. He noqueado al centinela y estoy terminando de liberar a los prisioneros, pero Rabbit de Goma no está aquí. El Capitán Nano debe habérselo llevado para que le diga dónde está el escondite secreto.


-Pero no hablará, ¿verdad?


Piñón torció la nariz.


-Rabbit es un cabeza de chorlito, y los dos lo sabemos. Tiene toda la buena intención del mundo y no nos traicionaría, pero estoy seguro de que acabará metiendo la pata.


Daniela gruñó y se mordió el labio, porque sabía que el oso tenía razón.


-No tenemos tiempo para esto. Burlaré a los guardias como pueda y nos encontramos en el puente levadizo según lo planeado. ¡Sayonara!



El teléfono sonó. El teléfono siempre sonaba en los momentos inoportunos, como cuando Daniela se estaba lavando los dientes o viendo una película que no volverían a echar en la tele durante los próximos diez años. Esta vez la interrumpía mientras contaba los discos que tenía en la estantería del salón para saber en cuántas cajas tenía que dividirlos para empaquetarlos, y gracias a aquella llamada había perdido la cuenta cuando iba por veintitantos. La pregunta era, ¿de dónde había sacado tantos discos? Con un resoplido se acercó al aparato y descolgó.


-¿Diga?


-Hola, guapa. ¿Qué tal vas con el equipaje?


-De miedo –dijo Daniela, echando un vistazo al suelo del salón. “De miedo” era una expresión que no le hacía justicia a la situación en que se encontraba, en realidad estaba a punto de morir ahogada en una montaña de trastos con los que no tenía ni la menor idea de qué hacer, pero tampoco hacía falta aburrir con detalles a la tía Silvia-. ¡Hola, tía! ¿Qué tal?


-Bien, bien. Con cosas que hacer, como siempre. ¿Está tu padre?


-Sí, ahora te lo paso –Daniela cogió el inalámbrico y lo llevó a la cocina, donde su padre estaba guardando los platos del lavavajillas-. Papá, es la tía.


-Ah, vale –él dejó de forcejear con una cacerola demasiado grande para el armario donde intentaba meterla y cogió el aparato-. Daniela, no te has olvidado de guardar tus discos, ¿no?


-En eso estaba pensando –dijo ella, haciendo rodar los ojos. Cuando iba a salir de la cocina, su padre le llamó la atención una vez más.

-Por cierto, recuerda que Tito se va a su campamento antes de comer, así que si tienes algo que darle, que no se te olvide.


Daniela dudó un momento y al final asintió despacio.

-Sí, se lo bajaré en un momento –dijo-. Primero tengo que decirle adiós a un amigo.



Daniela salió del agua y respiró; la Atlántida no estaba realmente tan lejos de la superficie como se decía, pero aun así aquél había sido su récord de tiempo bajo el agua. A lo lejos, Piñón le lanzó una cuerda; la niña se la enrolló alrededor de la cintura y, con los tirones de su amigo y su cada vez mejor estilo de patalear, muy pronto estuvo en la colchoneta hinchable.


-Por lo que veo, podemos dar por perdidas esas gafas de bucear nuevas –gruñó el oso, ayudándola a subir-. ¿Cuándo vas a aprender a cuidar las cosas, Daniela?, no podemos conseguir un equipo de actividades acuáticas cada vez que el rey Neptuno necesita que le salven…


-Oh, perdona –dijo ella, escurriéndose el pelo-. La próxima vez puedes ir tú nadando hasta ahí abajo, luchar contra los cangrejos gigantes de Nano y volver aquí con el equipo intacto, y yo me quedaré en la superficie controlando una radio que nunca funciona y disfrutando del sol.


-Bueno, qué quieres que haga, estoy hecho de un material no sumergible –Piñón se encogió de hombros y le alcanzó una toalla-. ¿Qué dices, socia? ¿Nos vamos a la orilla a seguir con el picnic? Tus padres nos están esperando desde hace rato.


-Vale… pero no les digas lo de las gafas –pidió Daniela. Su amigo se cruzó de brazos, y ella no pudo aguantar mucho más la mirada severa de aquellos ojos de cristal-. ¡Oh, venga ya, Piñón! Bueno, está bien. Pero se lo diré yo misma. ¡Tú, chitón!



Octubre del 2008.


Ahora Piñón estaba sentado en una caja de cartón que se encontraba encima de la cama de Daniela, junto a un par de videojuegos y un álbum de fotos. Todas sus costuras habían sido quitadas y repuestas la noche anterior, dándole un aspecto que no había tenido en mucho tiempo: ni él mismo se reconocía. Lo habían lavado con cuidado y le habían arreglado la bufanda, que antes estaba a punto de partirse por la mitad. Si no fuera por el parche en el ojo, podría pasar por nuevo.


El oso esperaba quieto y en silencio, como siempre. Con su tranquilidad habitual, y con la misma expresión que había tenido el día que Daniela con seis años lo había lanzado hacia el techo, el día que ambos habían dormido en la tienda de campaña en el jardín cuando ella tenía nueve años y el día que, recién cumplidos los doce, lo mandó a la estantería del dormitorio, donde había permanecido durante varios años. Desde allí había visto entrar y salir a su amiga una y otra vez, creciendo poco a poco, cambiando mucho en unas cosas y, sin embargo, muy poco en otras. Había visto cambiar de color su pelo en cuatro ocasiones, había visto a sus amigos, había visto cambiar el mobiliario de la habitación, había visto marcos por los que habían pasado unas diez fotos distintas, la había visto pintar cuadros con entusiasmo y la había visto destrozar sus propios cuadros en algún que otro arrebato de ira.


Una noche, cuando el calendario marcaba a un ritmo algo lento los días del invierno del año 2006, Daniela había entrado en la habitación muy tarde, casi de madrugada. Se había sentado delante del espejo, se había quitado el maquillaje y se había puesto el pijama como siempre, aunque tal vez con más desidia. Pero antes de acostarse había ido hasta la estantería y, sin necesidad de usar un taburete como había hecho cuando lo dejó allí, había cogido a Piñón. Los dos amigos se miraron durante unos segundos y Daniela, que tenía los ojos llorosos, había abrazado al oso contra su pecho y se lo había llevado a la cama, donde se durmió profundamente en pocos segundos.


Y así habían transcurrido todas las noches de los últimos dos años.


Hasta aquel momento.



Cuando Daniela salió a la terraza y vio a Piñón, que estaba sentado en la silla de mimbre, se le puso un nudo en la garganta. Su amigo intentaba sonreír a pesar del dolor, y levantó una pata para saludarla. Ella fue a su lado y tocó muy despacio el parche.


-¡Ten cuidado!, todavía me duele un poco –dijo él. La niña apretó los dientes y se sentó en el suelo, al lado de la silla.


-Oh, Piñón, Piñón…


-Me vas a borrar el nombre, socia –bromeó el oso-. No te preocupes, no es nada del otro mundo. A muchos les pasa: los ojos de cristal no suelen durar para siempre. Y el parche me hace parecer muy duro, ¿no crees?

Daniela trató de reír, pero le temblaba el labio, y su amigo se dio cuenta. Incapaz de contenerse, exclamó:


-¡Fue sin querer! ¡Fue sin querer, Piñón! ¡Por favor, perdóname! –rogó, ocultando el rostro entre las rodillas para no mirarle directamente. Había sido su culpa: no tenía que haber metido a su amigo en una de sus terribles peleas con el Capitán Nano. Éste era un especialista en destrozar todo lo que tocaba. Ella no había querido soltar a Piñón en la contienda, pero lo había hecho, y luego… La visión del ojo de cristal cayéndose de la cara del oso mientras Nano lo sacudía había sido lo peor.


Pero cuando volvió a mirar a Piñón, éste sonreía. Se inclinó un poco y dijo:


-Daniela, eres la persona más valiente que conozco, aunque seas un poco cabezota. Las peleas con el Capitán Nano no van a ser siempre así, te lo aseguro. Conseguirás guardar la calma. La próxima vez él no tendrá más remedio que rendirse al ver que no respondes a sus provocaciones.


-Pero…


-Y eso es sólo el principio. Vendrán más misiones, y más aventuras, y algún día nos separaremos y cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse a sus propios enemigos y librar sus propias batallas. Y entonces te darás cuenta de que un ojo de cristal es un precio muy pequeño por ayudar a un amigo –sonrió-. No lo olvides, ¿de acuerdo, socia?



¡Once escalones! Daniela se sorprendió: nunca los había contado hasta ese momento, pero siempre había dado por hecho que eran más. Al llegar arriba cruzó el pasillo y abrió la puerta de su habitación, que estaba más vacía que nunca porque la mayoría de sus cosas estaban ya empaquetadas y listas para llevar a la casa de sus amigos en Toronto, donde pasaría los próximos cuatro años estudiando. Su mirada se perdió durante un rato en el azul tan liso de las paredes: sin fotos, sin espejos, sin estanterías, sin chinchetas… Mantenía los ojos fijos en un punto indefinido porque una extraña sensación interior le impedía acercarse a la caja que había dejado encima de la cama. “Preparados, listos, ya” se repetía una y otra vez, como hacía siempre que algo le resultaba demasiado difícil.


