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domingo, 16 de agosto de 2009

Pincelada de paginas - Mi boligrafo y yo

Vale, no intenteis buscarle el sentido a esto, porque no lo tiene. Tan simple como eso xD. Es una rayada mental que puede ser interesante como reflejo de lo que pasa en mi cerebro cuando mis Musas estan perezosas, pero no mucho mas que eso... En fin, ahi va xD.



La puerta es vieja, demasiado, quizás, pero aún resiste. Cuando la abro, me encuentro con una de las estancias más cerradas que he visto en mi vida, un desastre para tratarse de una librería, pero toda una gozada teniendo en cuenta lo que es más allá de eso: un escenario. Entorno los ojos para ver con un poco de más claridad a través de esta condenada oscuridad y busco con la mano un interruptor, pero no hay nada en la pared que se le parezca.
-Maldición… -farfullo entre dientes-. Lo había olvidado.
Trato de moverme a través de esta cueva urbana, tropiezo con un par de banquetas (por supuesto, no sería yo si mi torpeza no me acompañara a todas partes) y tanteo en medio de la nada en busca de un escritorio que, si no me equivoco, tiene que estar más o menos a mi izquierda… Sí, aquí está. Y detrás de él, la silla giratoria, tal como yo misma describí. Me apoyo en ella con la mano para no tropezarme con nada más y me apresuro a sentarme. ¡Ah, por fin! Ahora sólo tengo que reptar con la mano sobre la superficie del escritorio y encontrar mi… ajá, helo aquí: mi pequeño cuaderno de espirales, al menos eso creo adivinar mientras lo palpo, ya que mis ojos siguen ciegos dentro de esta librería sin ventanas ni lámpara, que bien podría ser una caja de zapatos un poco más grande de lo habitual. Y al lado de mi cuaderno está, como siempre, mi bolígrafo.
Perfecto, ya tengo en mis manos las dos herramientas que necesito: ahora sólo tengo que comprobar mi capacidad para escribir a ciegas. Resoplo. ¿Cómo he podido olvidarme de la luz? En fin, manos a la obra. Abro el cuaderno por donde sigo teniendo páginas en blanco, o al menos eso espero, y, bolígrafo en mano, garabateo torpemente en la parte de arriba para situarme. Bien, más o menos ubicada estoy. Ahora la primera frase:
La luz de una lámpara iluminaba la desordenada librería…
Súbitamente mis ojos vuelven a ver, ¡y de qué manera! Miro hacia arriba y descubro en el techo una recién aparecida lámpara que brilla con la intensidad de millones de voltios, iluminando cada rincón. Pongo mala cara, no puedo evitarlo. Esto tampoco era lo que pretendía… ¿cómo se entiende que haya una librería tan cutre con semejante lamparón del siglo XXII? Báh, todo hay que explicarlo… Tacho la última línea y escribo un poco más abajo:
La tenue luz de la bombilla casi fundida que colgaba del techo iluminaba pobremente la desordenada librería…
El chorro de luz anterior se apaga paulatinamente hasta convertirse en penumbra y, cuando vuelvo a mirar hacia arriba, echo un vistazo, ahora más satisfecha, a mi pequeña obra: una bombilla pequeña cuya luz es tremendamente escasa, pero suficiente para distinguir el sitio donde estoy.
¿Y dónde estoy?
Vuelvo a dirigir la vista al cuaderno y me muerdo el labio inferior con cierto fastidio. Me pregunto cuál es el siguiente paso. El escenario está montado, los personajes están listos para entrar en acción… pero no sé qué es lo que quieren hacer. Me siento confundida, y ni siquiera sé cómo poner por escrito esas sensaciones de vacío mental, de sequía pura y dura. ¿Pereza? No lo sé, quizás. Se parece más a ese asomo de fracaso, a esa voz que repite una y otra vez: “¿y ahora qué?”. Desgraciadamente, aún no tengo la respuesta.
No tengo la respuesta, escribo, de forma casi inconsciente, en el papel. Eso no era lo que quería, no es la historia que quiero contar, ni siquiera es una estúpida historia. Pero no he podido evitarlo.
