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lunes, 24 de mayo de 2010

Pincelada de tinta - Circular

Escribí este relato para un concurso, pero finalmente sentí que no debía enviarlo y no lo hice. Así que, en exclusiva, aquí lo tenéis xD.

P.D. No le veo sentido a estas alturas a disculparme por todo este tiempo sin publicar x)


-¿Y por qué dejaste lo del saxofón?


Luis se encogió de hombros y se limpió las gafas con el borde de la camiseta por sexta vez en cinco minutos. Estaba sudando como un condenado: las gotas le resbalaban por la nariz, las sienes, la nuca, sus manos estaban empapadas en sudor… Le contestó que no lo sabía, y la chica de los guantes rotos, iluminada de tanto en tanto por la luz de las farolas que el autobús iba dejando atrás, lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de confesarle algo imperdonable. Quiso saber cómo era posible que hubiera estado dos años perdiendo tiempo y dinero para luego dejarlo sin ni siquiera saber por qué, y luego resopló y murmuró algo sobre lo que había que oír con estos niños ricos. Luis se preguntó por qué no se largaba y lo dejaba en paz, pero nunca saldrían esas palabras de su boca: era demasiado caballeroso, cobarde e imbécil como para decirle algo así a una chica a la que apenas conocía, así que, tras titubear un momento, sólo consiguió sugerirle que ella le contara algo. La chica entornó entonces sus enormes ojos negros, sin dejar de mirarlo fijamente con aquella expresión que parecía sacada de una película de vampiros de los años cincuenta, y preguntó con tono sarcástico si quería saber a qué se dedicaba. Luis se encogió de hombros, o más bien todo él se encogió aún más de lo que ya estaba, tan encogido que su cuerpo podría haber pasado por el ojo de una aguja.

-No te pases de listo conmigo, chaval –dijo ella, y dándole la espalda comenzó a sacarse una a una las mil horquillas que le sujetaban el pelo, dejando caer sobre sus hombros un mechón rizado de alquitrán. Y otro, y otro, y otro…

Luis se quedó mirando por la ventanilla y suspiró, exasperado. No podía creer que le estuviera sucediendo eso a él, que siempre presumía de tenerlo todo bajo control. Era la situación más surrealista de la historia de la humanidad, y no había forma de explicar que algo así estuviera sucediendo. Una cosa era la casualidad, o lo que fuera, de que la chica hubiera subido en el mismo autobús que él, y otra cosa muy distinta era que no se le hubiera ocurrido mejor cosa que sentarse a su lado para buscar conversación. Estaba casi decidido a bajar en la siguiente parada: sus bolsillos estaban vacíos, pero todo, incluso pasar la noche perdido en pleno centro de la ciudad, sería mejor que aquella locura.

El autobús paró una vez más, y de nuevo ninguno de los dos hizo ademán de levantarse del asiento. Luis sintió como si un litro de saliva cayera por su reseca garganta; miró de reojo a la chica de los guantes rotos, que estaba quitándose las últimas horquillas, y le preguntó, en un fallido intento por parecer despreocupado, dónde se bajaba. Ella curvó sus gruesos labios que parecían hechos de chicle y respondió que no pensaba bajarse en su parada porque era obvio que no quería que él la siguiese y supiera dónde vivía. Muy lógico, reconoció Luis, quitándose otra vez las gafas con una mano que no se estaba quieta. ¡Maldita mano!, pensó, era como si tuviese Parkinson o algo así. La chica lo miró de reojo, soltó una carcajada cargada de una desesperante naturalidad y le preguntó si era así de cortado con todas las chicas. Luis confesó que no lo era, y ella sonrió como si aquello fuese un cumplido.

-Me llamo Siomara –dijo, extendiendo hacia él la mano que llevaba el guante marrón, menos agujereado que el otro. Luis se quedó mirándola durante un buen rato y al final la estrechó durante un segundo y la volvió a retirar como si quemara, como si al hacerlo estuviese firmando su condena de muerte, metiéndose en el lío más gordo de su vida y atándose por propia voluntad para no salir nunca de él. Se llamaba Siomara, qué bien. Punto final.