En aquel instante no se sentía nada valiente.


Se sentó en el borde de la cama muy despacio, miró dentro de la caja y acarició las orejas de Piñón. El contacto con la suave felpa la hizo sonreír, y recordó aquella mítica frase de su madre el día que la tía Silvia le había regalado el oso. “Te vendrá bien: él es suave y tú eres una cabeza dura, a ver si así te endulzas un poco”. Incluso el tono de enfado de su madre cuando lo había dicho había sido motivo de imitaciones y carcajadas más de mil veces durante años posteriores.

“Soy una sensiblera” pensó.


¡Qué tonta! Aquello ya estaba decidido, hablado y preparado. Su amigo tenía una misión nueva, y ella también. Ni siquiera había sido un debate: en el momento en que sus padres le habían preguntado qué iba a hacer con sus cosas cuando se fuera a Toronto Daniela se había dado cuenta del camino que iba a tomar Piñón. Su único ojo nunca había sido tan elocuente como cuando la miró desde la cabecera de la cama al entrar ella en la habitación, reflexionando sobre aquella pregunta. Se marchaba. Lo menos que podía hacer era no montar un numerito con la despedida.

Sonrió. Siempre se le había dado demasiado bien montar numeritos; él lo sabía perfectamente. Pero esta vez era necesario seguir adelante. Ambos emprendían aventuras por caminos distintos.


-Eh, socio –dijo, aún acariciando la oreja de Piñón-. Nuestro viejo amigo se va dentro de un rato también, y si no te vas con él enseguida me pondré ñoña y todo, cosa que no queremos ninguno, ¿verdad? Así que vengo a… bueno, a decirte adiós.


Lo sacó de la caja, lo puso sentado sobre sus rodillas y no pudo evitar reír un poco al ver el movimiento que siempre hacía su cabezón al inclinarse hacia un lado. ¡Vaya un amigo! Ni siquiera en los momentos solemnes podía dejar de hacer tonterías.


Lo miró en silencio unos segundos y al final dijo:


-Socio, antes de que nos separemos sólo quiero decirte que… en fin… -esbozó una de sus sonrisas inquietas que en ella solían anticipar un “lo siento”-, lo que dije de ti el día que la tía te trajo a casa no era verdad. No pensé que fueras un oso mugroso. Sé que ya lo sabías sin necesidad de decirlo, pero siempre he pensado que quedé debiéndote una disculpa.


Mientras hablaba le colocó bien la bufanda por quincuagésima vez aquella mañana, sólo para hacer algo con las manos. Sería la última vez que lo hiciese. Esta vez sí.


-Estoy segura de que vas a hacer un gran trabajo con mi hermano. Vas a ser su héroe, y le vas a llevar a hacer aventuras y misiones secretas, y le enseñarás a hacer llaves de judo, y a contar hasta diez antes de tener un berrinche. Sólo hazme un favor, ¿quieres?, intenta no meterlo en tantos líos. Y no te dejes intimidar por sus tonterías de adolescente tontaina. Y… y ten cuidado con las costuras nuevas, que a veces eres un bruto.


Oh, no. Le estaba temblando el labio inferior otra vez, y como empezase no iba a poder parar. Se lo mordió y, sin decir nada más, abrazó al oso de peluche y por primera vez en mucho tiempo se dio cuenta de lo pequeño que era, de lo mucho que ella había crecido. Y del consuelo que le proporcionaba el contacto con aquel cuerpecito de felpa al que ahora decía adiós. Respiró profundamente y murmuró:


-Sayonara.


En ese instante la puerta de la habitación se abrió de golpe y, antes de que le diera tiempo a girarse para ver quién era, un fino chorro de agua se estrelló en su mejilla. Su hermano Tito entró riéndose a carcajadas.


-¡Diana! ¡Una vez más! –exclamó, agitando con entusiasmo su pistola de agua-. Siempre con la guardia bajada, Dani, ¿cuándo vas a aprender? ¡Adivina qué! Al final resulta que sí se hace guerra de agua al final del campamento, así que he ido a comprar artillería. Tengo esta monada y un par de toneladas de globos.


Daniela se secó la mejilla y miró a su hermano sin poder evitar sonreír. En cualquier otra situación al menos se habría quejado, a pesar de que ya estaba acostumbrada a sus ataques sorpresa; sin embargo, las despedidas la volvían demasiado nostálgica como para mosquearse. Y demasiado tonta, eso también.


-Conque esas tenemos, Nano.


Tito sonrió con cierta burla y respondió:


-Hacía años que no me llamabas así. ¿A qué viene ahora? De Nano nada, que ya tengo doce años, y a mucha honra.

-Oh, disculpe, Mister Maduro –Daniela le dio unas palmaditas en la cabeza con retintín-, ¿lo dice el pelmazo que con sus doce añazos sigue jugando con pistolas de agua? Déjate de teatro, anda.


-Siempre hay que estar preparado para la batalla –replicó su hermano con tono melodramático. Al bajar la mirada se fijó en el oso que reposaba en el regazo de Daniela. Curioso, dejó la pistola en el suelo y se acercó.

-¿Te vas a llevar a Piñón a Toronto? –preguntó.


Daniela negó con la cabeza. Acarició distraída las orejas del oso y entonces, con una sonrisa, se dirigió a éste y dijo:


-Eh, Piñón, mira quién está aquí. ¿Te acuerdas? ¡El Capitán Nano, nuestro viejo archienemigo!


-Ja, ja, muy graciosa.


-Hombre, faltaría más. ¿Quién la quitó al pobre su otro ojo?


-Ah, venga ya. Mola más así, y lo sabes –se burló Tito, agarrando el oso de peluche y mirándolo más de cerca. Había algo de entrañable en la expresión de su rostro y en la forma en que lo sujetaba, y al fijarse en ello Daniela se dio cuenta de que la decisión que había tomado era más que correcta. Así que decidió decirlo en ese momento:


-Piñón se va a quedar contigo, Tito.


Su hermano la miró alzando una ceja, lo cual era una reacción totalmente lógica. Daniela se esperaba algo así.


-¿Perdona?


-Pues eso, te lo quería decir antes de que te fueras al campamento porque después ya no nos vemos. También te he dejado aquí un par de videojuegos, esos que te encantan y siempre me estás quitando, y un álbum de fotos para que no te olvides del careto de tu hermanita –bromeó, señalando la caja que tenía al lado. Creía que Tito se exaltaría al oír lo de los videojuegos, pero seguía mirando a Piñón extrañado.


-¿Acabas de decir que me vas a dejar a cargo de tu oso de peluche favorito? –preguntó.


-Error, querido Nano. Voy a dejar a mi oso de peluche favorito a cargo de ti, que es diferente –sonrió al ver la cara de desconcierto de su hermano-. Para que te ponga en vereda, como hizo conmigo cuando tenía seis años.

-¡Pero si yo tengo doce!


-Eso da igual. Si hay algo que a Piñón se le da bien, es endulzar el carácter de la gente. Y a ti, que por lo visto te crees Aqua-Rambo, no te vendrá nada mal.


Tito le dirigió una mirada que hizo a Daniela sentir que estaban de vuelta en los viejos tiempos, como si otra vez se enfrentara a su viejo némesis y estuvieran a punto de batirse en un duelo épico de empujones y tirones de pelo del que Daniela siempre salía victoriosa gracias a la ayuda de Piñón. Como si el avión que la llevaría a Canadá no fuese a sobrevolar la ciudad esa noche, y como si Tito no fuese a crecer nunca. Como si la palabra “adiós” sólo fuese una de esas cosas que se leen en los libros y nunca se hacen realidad. Y de alguna forma sintió no poder retroceder en el tiempo, o mejor aún, partirse en dos y dejar a una doble de sí misma en alguna dimensión alternativa donde todas estas cosas pudiesen ocurrir, mientras que la otra parte de su ser cumplía su sueño de cruzar el mar. Una sola Daniela no le bastaba.


Su hermano debió de ver algo melancólico en sus ojos, porque sonrió y dijo con cierta guasa:


-¿Quieres hacer el juicio de Salomón, Dani? Yo me quedo con la cabeza y tú con las patas. Así estará con los dos a la vez.


-No digas bobadas –replicó Daniela, pero al darse cuenta de lo mucho que se parecía la propuesta de su hermano a sus propios pensamientos no pudo evitar reír. Le revolvió el flequillo con cariño y pensó que, después de todo, sí que estaba lista para dar ese salto.


“Preparados… listos… ya”.




