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jueves, 27 de mayo de 2010

Pincelada de páginas - Vislumbrando el horizonte

Queridos lectores (existentes e inexistentes):

Ésta va a ser una pincelada muy breve, porque la novela a la que dedico esta sección me está exigiendo que me centre en ella. Sí, el blog también me lo pide de vez en cuando, pero ya veis… es mucho menos convincente.

El caso es que tenía que escribir esto para decir, primero, que pido disculpas por el imperdonable tiempo que he estado sin actualizar este sitio. Pero a mi favor voy a decir que no he perdido el tiempo del todo. Y eso era lo que quería anunciaros: estoy muy contenta.

Sí, sé que anunciar mi felicidad en la misma entrada donde os pido disculpas es un poco maleducado, pero no puedo evitarlo. ¿Por qué? Porque las razones de que esté tan contenta están directamente relacionadas con el libro que estoy escribiendo. Y además porque, si os fijáis, ésta es la primera Pincelada de Páginas que no utilizo para quejarme de mi sequía mental.

Eso es, amigos. La historia de Carmen está llegando a su fin

Os confieso que esta es una parte muy emocionante de la aventura que supone escribir un libro, porque es ahora cuando los personajes están más vivos que nunca y parecen fluir hacia las páginas. Y además, durante estos últimos meses he aprendido muchísimo sobre lo que significa escribir. Pero no quiero adelantaros información.

Como dije que este texto sería breve, no voy a enrollarme ahora con reflexiones y agradecimientos, porque al fin y al cabo aún no he acabado de escribir y, como dijo un gran sabio en la Biblia, “todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. Aun así, quiero apuntar un comentario muy breve para adjudicar gran parte del mérito del progreso de esta novela al gran Stephen King, que me ha enseñado una gran lección que nunca voy a olvidar: uno no debe quedarse esperando a las Musas.

Aunque, desde luego, eso sólo ha sido una herramienta. Todo lo bueno que pueda salir de este montón de papeles unidos por un argumento sólo le pertenecen al Maestro.
Con esto me despido y me voy para seguir dejando caer palabras. Os adelanto que, cuando le ponga el punto y final a la novela, dejaré una sorpresita aquí, en “El arte de soñar”.

¡Que Dios os bendiga!

lunes, 24 de mayo de 2010

Pincelada de tinta - Circular

Escribí este relato para un concurso, pero finalmente sentí que no debía enviarlo y no lo hice. Así que, en exclusiva, aquí lo tenéis xD.

P.D. No le veo sentido a estas alturas a disculparme por todo este tiempo sin publicar x)


-¿Y por qué dejaste lo del saxofón?


Luis se encogió de hombros y se limpió las gafas con el borde de la camiseta por sexta vez en cinco minutos. Estaba sudando como un condenado: las gotas le resbalaban por la nariz, las sienes, la nuca, sus manos estaban empapadas en sudor… Le contestó que no lo sabía, y la chica de los guantes rotos, iluminada de tanto en tanto por la luz de las farolas que el autobús iba dejando atrás, lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de confesarle algo imperdonable. Quiso saber cómo era posible que hubiera estado dos años perdiendo tiempo y dinero para luego dejarlo sin ni siquiera saber por qué, y luego resopló y murmuró algo sobre lo que había que oír con estos niños ricos. Luis se preguntó por qué no se largaba y lo dejaba en paz, pero nunca saldrían esas palabras de su boca: era demasiado caballeroso, cobarde e imbécil como para decirle algo así a una chica a la que apenas conocía, así que, tras titubear un momento, sólo consiguió sugerirle que ella le contara algo. La chica entornó entonces sus enormes ojos negros, sin dejar de mirarlo fijamente con aquella expresión que parecía sacada de una película de vampiros de los años cincuenta, y preguntó con tono sarcástico si quería saber a qué se dedicaba. Luis se encogió de hombros, o más bien todo él se encogió aún más de lo que ya estaba, tan encogido que su cuerpo podría haber pasado por el ojo de una aguja.