Súbitamente, y de forma algo alarmante, mi bolígrafo salta bruscamente de mi mano y empieza a deslizarse por el papel. Levanto una ceja, o eso haría si supiera hacerlo. Leo con curiosidad las palabras que empiezan a dibujarse en la hoja, justo debajo de mi última frase, de mi último pensamiento.
¿Para qué no tienes respuesta?
Sé que ahora mismo me encuentro en ese rincón de mi cabeza donde todo es posible, donde todo puede suceder, pero aun así nunca deja de ser desconcertante que tu bolígrafo cobre vida e incluso inicie un diálogo contigo. Creo que nunca acabaré de acostumbrarme. Tras ver que se queda quieto y cae sobre el papel, lo cojo entre los dedos y escribo debajo:
Simplemente no sé qué escribir ahora… Sé lo que tiene que pasar aquí, en esta librería, pero no sé el cómo.
Sólo un segundo después de levantar el bolígrafo del último punto, éste vuelve a ponerse en marcha por sí mismo. Vaya, alguien está hiperactivo hoy y no necesita pensar mucho lo que tiene que decir. Los hay con suerte.
Mira, tienes tres personajes y tienes un sitio donde meterlos, ¿no? Hazlo, y simplemente deja que se muevan por sí mismos. Observa sus acciones, sus movimientos, y descríbelos. Sólo eso.
Sólo eso, sólo eso… báh. Ya empezamos a ponernos filosóficos, y no estoy de humor para filosofadas cuando los engranajes de mi cabeza no quieren funcionar ni siquiera para escribir ficción. Vuelvo a sujetar el bolígrafo, tal vez con más fuerza de la necesaria, y escribo rápidamente otro mensaje:
Eso es muy fácil para ti, querido. Tú sólo tienes que soltar la tinta y copiar lo que te dictan mis neuronas, pero para mí no es tan fácil ponerlas en marcha. Lo que dices tiene mucha lógica, pero llevarlo a la práctica no es tan fácil, ¿sabes?
Ni siquiera he terminado de trazar el último signo de interrogación cuando se me vuelve a escapar de entre los dedos. ¡Será…! ¿Y qué pasa si no era eso todo lo que quería escribir? Intento volver a atraparlo, pero resulta imposible: yo soy demasiado torpe, y él demasiado ágil. No me lo puedo creer, vencida por un pedazo de plástico con tinta…
¿Quién habla de lógica? Aquí de lo que se trata es de escuchar, de comprender y de saber poner en el papel lo que sabes que está sucediendo, no de si tiene sentido o no. Si estás discutiendo con tu propio bolígrafo, se sobreentiende que has dejado la lógica de lado por un momento.
No contesto enseguida, sino que leo la parrafada que tengo delante un par de veces, intentando asimilar todo lo que dice. Cuando vuelvo a coger el boli y empiezo a escribir, ni siquiera yo sé qué decir realmente, pero algo tengo que responder, ¿no?
Vale, no te sigo del todo, pero intuyo por dónde vas. Supongo que tienes razón.
No sigo. Realmente no tengo nada más que responder, he perdido este asalto. Lo raro es que el bolígrafo se ha quedado quieto… ¿no se ha dado cuenta de que ya le he dejado turno de palabra? Lo agito un poco como para darle un toque, pero nada. Venga, vamos, no me puedes dejar así…
Ni yo misma entiendo por qué siento este alivio cuando vuelve a saltar de mi mano al papel, pero así de raros somos algunos… Leo ávidamente las nueva frase, corta pero directa, que aparece ahora en la hoja cuadriculada.
¿Y a qué esperas entonces?
Yo qué sé a qué espero. Pero bueno, supongo que tendré que confiar en que Carmen, esa chica tan pesada que no para de darme dolores de cabeza contándome su vida, me guíe en este nuevo capítulo. Y realmente espero que así sea.
Sonrío un poco, con un gesto a medio camino entre la resignación y el entusiasmo, y trazo una última frase, una despedida, supongo, por el momento:
Nada, supongo. Pongámonos manos a la obra.
Y sin más preámbulos, paso la página y comienzo a escribir en serio. La puerta de la librería, con un ligero chirrido, empieza a abrirse…

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