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domingo, 10 de mayo de 2009

Pincelada de tinta - El candil roto

No me ha dado tiempo a escribir un relato nuevo para hoy, así que he tenido que recurrir al baúl de los recuerdos y poner uno que, aunque es, creo, del año pasado, no lo había colgado en ninguna parte aún. Yo lo odio, pero me han dicho que es bonito y tal (sobre gustos no hay nada escrito XD), así que os dejo que juzguéis vosotros mismos ^^



Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria.1ª Corintios 15.41

Gloria llegó caminando hasta su portal e introdujo la llave en la cerradura; como siempre, le costó por lo oxidada que estaba. Un perro vagabundo, flaco y enfermizo, soltó un ladrido débil a sus pies, haciendo que la joven lo contemplara con la piedad que la había caracterizado desde niña.
Finalmente la cerradura giró y consiguió entrar empujando un poco la puerta; sólo un poco, porque chirriaba mucho y el portero aún dormía. El rellano estaba vacío, como pensaba. Subió hasta el cuarto piso por las escaleras, porque sabía que el ascensor no funcionaba desde hacía años.
No podía evitar pensar en la metáfora de cuánto se parecía el ascensor de aquel viejo edificio a su propia vida…
Cuando abrió la puerta de su departamento, la recibió un silencio asfixiante que denotaba el vacío de aquel hogar. Ni siquiera una mascota que le hiciera compañía. Odiaba su soledad tanto como la necesitaba, y aunque siempre trataba de convencerse a sí misma de que le gustaba su aislamiento, no podía evitar la añoranza de los viejos tiempos, los buenos ratos pasados en otra época, otra casa, otras circunstancias, otra gente, otra dimensión… otra vida.
Encendió la luz del vestíbulo y se encaminó hacia su habitación. Sólo tenía quince minutos para prepararse antes de ir a trabajar, pero notó su corazón oprimido bajo la carga del sufrimiento y sintió la inminente necesidad de tumbarse en su cama, no porque estuviera cansada, sino porque tenía que pensar en algo que aliviara un poco su angustia. La oscuridad de su cuarto la acogió y sintió suficiente seguridad como para hundirse entre las sábanas y sollozar desolada, embargada por aquellos demonios disfrazados de nostalgia y culpa que la habían perseguido durante los últimos cuatro años, convirtiendo su vida en una sucesión de sinsabores, tinieblas, decepciones y recuerdos llenos de dolor. Sólo podía preguntarse constantemente qué hubiera sucedido si él no hubiera hecho lo que hizo: Gloria podría haber sido una mujer feliz, llena de alegría y rodeada de sus seres queridos… pero se había convertido en una sombra de toda aquella felicidad.
Y además estaba sola.
Giró la cabeza sobre la almohada y contempló largamente los dos libros que reposaban sobre su mesilla de noche. Tenía una valiosa colección de casi treinta libros que eran lo único que conservaba de su anterior vida, y los guardaba como su más preciado tesoro porque se los había legado su abuelo, y habían llegado a las manos de éste durante la Guerra Civil, rescatados de una biblioteca que fue destruida poco después. Un regalo único, sin duda. Gloria sabía que, aunque lo anhelaba con todo su alma, no era una persona nueva, y aquellos libros se lo recordaban cada día. Su niñez y, con ella, su pasado. Y el recuerdo de las heridas que había causado entonces, que escupía cenizas en su antes inocente corazón

