Buscar este blog

miércoles, 27 de enero de 2016

Reto de Lectura 2015 – Un libro de tu infancia: Matilda, de Roald Dahl


He barajado varias opciones a la hora de elegir qué iba a leer en esta categoría, y aunque por un lado me apetecía mucho revisar tesoros de mi niñez como El pequeño vampiro o Ulrico y las puertas que hablan, también es cierto que esos libros ya los comenté un poco en esta pincelada. Al final tomé la decisión ya en la biblioteca, cuando encontré, mientras curioseaba por la sección de Roald Dahl como he hecho tantas veces en el pasado, este pequeño clásico que muchos de vosotros ya conoceréis. Pensé que sería una relectura interesante, y no me equivocaba.

Roald Dahl escribía cosas muy extrañas, gente. Y me diréis: «¡Anda! Una que ha descubierto América». Sí, pero no me refiero tanto a que sus historias sean extrañas porque hay melocotones gigantes, fábricas de chocolate donde los empleados son pequeños hombrecitos cantarines o, como en este caso, niñas superdotadas con poderes telequinéticos. Eso para un niño es el pan de cada día. Lo que me resulta extraño en las novelas de este señor es el tono con que se dirige a sus lectores y, en general, la cantidad de elementos perturbadores que hay en la mayoría de sus relatos. Elementos que, curiosamente, no me chocaban tanto de pequeña. Anda que… habrá quien entienda a mi yo del pasado; por lo visto Pesadilla antes de Navidad era demasiado para mi sensibilidad infantil, pero una directora que tira a los niños por la ventana del colegio y los encierra en un armario lleno de clavos y cristales, pues no, mira, eso tenía su gracia. Misterios de la vida.

Pero como he comentado, puede que eso tenga mucho que ver con el tono de la narración. Releyendo este libro me he dado cuenta de que quizá el motivo por el que conectaba tanto conmigo era que yo sentía que me trataba como a un ser maduro e inteligente, y que el autor me otorgaba cierta complicidad. Roald Dahl debía intuir que ningún niño iba a tomarse muy en serio sus idas de olla, y por lo tanto decidía que, dentro de ese marco de lo absurdo, podía pasarse tres pueblos, y cuatro si hacía falta, siempre que nos mantuviera entretenidos e inmersos en la aventura. Así lo hacía, y nadie se traumatizaba. No estoy diciendo que deberíamos dejar que los niños lean cualquier cosa sin preocuparnos por el impacto que pueda tener sobre ellos, evidentemente hay que tener un respeto por su sensibilidad, pero no olvidemos esto: los niños también aprecian los desafíos. Me parece que a menudo pasamos eso por alto y nos volvemos un tanto sobreprotectores. Por ejemplo, la contraportada de esta edición de Matilda dice que es una lectura para mayores de doce años. No sé… ¿eso no es una exageración? Y un poco absurdo, además, teniendo en cuenta que la protagonista es una niña que se ha leído El ruido y la furia con cinco años.

Por ponerle un defecto al libro, el final me parece algo deprimente. También me lo parecía un poco de pequeña. No es que acabe mal, de hecho es lo que la mayoría llamaríamos un «final feliz», pero después de pasarnos toda la historia de susto en susto creo que nos merecíamos algo menos gris que esto. Curiosamente tengo la misma sensación con la mayoría de libros de Roald Dahl: acaban «bien» en el sentido de que se resuelve el conflicto principal, pero como desenlaces resultan apagadísimos, y te dejan como diciendo: «Bueno, pues nada, esto parece que se ha acabado». Un poco más de emoción no habría matado a nadie.

Pero en general me ha gustado; he disfrutado este retorno a mi (no tan lejana) infancia, y he vuelto a pasármelo muy bien con esta lectura. Los personajes son interesantes, las situaciones surrealistas hasta el extremo, y el lenguaje bastante ingenioso. En resumen, muy recomendable para los niños y, ¿por qué no?, también para los adultos nostálgicos. Es bueno viajar en el tiempo de vez en cuando.

viernes, 22 de enero de 2016

Reto de Lectura 2015 - Un libro que esté al final de tu lista de libros por leer: The Railway Man, de Eric Lomax


La sanidad física tiene lugar bastante rápido; es el resto lo que lleva tiempo.

Puedo asegurar que esta es una de las reseñas que más me ha costado saber cómo empezar. Me he obligado a mí misma a escribirla nada más terminar de leer el libro, en vez de dejar un margen de tiempo como he hecho en la mayoría de los casos, porque quería intentar captar mi reacción más inmediata. Pero no sé, resulta que reflejar esa reacción nada más cerrar el libro es más difícil de lo que parece. Y más tratándose de un libro como este, del que se podrían decir muchas cosas.