Y en efecto, podría haber sido el punto final a la conversación… si no fuera porque decidió bajarse, finalmente, en la misma parada que ella. La suya la había dejado atrás un buen rato antes, junto al sentido común. Se sintió como un auténtico imbécil, pero pensó que de todas formas ya estaba acostumbrado a sentirse como un imbécil, aunque eso tampoco era ninguna excusa, porque una cosa era sentirse imbécil y otra muy distinta comportarse como tal.

-¿En qué piensas? –le preguntó Siomara.

-¿Eh? En nada.

Ella frunció los labios y, después de quedarse mirándolo en silencio durante más o menos cien años y un día, le dijo que no se esforzase en ir tras ella y que se fuese a su casa, a lo que Luis no pudo evitar responder con una sonrisa burlona que se había quedado sin dinero, pensando en lo irónico de la situación. Siomara resopló con evidente fastidio y entrecerró los ojos en una expresión pensativa que él no podía dejar de contemplar, y murmuró que entonces iba a tener que llevarlo de la manita al metro como a los niños chicos. Luis se negó en rotundo una y otra vez, demostrando una testarudez que ni él sabía que tenía pero que no le sirvió de nada porque, pensó más tarde, seguro que si buscara la palabra “cabezota” en el diccionario aparecerían al lado aquellos ojos oscuros subrayados por senderos de pecas. Siomara sonrió, alzó una ceja y le preguntó si le tenía miedo. Luis dijo que, la verdad, sí. Ella se rió con una risa tan inocente que cualquiera habría pensado que se trataba de una broma, cualquiera salvo Luis, que a pesar del atolondramiento que se había instalado en su neurona no podía dejar de recordar que, al fin y al cabo, esas manos cubiertas por guantes en forma de colador eran las mismas que lo habían aterrorizado hacía menos de una hora.

Caminaron durante no mucho rato recorriendo la calle en dirección a la estación de Guzmán el Bueno. Fueron quizá diez minutos, diez miradas que Luis echó a su reloj de pulsera japonés y diez veces que observó cómo las luces nocturnas de las lámparas y los coches bailaban en las pupilas de Siomara con destellos de plata y azul. Había algo de loco y fantástico en todo aquello. En cualquier otra situación, otra hora, otro día, nunca se habría fijado en ella; sin embargo ahora, aún habiendo comenzado todo como comenzó, la chica de los guantes rotos lo sorprendía con cada palabra, cada contestación, cada gesto que dibujaba poesía en el paisaje madrileño que los rodeaba.

-Si te hago una pregunta, ¿prometes no contarme ninguna mentira piadosa?

-Lo intentaré –respondió ella.

-¿Por qué precisamente a mí?

Siomara se mordió el labio inferior y lo miró como si intentara disculparse con los ojos. Se encogió de hombros y se enroscó un rizo en el dedo índice, rehuyendo su mirada durante unos segundos en los que pareció convertirse en una niña de diez años, despeinada y con cien pecas más en sus mejillas teñidas de escarlata.

-Bueno –dijo al fin, suspirando-, vale, chico, nunca hubiera dicho que tienes un año más que yo. ¡Qué quieres que te diga! No los aparentas, con perdón, pero…

Luis asintió con una media sonrisa. Se lo figuraba: a esas alturas de su vida ya estaba lo bastante acostumbrado a ser bajito y flaco como para que la sorpresa de Siomara al enterarse de que tenía diecinueve años y no quince fuese una novedad. Ella vio aquel gesto y sonrió a su vez, mirando para otro lado. Lo cierto es que resultaba difícil, por no decir imposible, creer que la misma chica podía sonreír con tanta sencillez y sujetar una navaja en la misma tarde. Le preguntó si tenía por casualidad una hermana gemela y Siomara le dijo que era muy gracioso.