-No te pases de listo conmigo, chaval –dijo ella, y dándole la espalda comenzó a sacarse una a una las mil horquillas que le sujetaban el pelo, dejando caer sobre sus hombros un mechón rizado de alquitrán. Y otro, y otro, y otro…

Luis se quedó mirando por la ventanilla y suspiró, exasperado. No podía creer que le estuviera sucediendo eso a él, que siempre presumía de tenerlo todo bajo control. Era la situación más surrealista de la historia de la humanidad, y no había forma de explicar que algo así estuviera sucediendo. Una cosa era la casualidad, o lo que fuera, de que la chica hubiera subido en el mismo autobús que él, y otra cosa muy distinta era que no se le hubiera ocurrido mejor cosa que sentarse a su lado para buscar conversación. Estaba casi decidido a bajar en la siguiente parada: sus bolsillos estaban vacíos, pero todo, incluso pasar la noche perdido en pleno centro de la ciudad, sería mejor que aquella locura.

El autobús paró una vez más, y de nuevo ninguno de los dos hizo ademán de levantarse del asiento. Luis sintió como si un litro de saliva cayera por su reseca garganta; miró de reojo a la chica de los guantes rotos, que estaba quitándose las últimas horquillas, y le preguntó, en un fallido intento por parecer despreocupado, dónde se bajaba. Ella curvó sus gruesos labios que parecían hechos de chicle y respondió que no pensaba bajarse en su parada porque era obvio que no quería que él la siguiese y supiera dónde vivía. Muy lógico, reconoció Luis, quitándose otra vez las gafas con una mano que no se estaba quieta. ¡Maldita mano!, pensó, era como si tuviese Parkinson o algo así. La chica lo miró de reojo, soltó una carcajada cargada de una desesperante naturalidad y le preguntó si era así de cortado con todas las chicas. Luis confesó que no lo era, y ella sonrió como si aquello fuese un cumplido.

-Me llamo Siomara –dijo, extendiendo hacia él la mano que llevaba el guante marrón, menos agujereado que el otro. Luis se quedó mirándola durante un buen rato y al final la estrechó durante un segundo y la volvió a retirar como si quemara, como si al hacerlo estuviese firmando su condena de muerte, metiéndose en el lío más gordo de su vida y atándose por propia voluntad para no salir nunca de él. Se llamaba Siomara, qué bien. Punto final.

Y en efecto, podría haber sido el punto final a la conversación… si no fuera porque decidió bajarse, finalmente, en la misma parada que ella. La suya la había dejado atrás un buen rato antes, junto al sentido común. Se sintió como un auténtico imbécil, pero pensó que de todas formas ya estaba acostumbrado a sentirse como un imbécil, aunque eso tampoco era ninguna excusa, porque una cosa era sentirse imbécil y otra muy distinta comportarse como tal.

-¿En qué piensas? –le preguntó Siomara.

-¿Eh? En nada.

Ella frunció los labios y, después de quedarse mirándolo en silencio durante más o menos cien años y un día, le dijo que no se esforzase en ir tras ella y que se fuese a su casa, a lo que Luis no pudo evitar responder con una sonrisa burlona que se había quedado sin dinero, pensando en lo irónico de la situación. Siomara resopló con evidente fastidio y entrecerró los ojos en una expresión pensativa que él no podía dejar de contemplar, y murmuró que entonces iba a tener que llevarlo de la manita al metro como a los niños chicos. Luis se negó en rotundo una y otra vez, demostrando una testarudez que ni él sabía que tenía pero que no le sirvió de nada porque, pensó más tarde, seguro que si buscara la palabra “cabezota” en el diccionario aparecerían al lado aquellos ojos oscuros subrayados por senderos de pecas. Siomara sonrió, alzó una ceja y le preguntó si le tenía miedo. Luis dijo que, la verdad, sí. Ella se rió con una risa tan inocente que cualquiera habría pensado que se trataba de una broma, cualquiera salvo Luis, que a pesar del atolondramiento que se había instalado en su neurona no podía dejar de recordar que, al fin y al cabo, esas manos cubiertas por guantes en forma de colador eran las mismas que lo habían aterrorizado hacía menos de una hora.