Aunque parezca raro, me he dado cuenta de que no puedo hablar con justicia de The Railway Man (El hombre del ferrocarril) sin mencionar otra obra literaria que leí hace un par de años en la universidad. Se trata de un relato corto de Tim O’Brien, escritor estadounidense, que se titula «How to Tell a True War Story» (Cómo contar una verdadera historia de la guerra), el cual os recomiendo leer si tenéis ocasión. Para mí se ha convertido en una especie de referente cada vez que me acerco a historias relacionadas con la guerra, en parte porque su enfoque viene a decir algo así como: «Mira, no hay un manual para esto ni una única manera de contar este tipo de experiencias». El caso es que cuando analizamos ese relato en clase la profesora nos dijo que al final la única respuesta válida para la pregunta que plantea el título sería «contándola verdaderamente». Incluso entonces yo intuía que eso significaba algo que yo aún no comprendía del todo, no me pareció un sinsentido, pero sí que me provocó algunas dudas. No podía evitar preguntarme: ¿eso no es demasiado obvio? Si vas a contar una historia verdadera, tienes que hacerlo con la verdad en la mano. Es lo mínimo que puede pedirse, ¿no?

Pero la verdad no es una cosa tan simple como a veces nos sentimos tentados a creer. Da igual cuánto nos empeñemos en dar una versión veraz de los hechos, da igual lo honestos que nos creamos capaces de ser… la realidad es que a la hora de hablar de nuestras experiencias personales siempre va a haber cosas que queramos callar, fingir que no están ahí y creer que de ningún modo afectan a nuestro carácter en el presente. Esto ocurre incluso con cosas insignificantes, ya desde que contamos anécdotas del cole a nuestros padres siendo niños; lo hacemos hoy en día cada vez que usamos una red social. Y si con nuestro día a día nos cuesta contar la verdad, ¿cómo debe ser enfrentarte al desafío de contar un testimonio como el que Eric Lomax nos presenta en este libro? ¿Cómo reúnes la entereza, el coraje y la sinceridad para narrar la experiencia de haber sido hecho prisionero, interrogado y torturado casi hasta la muerte? ¿Cómo consigues romper ese código del silencio que te impones a ti mismo?

The Railway Man cuenta una historia asombrosa. Es cierto que una de las cosas que he aprendido con este reto de lectura es que una historia asombrosa no siempre se traduce en un buen libro, pero en este caso sí lo es. Lo sé porque en varios momentos he tenido que obligarme a poner el marcapáginas. Lo sé porque cada vez que tenía que interrumpir la lectura me sentía culpable, creía que estaba abandonando al protagonista y no entendía cómo era posible que yo pudiera simplemente parar y continuar con mi cómoda vida. Lo sé porque, a pesar de que sabía que es el protagonista quien está hablando (y por lo tanto es evidente que sobrevive), he llegado a temer por su vida. Y lo sé porque, aunque sabía cuál era el final hacia el que me dirigía (en parte porque ya había visto la película basada en este libro, en parte porque ya te lo explica la nota sobre el autor en la primera página), ha habido momentos en que no he sido capaz de creer que esta historia pudiera acabar así.

Podría enrollarme muchísimo más, pero sinceramente, el tiempo que pasáis leyendo mi palabrería es tiempo que perdéis de leer este libro. Desgraciadamente creo que aún no lo tenemos en español (a ver si alguna editorial se anima a traducirlo pronto), pero si entendéis inglés no lo dudéis ni un instante. The Railway Man es algo más que una historia de «no a la guerra» con la que sueltas cuatro lagrimones y te quedas tan a gusto. Es un relato valiente y abierto que habla sobre la dificultad de ponerles nombre a ciertas cosas, sobre heridas que el tiempo no puede sanar por su cuenta, y sobre la vida que puede renacer de las cenizas.

P. D. Un día de estos haré una reseña sobre la película también.

miércoles, 20 de enero de 2016

Pincelada de tinta: El maestro cristalero

Hubo una vez un maestro cristalero que había fabricado un vaso precioso para una vela. Estaba hecho con cristales de colores como si fuera la ventana de una catedral gótica, y cuando la luz del fuego lo atravesaba, parecía que la habitación entera se convertía en una especie de caleidoscopio. Todo el que se acercaba a observarlo quedaba sobrecogido por su belleza.