Llegaron a la boca del metro y ésta se los tragó junto a un buen grupo de gente, al tiempo que escupía a otros a la calle. Luis alzó una ceja extrañado cuando vio que su acompañante sacaba más de un billete, y le dirigió una pregunta silenciosa que ella respondió confesando que de hecho tenía que coger el metro para volver a su casa. El chico sintió un leve cosquilleo en la nuca, pensando por un momento que aquella revelación los acercaba un poquito el uno al otro, y tras un titubeo le preguntó, esta vez ya sin tratar de fingir desinterés, en qué dirección iba. Resultó ser la contraria a la suya. Sintió que se desinflaba un poco, y aquella sensación debió reflejarse en algún movimiento de su cara, porque Siomara se rió y comentó, como si le hablara al aire, que al fin y al cabo en la línea circular todos los caminos llevan a Roma. Los labios de Luis dibujaron una leve sonrisa.

Cruzaron los tornos y caminaron sin ninguna prisa, bajando las escaleras normales en lugar de las mecánicas. Así pues, escalón a escalón, bajaron un nivel. Y otro. Y otro. Y fue entonces cuando Luis se dio cuenta, por primera vez desde que habían entrado, del sonido de la música.

Era un saxofón. Allí, frente a ellos, un hombre de cabello largo y oscuro con pinceladas de escarcha tocaba con los ojos semicerrados, parado junto a un estuche negro lleno de monedas. Luis sintió algo así como una brisa de nostalgia al oír aquel sonido tan familiar, recordando por un segundo todas aquellas tardes ensayando con las partituras que le dejaba el profesor, y una sonrisa palpitó en sus labios cuando miró a Siomara y vio que sus ojos brillaban con entusiasmo infantil. Era una melodía alegre, que al chico le recordaba a alguna canción de Diego Torres que había oído hacía tiempo.

Los ojos de Siomara se cruzaron con los suyos, y esta vez no los retiró. Sonrió con todos los dientes y se formaron dos hoyuelos exquisitos en sus mejillas, al tiempo que Luis sentía que las suyas ardían un poco. Entonces ella se acercó y le tomó una mano, y antes de que el chico pudiera decir “ni hablar”, se encontró bailando al compás de las notas que salían del saxofón.

Ninguno de los dos lo hacía demasiado bien, pero en el futuro Luis apenas recordaría el sentimiento de vergüenza y perplejidad, la ridícula estampa de estar intentando bailar con una chica que le sacaba media cabeza, o los cien ojos extrañados de las personas que se volvían para mirarles: en cambio, conservaría el recuerdo de las risas contagiosas de Siomara cada vez que se pisaban el uno al otro, el tacto de sus guantes llenos de agujeros en sus manos, y la canción que aquel músico tocaba para ellos sin prestarles atención. Pensó por un momento que quizás se había quedado dormido en el autobús y que todos esos instantes que estaba viviendo no le pertenecían, no podían ser una experiencia real a no ser, claro, que a Siomara le faltase un tornillo (lo cual, visto lo visto, no era una idea tan descabellada). Pero ese breve destello de lucidez, de darse cuenta de lo absurdo de la situación, duró lo poco que tardó en dar una vuelta y aterrizar por cuarta vez sobre el pie de su compañera de baile.

La canción terminó, y fue entonces cuando el chico cayó en la cuenta de que se encontraban en el punto donde se separaban los andenes, la parte donde cada uno tomaba su propia dirección, el lugar de la despedida. Siomara, con el pelo algo alborotado después de aquella torpe danza que habían improvisado en un momento, le preguntó si tenía dinero, a lo que Luis sonrió burlonamente y se encogió de hombros. Ella se sacó entonces la cartera del bolsillo del abrigo, la abrió y sacó un billete de veinte euros que depositó en el estuche del saxofonista; éste la miró con los ojos muy abiertos y luego sonrió ampliamente, dedicándole una solemne reverencia como si se tratase de una reina, o más bien de una musa que había venido a tocarlo con su gracia. Luis le dirigió una mirada incrédula y ella parpadeó, en un gesto entre picardía y disculpa, y se acercó a él. Le preguntó si se iba hacia la derecha. Luis asintió medio distraído.