***
La oscuridad había caído ya sobre el cielo que cubría la playa…
Gloria cerró los ojos y se permitió el lujo de respirar con pureza, de llenar sus pulmones de brisa marina. La luna resplandecía como nunca aquella noche. Las estrellas brillaban tanto que podían iluminar todo el mundo, y su reflejo se dibujaba sobre las vastas aguas de la mar, cuyas embravecidas olas se estrellaban contra los acantilados. El aura del océano le acariciaba el rostro con dulzura. El penetrante aroma de la playa la embargaba por completo y la transportaba en un sueño difícil de olvidar por muchos años que pasasen. Un sueño en el que resonaban timbales entretejidos con la música de las olas, un sueño en el que alguien rasgaba las cuerdas de un salterio, un sueño en el que el silbido de las flautas navegaba con el viento que mecía las pasiones de su corazón.
Un sueño que nunca caía en el olvido.
Las olas lamían con furor sus pies descalzos cada vez que besaban la orilla, mientras sus zapatos, aquellos odiados zapatos de tacón alto, reposaban lejos, junto al muro de piedra que separaba la paz de la playa del estrés y el ruido que rugían en la calle. Eran los momentos como ése los que le daban a Gloria la distracción que necesitaba para no pensar demasiado, porque sabía que, si se dejaba llevar por sus pensamientos, acabaría por matarse. Era aquel uno de esos momentos en los que era imposible creer que la perfección no existía, en los que dejaba de lado todo lo que la preocupaba y disfrutaba con todo su ser de la Naturaleza, un momento de ensueño, de magia.
Un minuto de no pensar en nada más que en la belleza, un segundo de descanso en sus tribulaciones, de no estar muerta en vida, de disfrutar de todo lo creado. Una efímera eternidad de alegría.
Un deseo infinito de salir de sí misma, de construir un barco que la llevara al cielo, de no volver a recordar sus piezas, ni el tablero, ni la partida que dejó atrás. Un anhelo total de alzar las alas como águila y volar hacia la última estrella del universo.
Lo único que Gloria deseaba era que aquella playa se convirtiese en la cripta de sus sueños rotos. Le hubiera gustado sentarse y dejarse morir, simplemente, sin dolor ni miedo, como si sólo estuviera yéndose a dormir, porque sabía que no tenía valor para suicidarse ni energía para seguir viviendo aquella farsa.
“Instinto de supervivencia humano” pensaba, mordiéndose el labio. La realidad era que, desde aquel horrible día en que se había dejado dominar por lo peor de sí misma y había dado plena libertad a su odio, no había dejado de huir de todo y de todos. ¿Por qué tenía que humillarse ella? Sí, lo había despreciado y se había negado a perdonar, pero… ¿acaso él no se lo merecía? ¿Cómo se atrevía a pedirle perdón? Le había quitado todo, ella lo había seguido incondicional y ciegamente… y, a cambio, había sido engañada y traicionada. Él merecía todo su odio.
Y sin embargo…
“¿Lo merece?” se preguntó Gloria, sin apartar su vista de la blanca espuma. No podía evitar aquellos pensamientos. Si de verdad Pablo se merecía aquello… ¿qué era lo que pasaba a ella? No era feliz. No tenía paz. ¿Por qué?
De pronto, Gloria cerró los ojos y dijo en un susurro, reconociendo con sus labios algo que, en el fondo, ya sabía:
-Tengo miedo de estar sola.
Y entonces, una imagen brilló como un relámpago ante sus ojos cerrados durante una milésima de segundo, suficiente para poder apreciar lo que representaba. Una lámpara que irradiaba una fuerte y ardiente luz y, de repente… se apagó. Y todo quedó de nuevo a oscuras.
No era la primera vez que aquella visión cruzaba su mente, pero esa noche, por primera vez, Gloria supo reunir todo su débil valor y la poca fe que le quedaba para admitir otra cosa: ella era ese candil. Una luz que resplandecía con sus sonrisas, su amabilidad, su bondad y el amor que rebosaba… y de pronto se apagó, y todo despareció. No había ya nada más que tinieblas y desorden.
-Gloria… te lo suplico por Dios, por tu Dios, no te vayas, no lo hagas así. No quería hacerte daño, te lo juro.
La voz de Pablo resonó en su cerebro como si estuviese allí, hablándole al oído. En ese momento, Gloria sintió en sus labios el húmedo sabor a sal de una lágrima que acababa de resbalar por su mejilla.
-¿Hacerme daño, Pablo? ¿Por qué? ¿Porque dormías en casa de otra mujer todas las noches haciéndome creer que hacías dos turnos? ¿Porque nuestro matrimonio no existe realmente desde hace tres años? ¿Y es ahora cuando apelas a Dios?
-Te mentí, pero estoy arrepentido, de verdad. Si pudiera borrarlo todo… No estaba enamorado de ti cuando te pedí que nos casáramos, lo confieso, pero sí ahora. Cambiaste, empezaste a resplandecer, y entonces vi… No quiero perderte, Gloria.
-Ya es tarde.
Un sollozo ahogado se escapó de su pecho cuando el recuerdo de aquellas palabras volvió a su mente, como traído por el viento que se llevaba el mar a las nubes. Ella creía que con su corazón nuevo, con su actitud cálida, podría derretir un poco el hielo que cerraba el corazón de Pablo. Quería compartir con él su nueva vida, pero él nunca la había amado lo suficiente como para escucharla. Y finalmente… todas las mentiras salían siempre a la luz.
Sin darse cuenta, Gloria había dibujado su nombre en la arena.
Asustada de sí misma, se dispuso a borrarlo, pero el mar se le adelantó. Poco a poco, las olas se fueron llevando las letras: la P, la A, la B, la L y, con un último susurro, la O. Y la arena volvió a quedar completamente lisa.
“Me hizo muchísimo daño” pensó, con rebeldía. Sin embargo, no podía ahogar por más tiempo aquella vocecilla que le hablaba dulcemente al corazón. Si ella tenía razón, si había hecho bien al abandonar a Pablo sin concederle el perdón que le rogaba… ¿por qué había desparecido su paz? ¿Por qué su refulgente candil se había roto?
Pensó durante unos minutos en aquella reflexión y, ahora totalmente consciente de lo que hacía, volvió a escribir con su dedo sobre la arena, garabateando de nuevo unas letras que formaban otra palabra distinta: PERDÓN.
Gloria suspiró.
Sí, había sido horrible la traición de su marido, su engaño y su infidelidad. Pero ella no podía, por mucho que lo intentaba, convertirse a sí misma en la víctima de aquella historia. Porque también había sido horrible su orgullo y su frialdad al darse por vencida justo cuando él quería empezar a luchar, cuando él se había desprendido de su falta y había reunido el valor para confesarle lo que había hecho. Había sido horrible su deserción, su indiferencia, su insensibilidad ante aquellas lágrimas de arrepentimiento. Y entonces, al alejarse de todo cuanto había sido antes… se extinguió su luz.
Gloria estaba llorando otra vez, pero ahora el sufrimiento y la confusión habían desaparecido, dejando paso a unas lágrimas que resbalaban desde un corazón quebrantado que gemía, no por autocompasión, sino porque sentía que ahora era ella quien necesitaba ser perdonada. Comprendió entonces que la única prisión que la había encarcelado hasta entonces había sido ella misma.
Y por fin, después de cuatro años, encontró la paz que había perdido.
La sonrisa volvió sus labios.
El candil roto había vuelto a brillar.

FIN

1 comentario:

  1. Abi, GENIAL! No dejas de sorprenderme, de verdad... Como siempre, publicitaré este genial texto en mi tuenti...

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