Caminaron durante no mucho rato recorriendo la calle en dirección a la estación de Guzmán el Bueno. Fueron quizá diez minutos, diez miradas que Luis echó a su reloj de pulsera japonés y diez veces que observó cómo las luces nocturnas de las lámparas y los coches bailaban en las pupilas de Siomara con destellos de plata y azul. Había algo de loco y fantástico en todo aquello. En cualquier otra situación, otra hora, otro día, nunca se habría fijado en ella; sin embargo ahora, aún habiendo comenzado todo como comenzó, la chica de los guantes rotos lo sorprendía con cada palabra, cada contestación, cada gesto que dibujaba poesía en el paisaje madrileño que los rodeaba.

-Si te hago una pregunta, ¿prometes no contarme ninguna mentira piadosa?

-Lo intentaré –respondió ella.

-¿Por qué precisamente a mí?

Siomara se mordió el labio inferior y lo miró como si intentara disculparse con los ojos. Se encogió de hombros y se enroscó un rizo en el dedo índice, rehuyendo su mirada durante unos segundos en los que pareció convertirse en una niña de diez años, despeinada y con cien pecas más en sus mejillas teñidas de escarlata.

-Bueno –dijo al fin, suspirando-, vale, chico, nunca hubiera dicho que tienes un año más que yo. ¡Qué quieres que te diga! No los aparentas, con perdón, pero…

Luis asintió con una media sonrisa. Se lo figuraba: a esas alturas de su vida ya estaba lo bastante acostumbrado a ser bajito y flaco como para que la sorpresa de Siomara al enterarse de que tenía diecinueve años y no quince fuese una novedad. Ella vio aquel gesto y sonrió a su vez, mirando para otro lado. Lo cierto es que resultaba difícil, por no decir imposible, creer que la misma chica podía sonreír con tanta sencillez y sujetar una navaja en la misma tarde. Le preguntó si tenía por casualidad una hermana gemela y Siomara le dijo que era muy gracioso.

Llegaron a la boca del metro y ésta se los tragó junto a un buen grupo de gente, al tiempo que escupía a otros a la calle. Luis alzó una ceja extrañado cuando vio que su acompañante sacaba más de un billete, y le dirigió una pregunta silenciosa que ella respondió confesando que de hecho tenía que coger el metro para volver a su casa. El chico sintió un leve cosquilleo en la nuca, pensando por un momento que aquella revelación los acercaba un poquito el uno al otro, y tras un titubeo le preguntó, esta vez ya sin tratar de fingir desinterés, en qué dirección iba. Resultó ser la contraria a la suya. Sintió que se desinflaba un poco, y aquella sensación debió reflejarse en algún movimiento de su cara, porque Siomara se rió y comentó, como si le hablara al aire, que al fin y al cabo en la línea circular todos los caminos llevan a Roma. Los labios de Luis dibujaron una leve sonrisa.

Cruzaron los tornos y caminaron sin ninguna prisa, bajando las escaleras normales en lugar de las mecánicas. Así pues, escalón a escalón, bajaron un nivel. Y otro. Y otro. Y fue entonces cuando Luis se dio cuenta, por primera vez desde que habían entrado, del sonido de la música.

Era un saxofón. Allí, frente a ellos, un hombre de cabello largo y oscuro con pinceladas de escarcha tocaba con los ojos semicerrados, parado junto a un estuche negro lleno de monedas. Luis sintió algo así como una brisa de nostalgia al oír aquel sonido tan familiar, recordando por un segundo todas aquellas tardes ensayando con las partituras que le dejaba el profesor, y una sonrisa palpitó en sus labios cuando miró a Siomara y vio que sus ojos brillaban con entusiasmo infantil. Era una melodía alegre, que al chico le recordaba a alguna canción de Diego Torres que había oído hacía tiempo.