-Bueno, ha sido un gusto conocerte, chico. Me has caído bien.

-¿Sí?

Luis sonrió, sintiéndose un papanatas.

-Sí, hombre. En serio.

-¿Tan bien como para devolverme la cartera?

Siomara lo escudriñó con sus ojos como pozos negros, frunció el ceño y apenas un segundo más tarde aquel gesto dejó paso a una sonrisa divertida: entonces metió la mano en el bolsillo, sacó la navaja que había usado esa tarde y se la puso a Luis en la mano diciéndole que se la podía quedar de recuerdo. El chico acarició la hoja y comprobó que en realidad era de plástico: una imitación muy bien conseguida, sí, pero plástico al fin y al cabo. La voz que lo llamaba estúpido dentro de su cabeza se hizo más fuerte, y Siomara soltó una carcajada al ver cómo enrojecía. Le dijo que sentía haberle dado un susto. Luis comentó que, para ser la primera vez que lo asaltaban, por lo menos el episodio no había acabado tan mal.

-Toma, y no te mosquees –dijo Siomara, entregándole la cartera-. Te devolveré los veinte euros otro día.

Luis le dijo que tampoco hacía falta que tuviera prisa, porque aquello de “otro día” le había sonado a campanas celestiales y porque sintió que, en realidad, aquellos habían sido los veinte euros mejor invertidos de su vida: sólo por ver aquella última sonrisa de Siomara, y por el beso que le dio en la mejilla al despedirse, y por aquellas primeras notas con las que el saxofonista daba comienzo a una nueva canción cuando ella se fue… habían valido la pena.

Bajó la última escalera hasta el andén justo cuando el tren entraba en las vías, y soltó un gruñido, ya que eso le impedía saludar a Siomara con la mano cuando ésta bajara. La vio por última vez desde la ventanilla del vagón cuando entraba en el andén de enfrente, y apenas tuvo tiempo de cruzar una mirada con ella antes de desaparecer en la oscuridad del túnel que lo llevaba en su recorrido por debajo del centro de Madrid. Es curioso, pensó Luis, que tenga que cruzarse una loca en tu camino durante menos de una hora de tu vida para que te espabiles y comprendas de que cada minuto cuenta, y si no lo descubres por las buenas será por las malas, y que hasta la más disparatada experiencia puede tener un final feliz. ¡Claro que, desde luego, su familia no iba a comprender la moraleja de la historia! Primero se alarmarían cuando contase que lo habían atracado, luego su hermano y su padre se burlarían de él cuando les dijese que había sido una chica, entonces les enseñaría la navaja de plástico y se troncharían del todo llamándolo pringado una, dos y diez veces, y finalmente abrirían unos ojos como platos y le dirían que había perdido la cabeza cuando se jactara de que había ligado con la asaltante en cuestión. Eso sí, su madre se alegraría mucho cuando le dijese que quería retomar las clases de saxo.

No le había dicho a Siomara su nombre. Maldición.

Se sujetó a la barra del techo del vagón y se pasó una mano por el pelo, sonriendo para sí mismo. ¡Bah! Tendría la oportunidad de hacerlo, estaba seguro.

Ella había dicho otro día.
FIN

3 comentarios:

  1. ¡guaaaauuuuu! me encantan muchas cosas, por ejemplo la boca del metro tragando y escupiendo gente y el litro de la saliva por la garganta del pobre Luis ¡muy bueno! ¡good job, congratulations!

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  2. Felicidades Abi! A mi también me gustan muchas cosas. Pero en general, el ritmo. Te atrapa y no puedes dejar de leer rápido, rápido... a ver qué pasa (y qué pasó...)

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  3. Me encanta... ¡Me encanta! Lo cierto es que es flipante como enganchas tan fácilmente con un argumento tan sencillo... Mi parte favorita: El juego de dinero-tuyo, dinero-mío...

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