Madrid, a 19 de septiembre de 2011

viernes, 4 de noviembre de 2011

Pincelada de ideas - Si pudiera

Ayer, en una clase de teatro renacentista inglés en la universidad, estuvimos hablando de una obra de Christopher Marlowe llamada Dr.Faustus, o Fausto como se conoce en español (sí, porque por alguna razón aquí decidimos quitarle el doctorado al pobre). Y comentando los temas que trata, la profesora llegó a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Qué haríais si tuvieseis poder absoluto?


El hecho de que llegáramos hasta esta cuestión no se comprende si no sabes que en dicha historia Fausto es un sabio que vende su alma al diablo por conocimiento y se corrompe por el poder que esto le proporciona, pero bueno, no quería enrollarme analizando la obra en sí. Lo que sí es cierto es que esta pregunta me hizo pensar. ¿No es ése un juego que se nos da genial a los seres humanos? Si sólo pudiera hacer esto… si sólo pudiera hacer lo otro… Ahora imaginemos que tuviésemos la capacidad de hacerlo todo.

Sí, lo sé. Hasta eso es ambicioso. Pocos pueden decir que tienen tanta imaginación. Pero no pasa nada por intentarlo.

Sin duda hay algo muy tentador en esta idea. Como a cualquiera que se llame a sí mismo ser humano, a mí muchas veces me gustaría tener poder sobre aquellas cosas que es
capan a mi control. El paso del tiempo, el clima, el comportamiento de otros, cambiar el pasado… Muchas veces estos pensamientos suelen ir seguidos de un: aunque fuera por un día, una hora, un minuto. Creemos que nos sentiríamos satisfechos con acariciar el poder absoluto al menos una vez.

Pero la verdad, lo dudo mucho, y pienso que todo el mundo cree que es incorruptible hasta que se corrompe. No digo que no haya unas personas mejores que otras para asimilar cargos de responsabilidad, pero… ¿poder absoluto? ¿La capacidad de hacer cualquier cosa, sin obstáculo alguno? Es imposible pensar con detenimiento en esta idea y no darse cuenta de que tarde o temprano sería inevitable llegar al puerto de la desesperación. Nos parece que cuando hubiéramos satisfecho todos nuestros deseos podríamos parar y ser felices, pero la realidad es que, aun cuando has hecho todo lo imaginable, aspiras a más. Acabaríamos empujando un muro indestructible y dándonos golpes contra la realidad de que el poder, incluso cuando es infinito, nunca resulta suficiente.

Probablemente mucho antes de llegar a este punto ya habríamos comprendido que nadie es capaz de sobrevivir a semejante responsabilidad. Bueno, sobreviviríamos porque somos omnipotentes, pero ¿a qué precio? La consecuencia indirecta de ello sería que todo lo malo que ocurriese, cualquier desgracia por pequeña que sea, sería culpa nuestra por no haberlo evitado. Al fin y al cabo, podíamos hacerlo. Pero, ¿seguro que lo haríamos? Todo el mundo piensa que si tuviera poder absoluto solucionaría los problemas de la humanidad. Seguramente los que ahora tienen el poder para hacerlo también lo pensaron alguna vez.

Y es que, como he comentado antes, eso de imaginar se nos da muy bien. Creemos estar seguros de lo que haríamos si pudiésemos hacer algo. ¿No se nos ha pasado nunca por la cabeza? Soñamos con todo aquello que haríamos si pudiéramos volver atrás, si pudiéramos volar, si pudiéramos tele transportarnos y, ¿por qué no?, si pudiéramos hacerlo todo. Y aseguramos que, si tuviésemos esa oportunidad en mano, no la dejaríamos escapar. Pero si eso es cierto, ¿por qué ni siquiera hacemos todo lo que sí podemos hacer? Quiero decir… yo no puedo volar, pero puedo correr, y no por ello lo hago siempre que tengo ocasión. No puedo controlar el tiempo, pero sí aprovecharlo, y sin embargo lo pierdo continuamente. Y sólo son un par de ejemplos. En realidad, ¿cuántas oportunidades dejamos pasar por minuto? Imaginemos cuántas serían si nuestras posibilidades no tuvieran fin.

Por otro lado, habría que considerar en qué lugar nos dejaría esa condición respecto al resto del mundo. Si sólo yo tuviese poder absoluto, tarde o temprano esto me alejaría de los demás. Los seres humanos tenemos capacidades distintas para que nos necesitemos los unos a los otros, y el excluirme de esa realidad me situaría en un lugar demasiado alto como para que otros pudieran llegar hasta mí… o yo a ellos. Alguien que tuviese poder absoluto se quedaría solo.

¿Sería mejor, entonces, si todos tuviésemos esa omnipotencia? Creo que ni siquiera hace falta detenerse mucho en esta idea para darnos cuenta de lo que supondría. Imaginémoslo: los ya siete mil millones de habitantes del planeta con poder absoluto. Pero claro, ¿sobre qué? La imagen no sólo resulta absurda, sino que provoca escalofríos. Decir caos total sería quedarse corto.

Y tarde o temprano, al hacer estas consideraciones, uno llega a la conclusión de que al final poder hacerlo todo es no poder hacer nada. No solo el poder absoluto sería una fuerza destructiva (y autodestructiva también), sino que el concepto en sí provoca sensación de aburrimiento. Por ejemplo, pensemos en los personajes ficticios: ¿por qué, por muchos poderes o habilidades especiales que tengan, siempre hay algo que no pueden hacer? Porque sino no podríamos identificarnos con ellos y, por tanto, la idea no nos interesa. Es decir, no sólo no funcionaría en la vida real, sino que ni siquiera es algo que nos atraiga en la ficción. No es de extrañar que una historia como la de Fausto sea precisamente una tragedia.

A pesar de todo esto, la atracción que despierta el poder absoluto es tan milenaria como actual, y muy pocos (o ninguno) nos libramos de suspirar por la idea al menos una vez. Como siempre, nuestros deseos son tan irracionales como inevitables. Pero la verdad es que si supiéramos lo que es bueno para nosotros nos alegraríamos de tener esas debilidades de las que a menudo nos lamentamos, porque esto nos proporcionaría algo más difícil de conseguir que el poder: contentamiento.


Mi gracia te es suficiente, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.

2ª de Corintios 12:9

sábado, 15 de octubre de 2011

Pincelada de arte - Rebeldes, de Susan E. Hinton

Hoy quiero dedicar esta Pincelada de Arte (en este blog que ya se ha empezado a poner rancio después de no publicar nada durante casi dos meses, viva la continuidad que lo caracteriza) a lectores más jóvenes que yo, aunque tampoco hay razón por la que los que sean un poco más mayores no puedan disfrutar del libro que me ocupa hoy. Sin embargo, quiero recomendar esta lectura sobre todo a aquellos que tengáis entre trece y diecisiete años más o menos, año arriba, año abajo. Yo por ejemplo tenía catorce cuando leí esta novela, y debo decir que me impactó mucho.

Rebeldes, una obra narrativa que lanzó a la fama con sólo dieciséis años a su autora, Susan E. Hinton, es la historia de un chico llamado Ponyboy Curtis, que vive en la parte este de una ciudad de Oklahoma en los años sesenta. Es huérfano y vive con sus dos hermanos mayores, con los que forma, junto a otros cuatro amigos, una pandilla de “greasers”, el término que se emplea para referirse a los jóvenes de clase baja. Viven en continuo enfrentamiento con sus antagonistas en estatus social y económico, los “socs” del West Side. Pese a su dura situación y a la complicada relación con su familia, las cosas le van bien a Ponyboy hasta que él y su mejor amigo se ven envueltos casi sin querer en un grave problema con sus rivales y no les queda más remedio que huir. Sin embargo, el verdadero centro de e
sta historia está en las vidas de los chicos de la calle a través de los ojos del protagonista.

A pesar de su brevedad, Rebeldes es una historia muy intensa y emotiva, que invita al lector a plantearse las mismas reflexiones que Ponyboy Curtis sobre el mundo en el que se encuentra, un mundo que tan a menudo se halla dividido por la posición social, el dinero o simplemente la tradición: “las cosas siempre han sido así”. También ofrece una buena oportunidad para pararse a pensar en los mundos de la calle, para observar con más atención a las personas que caminan por el mismo escenario que nosotros y tratar de ver más allá de la primera capa con la que ocultan sus miedos y sus sueños.


Quizás el detalle más especial de esta novela radique en el hecho de que la autora no se limita a describir la dureza de las condiciones de vida de los “greasers” para lograr que empaticemos con ellos, tomemos partido y nos pongamos de parte de “los buenos”. No, esta obra no habla de blanco y negro, sino de claroscuro. Los personajes tienen profundidad y matices; por ejemplo, Ponyboy describe a uno de sus compañeros, Dallas Winston, como un chico frío, maleducado y lleno de odio, al tiempo que admira a Cherry Valance, una chica del grupo de los “socs”, por su integridad y su simpatía. Todos los personajes de esta historia tienen ocasión para mostrar la otra cara de su moneda, para hablar de cómo las puestas de sol se ven igual desde el East Side que desde West Side.