Pero un día el vaso se cayó de su estantería y se hizo añicos. El maestro, con su paciencia infinita, recogió hasta el más minúsculo de los pedazos y los fue pegando hasta reconstruirlo por completo. El vaso volvió a ser tan hermoso como antes, aunque había una diferencia: tenía unas líneas finas, pero visibles, allí donde el maestro había unido los trozos.

Cuando acabó de arreglarlo, el maestro llenó el vaso con cera y colocó la vela dentro. Pero cuando prendió una cerilla y se disponía a encenderla, el vaso rogó:

–No, maestro, ¡por favor! No lo hagas.

–¿Qué sucede, vaso?

–Si enciendes esa vela, todo el mundo podrá ver claramente las líneas que hay entre mis fragmentos. Y entonces sabrán que me rompí. ¿Por qué no me cubres primero con una capa de pintura, de modo que no se vean esas marcas?

–Imposible. Si hago eso, no se verá la luz, ni tampoco el brillo que desprenden tus colores cuando esta atraviesa el cristal.

–Pero… –el vaso seguía inquieto, y el maestro sonrió para tranquilizarlo.

–No tengas miedo. No debe preocuparte que aquellos que te miren sepan que un día te rompiste en pedazos. Porque también verán en esas líneas las manos que te reconstruyeron.

Y entonces el maestro cristalero encendió la vela. La llama creció, los colores resplandecieron. El interior del vaso se llenó de calor, y a medida que el fuego crecía, la luz empezó a subrayar todas aquellas marcas y a contar la historia, no de la perfección de un vaso indestructible, sino de la excelencia de aquel cristalero que había creado tanta belleza a partir de algo que se había perdido.

jueves, 14 de enero de 2016

Reto de Lectura 2015 - Un libro ambientado durante la Navidad: Cuentos de viajeros y posadas, de Charles Dickens y Wilkie Collins



La verdad es que la forma en que encontré este libro parece cosa del destino. Justo se dio la circunstancia de que a principios de diciembre fui a la biblioteca a devolver el libro de Wilkie Collins del que he hablado en la entrada anterior y, no sé por qué, me dio por pasearme delante de la sección de Dickens. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con esta colección de relatos escrita entre ambos autores, y además ver que estas historias tenían, según la descripción de la contratapa, «la Navidad como motivo y escenario de la mayoría de ellos». Un momento, pensé, ¿no había una categoría para esto en el reto de lectura? ¡Y además estamos en diciembre! Por favor, era demasiado perfecto. Sé que esto se parece un poco a juzgar un libro por su portada, pero eh, mi primera experiencia con Wilkie Collins había sido muy buena, y Dickens… ¡era Charles Dickens! Vamos, si prácticamente inventó la celebración de la Navidad tal como la concebimos hoy en día. Seguro que un libro así no podía decepcionarme, ¿verdad?

Eh…

Bueno, creo que lo más lógico sería comentar brevemente cada uno de los relatos y luego evaluar el libro de forma general. El primero, escrito por Charles Dickens, se llama literalmente así, «El primero». Al parecer originalmente iniciaba una serie de publicaciones conocida como Los siete viajeros pobres, por eso lo que hace es introducir un marco para las historias que se van a narrar: un grupo de viajeros alrededor del fuego de una posada en Nochebuena. Hasta aquí, todo perfecto; este tipo de escenario es una de mis debilidades literarias. Este primer relato, narrado por el anfitrión, cuenta la historia de un soldado que pierde a su mejor amigo en una batalla, y de cómo redirige eso su vida. Si bien el argumento no es nada del otro mundo, está bien contado y cumple perfectamente su cometido: ponernos en situación.

A continuación, tenemos «El cuarto viajero pobre», de Wilkie Collins. ¿Por qué de repente hemos pasado del primero al cuarto? En fin, dejemos las preguntas para el final. El caso es que por lo visto este viajero fue abogado antes de caer en la pobreza, y aunque no está dispuesto a hablar de cómo ha llegado a estas circunstancias, sí que nos narra uno de los casos que tuvo que enfrentar en el ejercicio de su profesión. Es una excelente historia policíaca a pesar de su brevedad, y tiene un gran sentido del humor en cuanto a la forma en que está contada, así que me encantó. No veo absolutamente ninguna relación con el anterior relato, ni en temas, ni en estilo, ni en tono, y lo cierto es que no veo la Navidad por ninguna parte, pero oye… variedad. La variedad es buena, ¿no?

