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viernes, 28 de junio de 2013

Pincelada de ideas - Vivir felices y comer perdices

El término “cuentos de hadas” ha aparecido más de una vez en este blog, pero a decir verdad, no tanto como en las cosas que escribía y leía cuando tenía quince o dieciséis años. Estos días he estado haciendo excursiones al trastero y he encontrado varias reliquias que me han hablado de ello. Mis reflexiones de aquel entonces deambulaban mucho por los reinos de la fantasía, cosa que aún hacen pero en términos un poco distintos. ¿A qué me refiero con esto? Voy a intentar explicarme lo mejor posible, porque lo cierto es que este tema me ha hecho pensar.

La etapa que va más o menos de los doce a los dieciocho años es una de las más importantes del crecimiento humano, y quizá por ese motivo también es normalmente una de las más duras. Cuando estás en esa edad, nadando en una espiral de confusión, existencialismo y luchas de identidad, llega un momento en que lo único que quieres hacer es buscar vías de escape que te convenzan de que lo mejor aún está por llegar, alguna fantasía que te mantenga a la espera de lo ideal y lo perfecto. Durante mucho tiempo para mí esa vía de escape fue comparar la realidad con los cuentos de hadas… algo en lo que, como descubriría más adelante, no era en absoluto la única. Lo cual me lleva a plantearme dos preguntas.

La primera: ¿por qué nos gusta pensar que la vida se parece a los cuentos de hadas?

Si estamos familiarizados con la mayoría de elementos que abarca este género, la respuesta a esta pregunta no es muy difícil de encontrar. La fórmula del cuento de hadas tradicional es harto conocida: el protagonista empieza en una situación difícil pero se topa con algo o alguien que tiene poder para hacer realidad sus sueños, y por sus virtudes y cualidades se hace merecedor de ese favor. A partir de este momento hay una serie de aventuras y encuentros, pasa de todo, pero al final los villanos reciben su castigo y los buenos su recompensa, y el relato llega a su fin con una frase como “y vivieron felices y comieron perdices” (por cierto, aunque la mayoría de nosotros oímos esta expresión mil veces de pequeños, estuvimos mucho tiempo sin tener la más remota idea de lo que era una perdiz). Esto es el resumen a grandes rasgos. Había muchos otros elementos en los cuentos de hadas que luego formaban parte de la fantasía adolescente: los lugares de ensueño con palacios brillantes y bosques encantados, la princesa que espera ansiosa la llegada del caballero que venga a rescatarla, etc. Y el atractivo de todo esto es muy evidente. Al fin y al cabo, ¿quién no ha dicho alguna vez, en medio de una situación difícil, que le gustaría tener una varita mágica que resolviera sus problemas en un instante? En algún momento de nuestra vida muchos tendemos a comparar la realidad con los cuentos de hadas porque nos gustaría creer que en el momento más inesperado habrá una rana que se convierta en príncipe, un palacio lleno de lujos y un hada madrina que se encargue de dar su merecido a los que nos han hecho daño. Esa es la imagen del final feliz, la cumbre de la fantasía que tal vez soñábamos con vislumbrar al final del camino.

Sin embargo, esta idea casi nunca dura para siempre. Tarde o temprano suele llegar el momento de la deconstrucción. Me ha llamado la atención, revisando mis recuerdos de esa etapa, cuántas veces el mensaje final era: “nunca dejes de creer en los cuentos de hadas”, como si eso fuera un sinónimo de nunca perder la esperanza. El caso es que creo que sabéis a qué me refiero cuando digo que después de esta etapa llega otra en la que se pone de moda decir que la vida nunca es como los cuentos de hadas. Que las soluciones mágicas no existen y que no hay manera de que tus pasos te lleven a ese final feliz deseado, que vivimos en un mundo cruel donde los buenos pierden y las cosas son así y punto. Lo cual me lleva a mi segundo interrogante: ¿por qué dejamos de creer en los cuentos de hadas?

Reflexionando sobre esto me he dado cuenta de algo: creo que ese pensamiento tan amargo que he descrito arriba, y que tan realista nos parece a todos en algún momento, no sólo va desencaminado, sino que además es una vía fácil para no afrontar una verdad que puede ser aún más dura. A lo mejor no es que tengamos que aceptar el hecho de que la vida nunca es como los cuentos de hadas. Es más, si me lo preguntáis os diré que en muchas ocasiones yo sí que les veo un parecido enorme.

Quizá de lo que a veces no nos damos cuenta es que los cuentos de hadas en realidad no son tan ideales como parecen.

Esto es cierto, por una parte, en el sentido más literal; por ejemplo, los bosques encantados casi siempre escondían un peligro tremendo del que el protagonista se libraba por los pelos, así que realmente no tenían nada de pintoresco y encantador. Pero a lo que me refiero en un sentido más amplio es que los cuentos de hadas muchas veces sí se cumplen en la vida real: el problema es que fallamos a la hora de ver cuál es nuestro rol en ellos y que a veces descubrimos que ese juego de reglas no es tan atractivo como parecía. Descubrimos, por ejemplo, que estar sin hacer nada en una torre esperando a que aparezca el caballero de reluciente armadura en realidad no es muy interesante, y de hecho preferirías bajar y salir a dar una vuelta por los alrededores. Descubrimos que a veces sí llega la solución mágica, o el tren de la oportunidad como acabamos llamándolo… pero que con frecuencia lo perdemos por no estar atentos. Descubrimos que los malos sí reciben su merecido, pero que muy a menudo los malos somos nosotros y entonces ya no nos parece tan justo.

Y lo más importante: tarde o temprano descubrimos que esa imagen del anhelado “final feliz” acaba fragmentándose, no porque sea imposible que se haga realidad, sino porque comprendemos que esa aparente perfección no puede satisfacernos. Sé que, al menos en mi caso, esto ha sido muy real. Ni los príncipes, ni las princesas, ni las riquezas materiales, ni ver a los malos recibir su merecido… nada de eso es suficiente para hacerme feliz. Por mucho que Anderssen o Perrault hayan hecho por intentar dibujar utopías universales, creo que podemos aspirar a descubrir algo aún más valioso: algo por lo que cambiaríamos esos sueños y esa fantasía idílica estimándolos como algo triste e inservible en comparación. Y dudo mucho que nos conformásemos con menos.

¿Qué es tan valioso que pueda hacernos renunciar alegremente a nuestra fantasía del final feliz?

Ni más ni menos que la promesa de la eternidad.


Y ésta es la promesa que él nos hizo, la vida eterna (1ª Juan 2:25)

1 comentario:

  1. J.R.R.Tolkien no solo veía un final, que terminara como el los cuentos de hadas, ya que el final de todos era llegar a valinor o tierras imperecederas, cada uno de una manera, al final de todas las cosas, donde solo en barco estaba reservado a los elfos, a el istari(Gandalf) y 4 excepciones (Bilbo, Frodo, Sam y Gimli).
    Ese final es el que me conmueve, el que me llena de ilusión, llegar al final de carrera, y ser merecedor de cruzar el mar, privilegio solo a unos pocos, en la tierra media, pero posible, aquí, y real.
    "Cruzando el mar hacia el oeste de la tierra, media se encuentra valinor, la tierra de los valar, desde los puertos grises se zarpa, en los barcos que no regresa, hacia las tierras imperecederas, hogar de Iluvatar, allí deseo zarpar, ese es mi deseo".
    Escrito en mi muro, hace un tiempo.
    EL ESCRIBANO DEL REY

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