Os invito a leer Rebeldes y, especialmente, a fijaros bien en la evolución del protagonista a través de sus páginas, ya que esta historia es también sobre un viaje emocional que se ve con más claridad cuando se compara el principio de la novela con las últimas líneas. Nos encontramos ante una muy destacable novela juvenil, una historia contada con sinceridad y sentimiento con la que la autora consigue llegar al corazón de sus lectores y, por qué no, hacerles soltar alguna que otra lágrima.

sábado, 20 de agosto de 2011

Pincelada de arte - Amazing Grace

A finales del siglo XVIII, a pesar de que la esclavitud ya había sido abolida en varios estados de la franja nororiental de Norteamérica como Massachusetts y Pensilvania, Gran Bretaña aún estaba muy poco dispuesta a tal cambio. En aquella época se consideraba al esclavo una propiedad, lo cual representaba un derecho intocable. William Wilberforce, estudiante de la Universidad de Cambridge y amigo del alma del que fue primer ministro de Inglaterra, William Pitt el Joven, se convirtió en una figura pragmática de esta época. Su lucha por la abolición del comercio de esclavos, que comenzó hacia 1787, cambió la historia de la nación.

Ahora que habéis leído esta pequeña introducción y conocéis el contexto de la historia de la que vamos a hablar (enrollaos, por favor, fingid que no lo sabíais y que os he sorprendido), ya tenéis por lo menos un motivo para ver la película Amazing Grace, si es que no teníais varios ya. Este filme, dirigido por el director inglés Michael Apted, adapta la historia de Wilberforce y su batalla contra la esclavitud. Es una obra plagada de virtudes, tanto en el apartado artístico (fotografía, banda sonora, vestuario; todos estos aspectos están cubiertos de forma notable) como en su guión, con mención especial al retrato de las figuras históricas que aparecen en esta película.

Amazing Grace es una conmemoración de la abolición del comercio de esclavos en el imperio británico y también del testimonio de William Wilberforce (Ioan Gruffudd), quien aparece presentado como un hombre de muchos principios, con un gran entusiasmo y una perseverancia inquebrantable. Cada una de las escenas en las que se dirige a la oposición en la Cámara de los Comunes, o cuando retoza por la hierba de sus jardines hablando con Dios, son excelentes dibujos de los matices del personaje. Es especialmente entrañable el reflejo de su amistad con William Pitt (Benedict Cumberbatch) y con John Newton (Albert Finney), el compositor de la célebre canción que da nombre a la película.

Así la historia comienza mostrándonos a un Wilberforce confuso sobre su lugar en el mundo y sobre lo que debe hacer con su futuro (“Tengo una carrera política en ciernes y en mi corazón lo que quiero es observar las telas de araña”), con deseos de retirarse de su labor en el gobierno para alabar al Señor pero también con fuertes inquietudes sobre la situación de su país. Por otro lado, se da cuenta de que ha llegado a un punto en que intenta abarcar más de lo que pueden hacer sólo las buenas intenciones, y que necesita refuerzos para seguir adelante. La intervención de sus amigos le ayuda a tomar decisiones correctas y le brinda además el apoyo que necesita: es así como el silencio de Wilberforce se rompe y comienza su lucha contra el comercio de esclavos.

El leimotiv de la película es el himno homónimo creado por John Newton, que habla de la gracia del Salvador sobre la vida de un pecador injustificado. Hay una escena en la que el personaje de Newton, ya ciego por el paso de los años, escribe su testimonio como antiguo traficante de esclavos y relata una parte de su experiencia en los barcos de comercio, y entonces evoca un verso de su propia canción: “Una vez estuve ciego, pero ahora puedo ver… ¿verdad que escribí yo eso? Pues ahora por fin es cierto”.

Amazing Grace es una película emotiva y con una buena dosis de entretenimiento, pero también ofrece un mensaje y muchas cosas en las que pensar. Se trata de una historia que apela a la conciencia del espectador y le pide que, si no es mucha molestia (es más, aunque lo sea), reflexione sobre el mundo en el que vive y sobre los recursos que tiene para cambiarlo. Y también ofrece un desafío a aquellos que creen no tener ningún recurso.

martes, 16 de agosto de 2011

Pincelada de páginas - El cuento del ratón y el enano (Mi primera historia)

¡Hola! =) Hoy os traigo (a falta aún de ideas de qué hacer con esta sección, que por cierto, acepto sugerencias xD) una curiosidad que me pareció que sería interesante poner por aquí. Se trata del primer cuento que tengo memoria de haber "escrito", aunque la verdad es que tiene más dibujos que historia; en aquel entonces no era tan avispada como para poner fechas, así que no estoy segura de qué edad tenía, pero con mi madre hemos calculado que tendría unos seis o siete años. Es un poco difícil de leer porque las frases están por arriba y por abajo del dibujo, pero bueno, espero que os riáis un poco.

¡Abrazos! ^^

















¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado! =P


Nunca pierdas o tires tus primeros intentos de hacer algo creativo. Te pueden provocar unas muy buenas risas más adelante xD.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Pincelada de tinta - Esa típica historia que te ronda por la cabeza pero no tiene título (Capítulo 1)


¡Hola de nuevo, my friends! (En serio, tengo que conseguir que cada vez que cuelgo algo en este blog no sea todo un acontecimiento... ¬¬)
En fin... aparte del saludo, creo que esta pincelada se merecía una breve explicación previa. Como dice el título, es una historia que me rondaba hace tiempo por la cabeza. Escribí la primera mitad de esto hace ya bastante tiempo. Lo dejé, pero hoy, releyéndolo, me di cuenta de que aunque no sea la gran cosa me resultaba divertido de escribir, así que terminé una especie de primer capítulo. Y no sé hasta qué punto la continuaré. Pero me ha parecido una idea interesante ir colgando aquí los capítulos. Así de paso le doy a este blog un poco más de continuidad xD.
Como ya digo, no lo he escrito con aspiraciones de nada ni me he esforzado gran cosa en ello, pero de momento me está haciendo pasar un buen rato y espero que a vosotros también =)
¡Saludines! ^^

Capítulo 1

-Me aburro, señor Ibáñez.

El señor Ibáñez (que no estaba muy seguro de lo que se suponía que tenía que hacer con esa información) parpadeó sin decir nada y asintió con la cabeza. Este gesto no pareció ser suficiente para el anciano profesor, que siguió mirándolo fijamente con el enfado muy bien marcado en sus frondosa ceja uniforme. Pedro, que así se llamaba el señor Ibáñez, carraspeó y se retorció el bajo de la camisa con disimulo. El profesor se enderezó y empezó a caminar con pasos lentos pero acentuados, pisando con fuerza, como si le fuera la vida en desgastar las suelas de esos viejos zapatos.

-¿Entiende lo que quiero decir? –dijo tras unos segundos de silencio. Pedro se pasó la mano por la frente y suspiró.

-Sí, claro…

-Me aburro de ser el eterno controlador de todo: de los horarios de clase, de vigilar los baños, las cafeterías, las esquinas del edificio, de los alumnos, de sus padres. ¿Me entiende mejor ahora? Me aburro de sus hijos, señor Ibáñez, y si me lo pregunta, estoy a medio expreso con azúcar de aburrirme de usted.

Dicho esto, el profesor cerró los ojos y dio cuenta de lo que quedaba de su café. Pedro exhaló toda su paciencia en un hondo suspiro y respondió:

-No se lo había preguntado, don Ernesto.

-¿Y? –el profesor arrojó su vaso de plástico a una esquina del despacho donde había una papelera vacía y varios vasos iguales a su alrededor-. Como ya sabe, volviendo a lo que decíamos antes, este será mi último año en el instituto antes de jubilarme, y después de todos estos largos y aburridos años de docencia, no se me ocurre otra cosa que explicar ante típicas preguntas como la suya. Los padres están cansados de oírme repetir la misma historia: es su chaval el que no estudia, el que no hace los deberes, y en consecuencia, yo me he cansado de contársela. Sobre todo ahora, al final del último trimestre, recibo cada día a muchos otros como usted: padres preocupados que quieren salvar, con una charla educada y amistosa, lo que su hijo se ha dedicado a pasar por alto durante nueve meses. Señor Ibáñez, empiezo a estar muy aburrido. Me aburro de escuchar las mismas historias macabeas hora sí y hora también en un solo día.

Pedro no contestó, y don Ernesto, apoyándose en el escritorio, echó la silla hacia atrás con un gesto algo violento y se sentó; su expresión era de tal enojo que podría haber amedrentado a más de uno, por supuesto, menos valiente que Pedro Ibáñez. A él no lo intimidaba un viejo cascarrabias con la excusa de estar muy amargado con su vida. Claro que no. Se iba a mantener firme, no iba a aceptar un no por respuesta y, desde luego, no se iba a asustar lo más mín…

-A ver, ¿me hace el favor de repetirme por qué está aquí, señor Ibáñez?