Pero entonces llegamos al tercer capítulo, «El huésped», escrito por Charles Dickens, y… bueno… el libro muere durante treinta páginas. Lo siento, no sé expresarlo de otra forma. En primer lugar, todo ese marco narrativo que habíamos visto en el primer relato desaparece: ahora estamos en otra serie de publicaciones titulada La posada del Acebo, y en vez de un grupo de viajeros alrededor de la chimenea tenemos a un señor que, como tiene que quedarse varios días en una posada a causa de una tormenta, se dedica a matar el tiempo pensando en anécdotas relacionadas con las posadas inglesas. Ese cambio tan brusco bastaría para perder la atención del lector, pero se lo perdonaría si al menos este nuevo escenario tuviera su propio interés. No es el caso. He llegado a echar de menos a Washington Irving leyendo este capítulo, así de aburrida tenía que estar.

En fin, como este huésped acaba más aburrido que nosotros, decide intentar superar su timidez hablando con otras personas de la posada y escuchando sus historias. Así introduce el siguiente relato escrito por Wilkie Collins, «El mozo de cuadra», y aquí es cuando el libro resucita con una fascinante historia gótica que pone los pelos de punta. ¡Sí! ¡Gracias! Posadas tenebrosas, pesadillas, apariciones fantasmagóricas, intentos de asesinato… Sigo sin saber qué tendrá esto que ver con el tono navideño que me habían prometido, pero mira, después de ese capítulo anterior acepto cualquier cosa donde haya algo de movimiento.

Por último, para concluir el libro, tenemos otra vez a Charles Dickens con el relato de «El limpiabotas». Esta historia quizá se pasa un poco de sentimental, incluso para una ñoña como yo, pero se lo perdono porque desde el principio intuyes que no va a tener exactamente un final feliz. Es la historia de dos niños que se fugan juntos para casarse contada desde la perspectiva de un adulto que cuida de ellos, de modo que sí, es pura nostalgia y melancolía, y a la nostalgia se le permite ser un poco sentimental. Quizá lo que pasa es que me chocó un poco el contraste con el tono tan tétrico del relato anterior.

Y hasta aquí el análisis individual. Como he dado a entender, la verdad es que las historias, cada una por separado, me gustan bastante (salvo «El huésped», pero es que eso no era ni una historia completa), así que por pura matemática debería decir que me ha gustado este libro, ¿verdad? Pues… más o menos. Las matemáticas no siempre se llevan bien con la literatura, y esto es un buen ejemplo: Cuentos de viajeros y posadas no me ha disgustado, pero tampoco me convence como una obra completa. No entiendo muy bien por qué está editado así, pero la realidad es que esto no es una colección de cuentos como tal: es un libro formado a base de fragmentos de dos colecciones diferentes. Y uno podría pensar que da igual, al fin y al cabo son historias independientes, qué más da el marco narrativo o la conexión entre ellas, ¿no? Pero no, no da igual. Hay buenas y malas formas de hilar una colección de relatos, por muy independientes que estos sean: ya sea con temas comunes, con la ambientación, con un personaje… Tuve algunos problemas con Cuentos de la Alhambra, pero ese es precisamente un perfecto ejemplo de una colección de relatos en condiciones; se pueden señalar otros puntos negativos tal vez, pero nadie podría negar que esas historias tienen un buen motivo para aparecer en el mismo libro. Con Cuentos de viajeros y posadas el único elemento común parece ser eso: que hay posadas y gente que viaja. Me parece una excusa un poco pobre para coger estos relatos de dos publicaciones distintas y editarlos juntos. Incluso la supuesta temática navideña se diluye hasta el punto de resultar inexistente… aunque bueno, ahora que lo pienso podría decirse que eso es como lo que pasa en la vida misma. Supongo que debería darle un punto por realismo.

En resumen, recomiendo leer cualquiera de estos relatos por separado, pero no se gana gran cosa por leerlos juntos en este volumen. Solo lo aconsejaría en caso de que os interese comparar los estilos literarios de Dickens y Collins. En ese aspecto sí resulta muy entretenido, porque son muy opuestos, pero a la vez parece que estos dos nacieron para encontrarse. Si lo único que buscáis es esa comparación, entonces sí, podéis darle una oportunidad.

sábado, 9 de enero de 2016

Reto de Lectura 2015 - Un libro con un color en el título: La mujer de blanco, de Wilkie Collins


Como comentaba en la entrada anterior, mi idea es continuar con este reto de lectura aunque ya se haya terminado el 2015. Es uno de esos casos en que lo importante es acabar la carrera, no ganarla. Y vamos a empezar el año comentando un libro que ya leí hace más de un mes, pero no había encontrado el momento para hacer una reseña en condiciones: La mujer de blanco, de Wilkie Collins. La historia, según su propio preámbulo, «de lo que puede resistir la paciencia de la Mujer y de lo que es capaz de lograr la tenacidad del Hombre».