Los ojos de Siomara se cruzaron con los suyos, y esta vez no los retiró. Sonrió con todos los dientes y se formaron dos hoyuelos exquisitos en sus mejillas, al tiempo que Luis sentía que las suyas ardían un poco. Entonces ella se acercó y le tomó una mano, y antes de que el chico pudiera decir “ni hablar”, se encontró bailando al compás de las notas que salían del saxofón.

Ninguno de los dos lo hacía demasiado bien, pero en el futuro Luis apenas recordaría el sentimiento de vergüenza y perplejidad, la ridícula estampa de estar intentando bailar con una chica que le sacaba media cabeza, o los cien ojos extrañados de las personas que se volvían para mirarles: en cambio, conservaría el recuerdo de las risas contagiosas de Siomara cada vez que se pisaban el uno al otro, el tacto de sus guantes llenos de agujeros en sus manos, y la canción que aquel músico tocaba para ellos sin prestarles atención. Pensó por un momento que quizás se había quedado dormido en el autobús y que todos esos instantes que estaba viviendo no le pertenecían, no podían ser una experiencia real a no ser, claro, que a Siomara le faltase un tornillo (lo cual, visto lo visto, no era una idea tan descabellada). Pero ese breve destello de lucidez, de darse cuenta de lo absurdo de la situación, duró lo poco que tardó en dar una vuelta y aterrizar por cuarta vez sobre el pie de su compañera de baile.

La canción terminó, y fue entonces cuando el chico cayó en la cuenta de que se encontraban en el punto donde se separaban los andenes, la parte donde cada uno tomaba su propia dirección, el lugar de la despedida. Siomara, con el pelo algo alborotado después de aquella torpe danza que habían improvisado en un momento, le preguntó si tenía dinero, a lo que Luis sonrió burlonamente y se encogió de hombros. Ella se sacó entonces la cartera del bolsillo del abrigo, la abrió y sacó un billete de veinte euros que depositó en el estuche del saxofonista; éste la miró con los ojos muy abiertos y luego sonrió ampliamente, dedicándole una solemne reverencia como si se tratase de una reina, o más bien de una musa que había venido a tocarlo con su gracia. Luis le dirigió una mirada incrédula y ella parpadeó, en un gesto entre picardía y disculpa, y se acercó a él. Le preguntó si se iba hacia la derecha. Luis asintió medio distraído.

-Bueno, ha sido un gusto conocerte, chico. Me has caído bien.

-¿Sí?

Luis sonrió, sintiéndose un papanatas.

-Sí, hombre. En serio.

-¿Tan bien como para devolverme la cartera?

Siomara lo escudriñó con sus ojos como pozos negros, frunció el ceño y apenas un segundo más tarde aquel gesto dejó paso a una sonrisa divertida: entonces metió la mano en el bolsillo, sacó la navaja que había usado esa tarde y se la puso a Luis en la mano diciéndole que se la podía quedar de recuerdo. El chico acarició la hoja y comprobó que en realidad era de plástico: una imitación muy bien conseguida, sí, pero plástico al fin y al cabo. La voz que lo llamaba estúpido dentro de su cabeza se hizo más fuerte, y Siomara soltó una carcajada al ver cómo enrojecía. Le dijo que sentía haberle dado un susto. Luis comentó que, para ser la primera vez que lo asaltaban, por lo menos el episodio no había acabado tan mal.

-Toma, y no te mosquees –dijo Siomara, entregándole la cartera-. Te devolveré los veinte euros otro día.

Luis le dijo que tampoco hacía falta que tuviera prisa, porque aquello de “otro día” le había sonado a campanas celestiales y porque sintió que, en realidad, aquellos habían sido los veinte euros mejor invertidos de su vida: sólo por ver aquella última sonrisa de Siomara, y por el beso que le dio en la mejilla al despedirse, y por aquellas primeras notas con las que el saxofonista daba comienzo a una nueva canción cuando ella se fue… habían valido la pena.