-Sí, sí, sí, por supuesto –respondió Pedro con un esbozo de sonrisa forzada-, eso espero, al menos. Se trata del examen de recuperación de Isabela, me preguntaba si podría…

-No.

-¿No… qué?

-No existe ningún examen de recuperación, a no ser, por supuesto, que estemos hablando de septiembre. La nota que está puesta es la única que voy a contemplar, y se acabó. Aburrido me tienen, de verdad, aburrido… Veamos –sacó una carpeta del cajón del escritorio y se subió un poco las gafas de medialuna, que se le habían resbalado hasta la punta de la nariz. Pedro vio un pequeño bostezo asomar a su rostro-, Isabela Ibáñez, ¿verdad? Dos evaluaciones con suficientes, un trabajo sin entregar, el último examen suspenso… ¡Jé! Ya me acuerdo, ésta es la que dedicó la mitad del examen a desarrollar aquel disparate sobre no sé qué de los isótopos inestables de uranio. Señor Ibáñez, no se hace ni la más ligera idea de lo aburrido que estoy de su hija. ¿Ha hablado de ella con su tutor?

-No –suspiró Pedro, abatido-, no, don Ernesto, esperaba que el problema se pudiera arreglar de forma más sencilla. Mi hija…

-Su hija, señor Ibáñez, es la que tiene el problema, ¿se entera? ¿Sabe usted a qué se dedica en todas mis clases? ¿Se lo ha preguntado antes de optar por el camino cómodo de venir a verme a mí? Pues en cualquier caso, si algún día lo averigua, no deje de hacérmelo saber. Porque personalmente, no tengo ni la más remota idea de lo que Isabela Ibáñez Di Àngelo lleva haciendo en clase desde el primer día de curso. Escuchar mis explicaciones, ya le digo yo que no. Si su comportamiento sólo es así en mis clases, vaya y pase, pero si esto le pasa con todos los profesores, yo que usted me preocuparía. Esto es un instituto, señor Ibáñez: no el mejor, ni el más bonito, ni el más antiguo, pero es un instituto para estudiantes más o menos normales. No para marcianos.

-¿Ma… marcianos? –Pedro guiñó los ojos, perplejo-. No… n-no entiendo de qué me habla, don Ernesto. Isabela es…

-Ya se lo he dicho: hable con su tutor. A mí no tiene que contarme más historias sobre su hija: lo único que me atañe a mí es su educación, y más concretamente, en lo que se refiere a la asignatura de Tecnología. Y en cuanto a eso, ya he tomado la decisión y no voy a cambiarla, así que…

-No lo entiende –replicó Pedro, casi desesperado; no estaba acostumbrado a perder el control de una situación así-, don Ernesto, Isabela no puede suspender Tecnología. ¡Pero si es… un genio! Estas Navidades nos arregló ella misma la lavadora, se pasa más tiempo en el garaje que en cualquier otro sitio, siempre está comprando tornillos y motores pequeños para hacer juguetitos mecánicos… ¡Vamos! ¿Qué puede haber hecho tan mal en ese examen? Don Ernesto, mi hija puede suspender Lengua, Matemáticas o Historia y no me sorprenderé, pero que no consiga ni un cinco raspado en Tecnología no me entra en la cabeza. Le estoy pidiendo que entienda…

-¡Ya, ya! ¡Y venga con las tomaduras de pelo y con intentar convencer al profesor de que es tonto! –exclamó don Ernesto, alzando la voz de una forma que Pedro se echó un poco hacia atrás por el sobresalto-. ¿Usted se cree que soy ciego, señor Ibáñez? ¿Se cree que los dos ojos que Dios me ha dado los uso para jugar a las canicas? A mí no necesita explicarme las maravillosas habilidades de su hija, porque todo ese cuento yo ya me lo sé.


-Pero…

-¿Me quiere escuchar dos segundos sin interrumpirme? ¡Gracias! –dijo el profesor, y ante tan educada solicitud Pedro no pudo menos que cerrar la boca. Don Ernesto volvió a ponerse de pie resoplando y durante unos instantes permaneció en silencio, limitándose a pasearse de un lado a otro del despacho como había hecho antes. Sólo que esta vez, los pasos parecían resonar con más fuerza.

-Repito, señor Ibáñez, que no soy ciego –dijo por fin, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo-. No necesito que usted me explique que Isabela no es ninguna tonta, porque de eso ya me doy cuenta. ¿Que es un genio de la tecnología? ¡Pues claro que lo es! ¡Já! Esos cochecitos eléctricos que se dedica a fabricar en clase mientras yo intento atraer la atención de sus compañeros con aburridas lecciones sobre la utilidad del software en un ordenador… hablan por sí solos –esta vez sí miró directamente a Pedro, que no sabía adónde mirar ni qué hacer con las manos y trataba de esbozar una torpe sonrisa de disculpa-. ¿Entiende por dónde voy? El problema con su hija es que yo le pongo en un examen una pregunta sobre periféricos de entrada… y ella me cuenta su vida, con gran precisión y detalle, eso sí, en una larga descripción de sus últimas averiguaciones sobre cómo hacer un motor para aviones de papel que funcione con energía eólica.

-No puedo creer que…

-¡Ya! ¡Pues tome y compruébelo usted mismo! –gruñó don Ernesto, sacando violentamente una hoja del cajón de su escritorio y poniéndosela debajo de las narices. Pedro, angustiado, le echó un vistazo a lo que parecía ser un examen corregido. En efecto, era la letra de Isabela. Leyó la pregunta, algunas líneas de la respuesta… y, suspirando, se llevó una mano a la cabeza.

-P-pero…

-Esto es tercero de secundaria, señor Ibáñez. Así que, si quiere saber por qué me niego a concederle un aprobado a su hija, le diré que yo no me he pasado la vida estudiando para decidir si un alumno de quince años es un genio o no. Yo estoy aquí para evaluar su actitud en clase, su capacidad de concentración, de asimilación de contenidos, y que tenga dos dedos de frente para saber que en un examen se contesta a la pregunta que está escrita y punto en boca. Para cualquier otra cosa, dígale usted a Isabela que ya tendrá ocasión de desvariar cuando escriba una tesis en la universidad. A ver si consigue metérselo en la cabeza durante este verano, y en septiembre le daré la oportunidad de demostrármelo.

-Esto es asunto de Isabela: yo no tengo que demostrarle nada –replicó Pedro, que había intentado recuperar algo de valor durante aquellos segundos que había permanecido callado-. El caso es, don Ernesto, que en agosto se casa mi hija mayor, en Italia, y queríamos ir a pasar las vacaciones con ella… y si Isabela tiene que estudiar… bueno…

-Para un genio de la tecnología, eso no debería ser un gran problema –respondió el profesor, tajante-. ¿No presume tanto el sexo femenino de su capacidad de hacer dos cosas a la vez? En cualquier caso, como acaba de remarcar usted muy acertadamente, eso no es asunto suyo, ni muchísimo menos mío, sino únicamente de Isabela. Eso ya lo tenemos claro, así que le ruego, señor Ibáñez, que no me aburra más.

-Sólo una cosa…

-Sin embargo, ya que está aquí, déjeme preguntarle por otro tema –continuó diciendo el profesor, al tiempo que se frotaba los ojos con una mano-. ¿No quiere contarme nada sobre Marco?

-No.

“Mec, respuesta equivocada” dijeron los ojillos brillantes de don Ernesto. Pedro se encogió un poco más.

-Oiga, mi buen señor, no diga payasadas porque los payasos ya me aburrían en el circo desde pequeño. Yo soy el tutor de Marco, no de Isabela, y ahora dígame que ha venido aquí sólo para negociar el aprobado misericordioso de su hija, ¡y que no piensa que haya nada que decir sobre el otro, del que yo sí soy responsable! Repito: ¿quiere contarme algo, sí o no?

Pedro suspiró y meneó la cabeza. Empezaba asentirse muy cansado, demasiado cansado, de hecho, como para que le incomodase la mirada interrogante del profesor, cuyo entrecejo se había alzado hasta límites insospechados. Durante unos segundos inusualmente largos sostuvieron una lucha de miradas en la que don Ernesto claramente intentaba hacerle hablar de algo que ya debería saber. Pero Pedro permaneció impasible.

-¿Está preocupado por su hijo, señor Ibáñez? –preguntó el profesor, impaciente. Pedro calló durante un instante y al final, resignado, se encogió de hombros.

-¿Qué quiere que le diga? Por lo menos él ha aprobado todas las asignaturas.

-¿Ah, sí? Le han aprobado todas las asignaturas, diría yo. Corríjame si me equivoco, pero ¿acaso la máxima puntuación que ha sacado no ha sido un seis?

-No se equivoca.