Si eso es de lo que va esta historia o no, dejo que cada cual lo juzgue por sí mismo. Personalmente no me gusta universalizar las cosas de entrada, pero sí puedo decir esto: en este relato vamos a encontrar, efectivamente, mujeres pacientes y hombres tenaces. También hombres que hacen gala de mucha paciencia y mujeres con una gran tenacidad, y como cabría esperarse, esos son precisamente los personajes más interesantes: los que cuentan con ese doble filo. Pero mejor hablemos de otras cosas antes, y ya comentaremos este tema de los personajes en el penúltimo párrafo.

El punto fuerte de esta novela es su narrativa. No porque su estilo sea particularmente original (la literatura de esta época está llena de historias contadas a base de diarios, informes y cartas), sino porque Wilkie Collins parece ser uno de esos autores que sabe perfectamente cómo deben ir hilados los acontecimientos en un relato de suspense. Sabe cuándo tienen que aparecer los primeros elementos de misterio, cuánto hay que decir sobre ellos, en qué momento empezar a desvelarlos y, en resumen, cuánta información hay que darle al lector para que no se sienta perdido en medio de tanta incógnita pero tampoco descubra todo demasiado rápido. Hoy en día, con toda la ficción detectivesca que tenemos, es posible que tengamos una idea bastante clara de cómo funciona esto, pero… ¿en 1859? No; esto tiene mucho más mérito de lo que parece. Otro punto a favor de la novela es que, a pesar de que el tono es realista en general (ya desde la estructura de las múltiples voces, que muestra cierta obsesión por darle autenticidad al relato), también tiene aspectos góticos y románticos que la hacen mucho más memorable. En concreto hay dos momentos claves en el cementerio que resultan de lo más inquietantes y perturbadores.

Y ahora volvamos al tema de los personajes. Hay que admitir que, aunque todos cumplen a la perfección lo que su papel requiere de ellos, en general los protagonistas son bastante unidimensionales. Para ser justos, eso era una constante en la literatura inglesa del siglo XIX; no vamos a ensañarnos con Wilkie Collins por eso. Pero sí, algunos arquetipos son bastante reconocibles: tenemos al héroe honrado y humilde, a la joven dulce e inocente, al noble despiadado que solo mira por sus propios intereses… Como ya he dicho, eso es en esencia lo que espero de este tipo de novela, pero es necesario mencionarlo porque es precisamente lo que hace aún más valiosa la presencia de dos personajes que sí se salen de esos parámetros. Me refiero a Marian Halcombe y al conde Fosco. Se trata de personajes técnicamente secundarios, pero son de lejos los más interesantes: los que tienen una personalidad más desarrollada y varios matices que hacen sus acciones algo más impredecibles que las del resto. Habría sido muy fácil hacer de ellos meros «acompañantes» de Laura Fairlie y sir Percival Glyde, pero no: tienen un carácter más allá del rol que desempeñan. Marian es una heroína de la época; es evidente que no va a ir por ahí agitando una espada ni comandando ejércitos, pero es inteligente y tiene agallas, y la perseverancia con la que se entrega a la tarea de proteger a su hermana Laura es algo para admirar. Al mismo tiempo tiene dudas e incluso toma decisiones de las que luego se arrepiente, lo cual la hace aún más humana. En cuanto al conde Fosco, ¿qué se puede decir? Tiene una personalidad tan intrigante y difícil de descifrar que es imposible no odiarlo y amarlo al mismo tiempo. Me recuerda un poco al capitán John Silver de La isla del tesoro en ese sentido: sabes que es peligroso y que no deberías fiarte de él, pero tiene tanto carisma que entiendes perfectamente por qué los personajes sí lo hacen.

Me ha quedado una reseña más larga de lo que esperaba, pero miradlo así: que un libro me haga hablar tanto casi dos meses después de haberlo leído es una muy buena señal. Significa que no solo se lee con gusto, sino que además no se olvida fácilmente. No sé si convenceré a alguien con esta recomendación, pero por mi parte tengo claro que me ha encantado y que me alegro mucho de haberle dado una oportunidad.