Bajó la última escalera hasta el andén justo cuando el tren entraba en las vías, y soltó un gruñido, ya que eso le impedía saludar a Siomara con la mano cuando ésta bajara. La vio por última vez desde la ventanilla del vagón cuando entraba en el andén de enfrente, y apenas tuvo tiempo de cruzar una mirada con ella antes de desaparecer en la oscuridad del túnel que lo llevaba en su recorrido por debajo del centro de Madrid. Es curioso, pensó Luis, que tenga que cruzarse una loca en tu camino durante menos de una hora de tu vida para que te espabiles y comprendas de que cada minuto cuenta, y si no lo descubres por las buenas será por las malas, y que hasta la más disparatada experiencia puede tener un final feliz. ¡Claro que, desde luego, su familia no iba a comprender la moraleja de la historia! Primero se alarmarían cuando contase que lo habían atracado, luego su hermano y su padre se burlarían de él cuando les dijese que había sido una chica, entonces les enseñaría la navaja de plástico y se troncharían del todo llamándolo pringado una, dos y diez veces, y finalmente abrirían unos ojos como platos y le dirían que había perdido la cabeza cuando se jactara de que había ligado con la asaltante en cuestión. Eso sí, su madre se alegraría mucho cuando le dijese que quería retomar las clases de saxo.

No le había dicho a Siomara su nombre. Maldición.

Se sujetó a la barra del techo del vagón y se pasó una mano por el pelo, sonriendo para sí mismo. ¡Bah! Tendría la oportunidad de hacerlo, estaba seguro.

Ella había dicho otro día.
FIN

domingo, 23 de mayo de 2010

Pincelada de ideas - Difícil

No es una pincelada de ideas exactamente, a no ser que renombre éstas como "lo que se me pasa por la mente en estos momentos", pero encaja mejor aquí que en otras etiquetas.

¿Por qué es tan difícil escucharte?


Sé que es por mi propio pecado. O tal vez por las interferencias. Pero muchas veces simplemente encuentro difícil esperar en el silencio para ver qué es lo que quieres decirme. ¡Quisiera que fuese más sencillo! Intento detenerme, parar, olvidarme de las distracciones diarias… pero… el silencio me pone nerviosa. No estoy acostumbrada. Por alguna razón, siempre me rodeo de ruido.


¿Por qué es tan difícil aceptar tu amor?


Siempre he aceptado tu amor como algo natural. Ahora no estoy tan segura. A lo mejor una parte de mi madurez se ha apoderado de esa parte del intelecto que se empeña en dar una razón a todas las cosas. Pero a la pregunta de por qué me amas no puedo encontrar una respuesta racional. ¿Por mí misma, por quien soy yo? ¿O es porque no te queda más remedio que amar a todos?


No soy capaz de comprender el significado de un amor incondicional. Algo en mi mente me dice que eso sólo son exageraciones. Cada vez que fallo, y cada vez que vuelvo a meter el pie en la misma trampa, a veces de forma consciente, luego te pido perdón. Pero a veces no me siento muy perdonada. Es difícil fallar tantas veces y poder creer que tú no te das por vencido conmigo. ¿Y lo creo? No estoy segura.


En momentos como este, me doy cuenta de mi egoísmo. Reconozco que estas dudas muchas veces me hacen sufrir, pero casi nunca recuerdo que el único propósito de mi existencia en este mundo es que tú te engrandezcas. Y sé que para ello puedes aún utilizar mis debilidades (tú lo has dicho). Pero… ¿mis repetidos pecados?