-¿Cree que a Marco no le da la sesera para sacar notas más altas, señor Ibáñez? –Pedro negó en silencio-. ¡Bueno!, por fin algo en lo que estamos de acuerdo. Por supuesto que le da. Su comportamiento en clase es más que aceptable, y sus notas en los exámenes son de notable en casi todas las asignaturas, según me han dicho sus profesores. Entonces, ¿qué pasa?

Otro intento, y esta vez aún más insistente, del profesor por conseguir que fuera Pedro quien pusiese las cartas sobre la mesa. El hombre resopló, se pasó la mano por la cabeza y, finalmente, contestó de mala gana:

-Que… no hace los deberes.

Don Ernesto alzó la ceja sorprendido. Pedro tomó nota de ello.

-Ajá. Sí, eso es. Me alegro, señor Ibáñez, de que por fin hablemos el mismo idioma –murmuró-. Y ya que parece tan bien informado de lo que hace o deja de hacer su hijo, ¿es capaz también de explicarme el porqué?

-No sé…

-El no saber es una cosa muy fea, señor mío.

Pedro estaba agotado de discutir. No estaba acostumbrado a tratar con gente tan desagradable y sincera, y había agotado todas sus fuerzas aquellos últimos diez minutos intentando sin éxito comprender por qué Isabela había suspendido. Dar rodeos para eludir las explicaciones sobre las rarezas de su hijo pequeño iba más allá de los esfuerzos que estaba dispuesto a realizar en ese instante. Soltó un largo suspiro, se encogió de hombros y, resignado, soltó la frase sin pensárselo mucho tiempo más:

-Marco nunca en su vida ha hecho los deberes, don Ernesto, porque le da miedo.

-¿Le da miedo el qué?

-Eso. Los deberes. Pasó absolutamente toda la primaria sin hacer en casa nada de lo que le mandaban en clase. Le da miedo hacerlo.

Esta vez era don Ernesto quien parecía confuso. La furia mañanera se había desvanecido de su rostro dejando lugar a una expresión de perplejidad que a Pedro le habría parecido divertidísima si no estuviera deseando que la tierra se lo tragase y que algún túnel subterráneo lo transportase de golpe a su casa, a su sillón al lado de la ventana, donde podía echarse una merecida siesta…

-Muy bien… -murmuró el profesor-, debo reconocer que esa es la excusa más original que he escuchado en mi vida. Déjeme apuntarla, me servirá de ejemplo para explicarle al director del instituto por qué tengo tantas ganas de jubilarme –arrancó una hoja de una libreta y garabateó algo con rapidez-. Ahora bien, señor Ibáñez, ¿sabría usted explicarme por qué demonios a su hijo le da… miedo hacer los deberes?

Pedro había oído tantas veces las explicaciones sin sentido de Marco que ya estaban almacenadas en su memoria con un tono mecánico y aburrido, por lo que su voz no tenía ni pizca de la desesperación de años pasados cuanto respondió:

-Según él, hacer trabajos del colegio en casa es algo antinatural. En el colegio se trabaja, en casa se descansa. Alterar ese equilibrio es jugar con todas las reglas del espacio-tiempo, y si la humanidad continúa haciéndolo algún día se destrozarán las proporciones del universo y sobrevendrá una catástrofe en la que cada planeta será absorbido por un agujero negro. Además, cada ser humano que rompe ese balance perfecto entre las tareas escolares y las del hogar corre el riesgo de provocar un cortocircuito en su sistema nervioso y aumentar las probabilidades de enfermar en los primeros años posteriores a la adolescencia. Eso… eso dice él, al menos.

Para cuando Pedro terminó de recitar aquella conocida retahíla de las ilustraciones de Marco, los ojos de don Ernesto ya no eran ojos, eran asteroides que se salían de su órbita sin intención de volver nunca más, y su expresión daba a entender que había perdido momentáneamente la capacidad del sarcasmo. Cualquiera que nunca hubiera pasado más de treinta segundos con él habría sentido incluso lástima al ver aquel rostro tan desorientado, pero Pedro no pudo evitar una sensación de triunfo (algo que nunca pensó que podría proporcionarle el explicar a alguien las extrañas teorías de su hijo). Después de los gritos y burlas del viejo profesor, Pedro pensó que se merecía disfrutar de aquel momento, así se permitió el lujo de ser un poco condescendiente e incluso de esbozar una sonrisita.

-No se preocupe, las primeras veces yo también tuve problemas para asimilarlo. Pero uno se acostumbra.

-¿Se acostumbra? –la voz de don Ernesto ya no era tan firme, pero sí igual de ruidosa-. ¿Que uno se acostumbra a eso?

-Sí, así es. Es más, Marco también piensa que el hombre es un animal de costumbres y que eso determina mucho nuestra forma de ser. De todas formas, don Ernesto, no puede negar que el pensamiento de mi hijo tiene cierta lógica. Él dice que sus constantes vitales han sido regulares y correctas desde siempre sin necesidad de hacer los deberes, así que no ve por qué debería arriesgarse.

-Lógico. Sí. Claro.

-No está mal para un chico de doce años, ¿no cree?

-Estoy empezando a pensar que usted, señor Ibáñez, no dirige precisamente una casa, sino más bien un manicomio infantil –contestó furioso don Ernesto; pasada la primera impresión ante la explicación de Pedro, volvía a recuperar el enfado y la firmeza-. No sé si se está burlando de mí o si son sus hijos quienes lo hacen, y sólo me queda rezarle a San Pancracio para que no me toque la fortuna de enseñarle a cualquiera de los dos el próximo curso, porque creo que con este último año ya he tenido suficientes Ibáñez para lo que me queda de vida.

Pedro suspiró y se levantó de la silla. No le quedaba más remedio que rendirse. Era evidente que don Ernesto no era una persona con la que se pudiese razonar. Se despidió de él con amabilidad y se dirigió a la puerta del despacho. Antes de poner la mano en el picaporte, la voz burlona del anciano le detuvo.

-Le deseo suerte, señor Ibáñez. La va a necesitar.

-Bueno, yo… vale, gracias por su tiempo y…

-Me ha dicho que tiene una hija mayor que se casa este verano, ¿no es así? Tengo curiosidad. ¿Quién es el afortunado? ¿Un diseñador de interiores de hormigueros? ¿O tal vez un percusionista sordo?

-Ya que lo menciona, la verdad es que es un profesor –respondió Pedro, y sonrió una vez más ante la mueca con la que Don Ernesto reaccionó al oírlo-. Que tenga usted un buen día.

Se marchó y cerró la puerta del despacho. Una vez afuera miró hacia el techo del pasillo y soltó un suspiro de alivio que casi hizo eco en las paredes.

sábado, 9 de julio de 2011

Pincelada de ideas - Las cadenas del ruiseñor


Érase una vez un hombre al que le gustaba mucho viajar, y muchas veces, cuando estaba en un país que no conocía, se dedicaba a dar largos paseos a pie, observando cada detalle que lo rodeaba. Un día caminaba por un enorme campo y al caer la tarde estaba agotado y sin nada que beber. Afortunadamente llegó a una granja pequeña donde pudo pedir al dueño que le diese un poco de agua.

Mientras el granjero llenaba un par de botellas, el viajero reparó en algo muy curioso. En el patio, cerca del gallinero, había un poste de un metro y medio de alto en el cual se encontraba posado un ruiseñor. Al fijarse mejor comprobó que no estaba posado, sino atado al mismo con una fina cadena. Al lado del poste había dos niños que le tiraban piedras al pájaro y se reían con crueldad.


-¿Cómo es que está ese ruiseñor ahí encadenado? –le preguntó al granjero.


-Mis hijos lo atraparon hace ya tiempo, cuando era una cría que no volaba demasiado bien. Cuando empezó a volar, les fabriqué ese poste con la cadena para que no se les escapase. Es su mascota, si quiere llamarlo así.


-No creo que lo hiciera. Tengo varias mascotas en el país donde vivo, y ninguna recibe semejante trato.

-Bien, pues entonces llámelo su juguete. El caso es que mantiene a los críos distraídos.


Al viajero le partía el alma pensar en aquel ruiseñor encadenado al que sus dueños maltrataban y cuyo hermoso canto se mezclaba con el cocorocó de las gallinas. Así que le pidió al granjero que se lo vendiera. Éste no se hizo de rogar mucho, ya que no era precisamente devoto del canto de las aves y estaba ya harto de oír piar al ruiseñor todas las noches. Le pidió al viajero mucho más dinero de lo que podía valer, y éste lo sabía, pero no regateó y pagó el precio convenido. El granjero soltó la cadena del pájaro y el viajero se lo puso en el hombro. Tras despedirse continuó su camino.


Pero después de caminar unos pocos metros, el ruiseñor salió volando. El viajero no lo persiguió, aunque se sintió un poco apenado. Sin embargo al día siguiente, cuando desandaba el camino a través del campo para volver a su hogar, pasó de nuevo junto a la granja. Sorprendido, vio que el ruiseñor estaba allí, en el mismo poste donde lo había visto por primera vez, acariciando con su pico la cadena que lo había mantenido prisionero.



Este cuento que he escrito es muy sencillo y muy breve, y sólo he querido usarlo para ilustrar un pensamiento que me rondaba la cabeza. Hace unos días, tras sentir más preocupación y miedo de lo que debía por un asunto, reflexioné y comprendí que me sentía igual que el ruiseñor de esta historia. ¿Qué motivos podía tener para regresar a sus cadenas? No se debía a la comodidad, ya que en aquel lugar donde había crecido no era feliz. No sentía apego a sus dueños, ya que estos lo maltrataban. No había en aquel poste nada que el ruiseñor echara de menos o quisiera recuperar.


No.


La verdadera razón por la que el ruiseñor volvía a sus cadenas era porque no confiaba en el viajero que le había dado la libertad.


Y muchas veces actuamos así. Hemos sido liberados de nuestros miedos, de nuestras cargas y de nuestras preocupaciones. Somos libres para no tener ansiedad por aquello que no podemos controlar. Pero así y todo, nos dejamos llevar por el miedo. La libertad que tenemos nos permite enfrentarnos a un gigante y verlo como si fuera un mosquito. Pero elegimos seguir viéndolo como un gigante.


No sabemos vivir en libertad.


Quizá a muchos os suene el nombre de Keiko, la orca que se hizo popular en los años noventa por su papel protagonista en la película Liberad a Willy. Una ballena que fue capturada con dos años de edad en Islandia y puesta en libertad unos veinte años más tarde. En realidad hubo varios intentos de devolverla a su hábitat natural, el último en julio de 2002, pero el animal ya no sabía comunicarse con las demás orcas ni estaba preparado para la vida salvaje.


Al igual que Keiko, no sabemos vivir libres porque no estamos acostumbrados a ello. Pero la diferencia es que a nosotros no se nos pide que enfrentemos la libertad solos. No tenemos que volver a recoger los fardos que alguien ya ha llevado por nosotros. No tenemos que seguir preocupándonos ni temiendo, porque hay un guardián que está en control de todo. No tenemos que seguir mirando a los mosquitos con lupa para que parezcan gigantes. No tenemos que volver a nuestras cadenas.


Tal vez la próxima vez que nos sintamos tentados a hacerlos nos acordemos del ruiseñor. De su prisión, de su canto silencioso, de sus cadenas… de su libertad.

Y del viajero que pagó el precio por ella.

domingo, 29 de mayo de 2011

Pincelada de arte - Harry Potter, de J.K. Rowling

Cuando tenía once años me regalaron un libro llamado Harry Potter y la piedra filosofal, que empezaba con el cumpleaños de un niño con la misma edad que yo. Así comenzó todo, así me embarqué en una lectura que duró seis años y que terminó cuando, teniendo tanto yo como Harry diecisiete, leí Harry Potter y las reliquias de la muerte. Quien no haya seguido las aventuras de un personaje durante toda su adolescencia quizá no comprenda que la saga del joven mago sea una de mis obras literarias favoritas, ni que J.K. Rowling sea una de las autoras que más han influido en mi forma de escribir. Y es que es muy difícil explicar el significado de la palabra “fan”.


La historia de Harry Potter es la de un niño que un día descubre, no sólo que es un mago y puede estudiar en una escuela de magia llamada Hogwarts, sino también que es un mago muy especial: cuando era sólo un bebé se convirtió en el héroe que había derrotado al Señor Tenebroso. A partir de esta premisa, J.K. Rowling desarrolla la historia de su protagonista a lo largo de siete novelas, cada una sobre un año de éste en el Colegio Hogwarts. A medida que avanza, la trama se va volviendo más oscura, y Harry se enfrenta a múltiples peligros que lo guían poco a poco hasta la batalla final contra su enemigo.


Hay dos aspectos en los que Rowling demuestra su valía como escritora. Una de ellos es sin duda la evolución a lo largo de las siete entregas de todos los personajes, pero especialmente de Harry. La autora es muy consciente de que éste empieza siendo un niño pero tiene que crecer, y además de forma gradual. No hay saltos en el tiempo que hagan más fácil el cambio del personaje, sino que durante esos siete años siempre acompañamos a Harry. Vemos toda su adolescencia. Rowling logra con creces que nos creamos la evolución de un personaje, no sólo en su crecimiento natural, relaciones con otros, etc., sino también en su conflicto como héroe de la historia. Y es que cambiar la personalidad de un protagonista de quince años a treinta es más sencillo que mostrar su crecimiento entre los quince y los dieciséis.


El segundo aspecto en que destaca la labor de la autora es la desbordante imaginación que demuestra en la creación de un universo totalmente mágico: un mundo que se presenta como paralelo al nuestro (ya que la mayoría de los no magos desconocen su existencia) pero que sin embargo convive con nosotros. En las novelas de Harry Potter se da una vuelta de tuerca a la fantasía tradicional, introduciendo elementos de las leyendas mágicas en la cultura británica de los años noventa. Al leer esta saga entramos en una realidad donde vemos deportes con escobas voladoras, bancos protegidos por duendes, capas de invisibilidad, cuadros y fotografías que se mueven y hablan, fantasmas plateados que lloran su muerte en los servicios de las chicas, lechuzas que llevan el correo… Y esto sólo son algunos ejemplos. Por otro lado, en esta historia todo se mueve por la magia más ancestral y poderosa: el amor, que guía las acciones de los personajes y trasciende más allá de todas las heridas y miedos. El amor es el tema central de la saga de Harry Potter.


Por último, como ye he dicho, hay un elemento innegable de nostalgia que influye en mi apego a estos libros. Nostalgia de la experiencia que suponía seguir las aventuras de Harry, de esos momentos que he compartido con muchos otros fans de la saga. Esos años de lecturas, de relecturas, de mordernos las uñas con cada misterio, de teorías sobre lo que ocurriría al final, de reírnos con las travesuras de los hermanos Weasley, de preguntarnos con quién acabaría Hermione, de sufrir con los conflictos de Harry, de llorar por cada muerte, de esperar ansiosamente cada nuevo libro…


J.K. Rowling me ha regalado una historia que no se me olvidará mientras siga escribiendo. Un recuerdo de personajes, de narración, incluso de rasgos de estilo; en definitiva, una huella literaria. Y eso es uno de los legados más bonitos que un escritor le puede dejar a un aprendiz… o a un fan.

viernes, 20 de mayo de 2011

Pincelada de arte - Basil, el ratón superdetective

Es de noche, hace frío y hay niebla en la ciudad de Londres. En una discreta madriguera, Flaversham, un ratón de profesión juguetero, le regala a su hija Olivia por su cumpleaños una encantadora bailarina a cuerda. Pero la feliz escena se ve interrumpida cuando alguien intenta forzar la puerta. El juguetero hace esconderse a la pequeña en un armario y trata de hacer frente al visitante, pero cuando Olivia sale de su escondite tras la breve lucha descubre que su padre ha desaparecido.

Con esta escena comienza la película Basil, el ratón superdetective, o The Great Mouse Detective en su versión original (pero en España somos así de geniales y ponemos en letras bien grandes el nombre del protagonista, tú di que sí, seguro que si Titanic hubiese sido una película de animación se habría llamado Jack y Rose en el supernaufragio). A raíz de este suceso se desarrolla una trama de investigación en la que Basil, el detective a quien Olivia acude para que le ayude a encontrar a su padre, analiza las circunstancias que rodean el secuestro y sigue una pista que lo llevará hasta su archienemigo, el profesor Ratigan.

La historia adapta la novela Basil of Baker Street (Eve Titus y Paul Galdone), pero al mismo tiempo constituye todo un homenaje animado al universo y personajes de Conan Doyle, siendo Basil y su compañero Dawson una divertida versión de Sherlock Holmes y el doctor Watson. Si hay algo que destaca en este largometraje de 1986, dirigido por John Musker y Ron Clements (que más tarde volverían a dirigir juntos en películas de los noventa como La Sirenita o Aladdin), es la solidez y frescura de su guión, con un argumento perfectamente hilvanado y un desarrollo atípico en comparación con muchas otras películas animadas. Desde el siniestro inicio, pasando por la curiosa presentación del protagonista casi diez minutos más tarde, las insinuaciones sutiles del plan de Ratigan, hasta el sobresaliente final, el guión apenas decae durante los setenta y tres minutos de su metraje. La historia bebe del surrealismo animado de los clásicos cartoons, y al mismo tiempo la ambientación y la caracterización de los personajes es sorprendentemente realista.

Resalta en especial el antagonismo entre dos excelentes personajes: el protagonista y el villano. Basil es un héroe inusual: no se trata de un príncipe, ni de un justiciero, ni de un soñador que busca su destino, sino de un detective hiperactivo que pasa en un instante del entusiasmo a la depresión; por otro lado, Ratigan se muestra como un maniático genio del mal que no descuida ni por un momento su elegante ironía, doblado en su versión original por una leyenda del cine de terror, el actor Vincent Price.