Conoces mi corazón. Y mis sentimientos. Sabes que a menudo, cuando leo o escucho esas historias de siervos tuyos que lo dan todo por ti, que se juegan la vida, que sacrifican todo lo que tienen para adorarte… ¡me lleno de tantas emociones encontradas! La admiración, claro está, pero también la impotencia y la incomprensión. Si bien me lleno de ilusión cuando escucho de sus acciones, éstas no me asombran tanto: sé que tú tienes poder para hacer cosas absolutamente imposibles. Pero ese amor que ellos sienten y demuestran… esa pasión por tu nombre…


Descubro que mi corazón no es así. Y no sé por qué. A veces intento consolarme, pensar que tal vez cambiaré con el tiempo. Pero el caso es que cada vez que oigo a alguien decir eres el mundo entero para mí o por un segundo a tu lado lo daría todo, me inunda un sentimiento de culpa. Sé que yo no puedo pronunciar esas palabras con total sinceridad. Tal vez en algún momento en que el ambiente, la situación o las circunstancias favorezcan una sensación de efusividad total: entonces, durante unos momentos, sí soy capaz de gritar que te amo, y que realmente lo siento. Pero sé que en el día a día no tengo esa pasión. Cada día tu voz es ahogada por otras a las que casi siempre presto más atención. Mira, ven, escucha, prueba, haz esto, haz lo otro… Una distracción tras otra, cosas que, por muy vanas que sean, me seducen más que la idea de pasar un tiempo escuchándote. En ese silencio.


No soy capaz de decir con sinceridad que te amo con toda mi alma, mi mente y mi corazón, por encima de todas las cosas. Y cuando veo esa actitud en mí, no me gusta.

¿Pero por qué? En realidad, ¿te conozco lo bastante como para saber cuanto quiero amarte? ¿O simplemente busco ese amor porque sé que es lo correcto, lo que debería sentir?


Quizás por eso intentar escuchar tu voz es tan difícil. Quizás en el fondo tengo cierto temor de enfrentarme a ella. No quiero levantar la vista hacia ti y ver que tus ojos decepcionados me rehúyen, diciéndome: Yo di mi vida por ti, ¿y tú no eres capaz de amarme de la misma forma?

En momentos como éste, sé que estoy luchando. Librando una batalla contra mis propios instintos, porque sea por la razón que sea, sé que no he sido creada para que mis deseos carnales reinen sobre los espirituales. Pero hay tantas voces que silban en mi cabeza…


Nunca podrás amarle como él lo merece.

Nunca podrás superar tus pecados. Día tras día, seguirás tropezando con la misma piedra (y no porque no la hayas visto).


Y tantas otras… Muchas veces es fácil distinguir aquéllas que debo ignorar, las que no son más que interferencias en mi vida de oración. Otras veces, en cambio, no es tan sencillo. Y temo confesar que esto se debe a que no conozco tu voz lo suficiente como para reconocerla entre todas las demás que me rodean.


A veces mis ojos sufren las consecuencias de estas luchas, y llegan las lágrimas, y la verdad es que entonces me consuelo un poco al ver que no soy del todo insensible. Pero también comprendo que las lágrimas también me consuelan por autocompasión. Y que ése no es el llanto capaz de sanar un corazón herido.


Hoy pienso en estas cosas, pero mañana será otro día. Una nueva jornada con nuevas distracciones. Y una vez más, las opciones serán: o dejarme llevar por ellas, o centrarme en lo espiritual y entristecerme por mis fallos, que parecen no tener fin.


¡Hay tantas cosas en mí que tienen que cambiar!


Sólo sé que no soy feliz con esta situación, y que tú puedes sanarme de estos sentimientos. Pero ya no quiero ir a ti sólo para pedirte consuelo, curación, guía, respuestas o alivio. Quiero empezar a necesitarte de otra manera. Quiero aprender a anhelar tu voz sólo por el hecho de ser tuya, quiero buscarte cada día, quiero preguntarte lo que tú piensas, quiero centrarme más en ti y olvidarme de mí. Quiero ser diferente. Quiero amarte y enamorarme cada día más de ti.


Quiero que crees en mí un nuevo corazón…

Madrid, 22 de mayo del 2010