En cuanto al apartado artístico, nos encontramos ante una película sencilla, sin grandes alardes visuales, pero con una estética cuidada y agradable que recrea con acierto una ambientación nocturna de las calles de Londres. Un elemento esencial de este largometraje es su maravillosa banda sonora, compuesta por el gran Henry Mancini.

En definitiva, Basil, el ratón superdetective es una notable película de animación, injustamente olvidada tanto por el público como por el propio estudio que la creó, pero llena de buenos puntos, creatividad, personajes carismáticos y mucho encanto ochentero.

Pincelada de páginas - Yahoraquehagoconestapincelada

La verdad es que no había planificado muy bien esta sección llamada “Pincelada de páginas”. Si recordáis mi presentación de la misma hace unos dos años, o si habéis estado leyéndola desde entonces, sabréis que las entradas de este apartado estaban destinadas a dar información acerca de la novela que estaba escribiendo, la que hace un año anuncié que había terminado. No os preocupéis mucho por ella: este año he estado releyéndola, corrigiendo errores y pidiéndole opinión a varias personas que me han ayudado a verla con perspectiva, y mi próximo plan tal vez sea participar con ella en un concurso de novela juvenil, a ver si consigo que la publiquen (¡por intentar que no quede!).

Pero es cierto, en cualquier caso, lo que he dicho más arriba. No había planeado bien el rumbo que debía tomar esta sección del blog una vez terminada la novela que me ocupaba en sus inicios. Así que en este momento me enfrento a la pregunta de cómo replantear las entradas que voy a ir publicando como Pinceladas de páginas, y que serán necesariamente distintas, ya que por el momento no tengo ningún proyecto a largo plazo.

Sin embargo, me gustaría aprovechar esta entrada para hacer un poco de autocrítica. He estado leyendo (releyendo más bien, aunque a veces cuando llevas un tiempo sin leer algo casi te parece que es la primera vez que lo haces, incluso cuando tú mismo eres su autor) entradas antiguas de esta sección y me he dado cuenta de que la mayoría de estas Pinceladas de páginas, cuyo propósito inicial, como ya he dicho, era el de informar del desarrollo de la novela e ir dándola a conocer, consisten en realidad en quejas. Unas son mejores y otras peores, en algunas me lo he tomado con más humor y en otras con menos, pero el caso es que hubo algún momento en que la idea principal de estos escritos se perdió y empezó a desvariar por el laberinto de la página en blanco.

Pensándolo bien tampoco me arrepiento del todo, porque esas entradas describen una parte de mi experiencia como aprendiz de escritora que se ve más o menos reflejada en la temática de la historia. Pero creo que he desaprovechado una sección a la que tal vez podría haberle sacado más partido. Y si sigo escribiendo en ella voy a tener que replantearme su propósito y hacer algo más que lamentarme de esa supuesta sequía creativa (de la cual he hablado más extensamente en la pincelada anterior).

Veremos si consigo cambiar un poco eso. Poquito a poco.

viernes, 18 de marzo de 2011

Pincelada de tinta - Oxidada

Si habéis seguido este blog desde sus inicios (y como probablemente no sea así, tenéis la opción de echar un vistazo a mis primeras entradas) os daréis cuenta de que hace un tiempo pensaba que mi actividad literaria dependía de unas musas maravillosas que de tanto en tanto venían, tocaban mi cabeza con su varita mágica y se iban. Eso significa que mi mentalidad era ésta: cuando las musas me dan inspiración, escribo; cuando no es así, la página se queda en blanco.

Me ha llevado tiempo, escribir un libro y recibir algunos consejos útiles el mentalizarme de que las cosas no son así: que si quieres escribir, tienes que lavarles los pies a las musas, romperte la cabeza, dar vueltas y ensuciarte las manos (en el mejor de los sentidos, es decir, con tinta). ¿Qué quiere decir esto? Que tienes que trabajar. El descubrimiento de esta realidad supone un cambio de chip: es cuando un simple hobby se convierte en algo más serio.

Esto, sin duda, tiene un punto de negatividad según por dónde se mire. A nadie le gusta verse obligado a hacer algo que normalmente hace por pasión; es por eso que esta decisión tiene que salir de uno mismo y nadie más lo puede imponer. Pero tarde o temprano te das cuenta de que esa disciplina es el alimento de la inspiración, incluso del talento: escribe mal o bien, pero escribe sin parar. Porque si no hay disciplina, la inspiración desaparece, el talento se emborrona y hasta la pasión acaba oxidándose por la falta de uso.



Es evidente que una servidora está pasando por una de estas fases de oxidación (que antes tenía la cara de llamar sequía creativa), y por eso creo que necesito echar mano del aceite que tanto tiempo llevo sin utilizar: la mano y el bolígrafo. La falta de práctica siempre se va a notar, pero espero volver a tomarme en serio esta pasión y, de esa forma, ir mejorando poco a poco. Sacarle brillo a este blog de vez en cuando y no darle un respiro a mi cuaderno. Y si se me vuelve a olvidar, ¡dadme un toque de atención!

Me aplico esta reflexión con el tema de escribir por razones obvias, pero pienso que vale para todos los artistas, cada cual en su área. Guste o no, las musas no nos van a perseguir a nosotros. Somos nosotros quienes tenemos que fabricar el camino para ir detrás de ellas… y, al mismo tiempo, hacerles el menor caso posible.


Madrid, 7 de marzo de 2011


(Vídeo: Oxidado - Phineas y Ferb, subido por esdras124)

jueves, 24 de febrero de 2011

Pincelada de ideas - Carpe Diem

Diem significa que el planeta da un giro completo sobre sí mismo; que la luz del sol toca absolutamente todos los continentes y que cada país ve la luna durante algunas horas. Diem es luz sobre un fragmento de la Tierra antes de que éste vea la noche. Diem es, desde nuestro limitado punto de vista, un puente entre el amanecer y el atardecer, el hilo que conduce el sol entre el este y el oeste.

Diem es también una casilla en nuestros calendarios. Es una séptima parte de nuestras semanas, dos vueltas completas de las agujas en nuestros relojes. Es segundos, minutos, horas. Veinticuatro, para ser exactos. Diem es tiempo… y alguien dijo una vez, con no poca sabiduría, que el tiempo es oro.

Diem significa oportunidad. Significa que desde el instante en que te despiertas puedes respirar, moverte, mirar a tu alrededor, hacerte más alto, más sabio (nunca te acostarás sin saber algo nuevo, dicen), sonreír tantas veces como te dé tiempo, llorar si lo necesitas, mojarte las manos, acariciar el aire, correr, visitar sitios en los que nunca has estado, hablar con una persona, pensar, comer, beber, escuchar sonidos, jugar, aprender, hacer tonterías… Diem se traduce como un trozo de vida.

Y es que Diem es un regalo: un regalo de valor incalculable. La mayoría del tiempo no nos damos cuenta de lo importante que es, pero cada vez que apoyamos la cabeza en la almohada para dormir ponemos fin a algo único, algo que jamás volverá a repetirse. Más tiempo sí, nuevas oportunidades también, momentos semejantes probablemente… pero nunca el mismo. Diem es un regalo con fecha de caducidad. Y si lo pierdes, no puedes volver a recuperarlo.

Quizá pienses que no importa perder algunos. Que ya vendrán más y mejores, que la mayoría son todos iguales. ¿Pero cómo pueden ser todos iguales si ni siquiera tú eres exactamente el mismo cada mañana? ¿Quién sabe si las circunstancias que hoy te rodean volverán a ser las mismas? ¿Quién te asegura que puedes permitirte dejar para mañana lo que puedes hacer hoy?

Y en cualquier caso, ¿vale la pena? ¿Se puede desperdiciar algo con tantísimo potencial? Nadie tira el oro a la basura sólo porque sabe que siempre encontrará más debajo de su almohada. Y ningún hijo rompe descuidadamente un regalo de su padre porque se cree con derecho a exigir todos los que quiera.

Por eso Carpe Diem significa darle a ese regalo la importancia que se merece, ser consciente de su valor, acariciarlo y aprovecharlo. Es tener el valor de esforzarse, de hacer que el planeta nunca gire en vano. Es recordar que no todo se puede dejar para mañana, porque hay oportunidades que desaparecen sin avisar. Es no dejar que el tiempo pase de largo, sino agarrarse a él y no dejarlo escapar. Es tener cuidado de nuestras responsabilidades. Es, en resumen, elegir cada mañana vivir la vida en lugar de verla pasar a todas horas y decir: “otra vez será…”.

Quiero elegir Carpe Diem: quiero abrazar el presente que se me ha dado de forma incondicional y no derrocharlo ni romperlo, porque un regalo no se merece esa indiferencia.



Madrid, a 23 de febrero de 2011