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miércoles, 20 de enero de 2016

Pincelada de tinta: El maestro cristalero

Hubo una vez un maestro cristalero que había fabricado un vaso precioso para una vela. Estaba hecho con cristales de colores como si fuera la ventana de una catedral gótica, y cuando la luz del fuego lo atravesaba, parecía que la habitación entera se convertía en una especie de caleidoscopio. Todo el que se acercaba a observarlo quedaba sobrecogido por su belleza.

Pero un día el vaso se cayó de su estantería y se hizo añicos. El maestro, con su paciencia infinita, recogió hasta el más minúsculo de los pedazos y los fue pegando hasta reconstruirlo por completo. El vaso volvió a ser tan hermoso como antes, aunque había una diferencia: tenía unas líneas finas, pero visibles, allí donde el maestro había unido los trozos.

Cuando acabó de arreglarlo, el maestro llenó el vaso con cera y colocó la vela dentro. Pero cuando prendió una cerilla y se disponía a encenderla, el vaso rogó:

–No, maestro, ¡por favor! No lo hagas.

–¿Qué sucede, vaso?

–Si enciendes esa vela, todo el mundo podrá ver claramente las líneas que hay entre mis fragmentos. Y entonces sabrán que me rompí. ¿Por qué no me cubres primero con una capa de pintura, de modo que no se vean esas marcas?

–Imposible. Si hago eso, no se verá la luz, ni tampoco el brillo que desprenden tus colores cuando esta atraviesa el cristal.

–Pero… –el vaso seguía inquieto, y el maestro sonrió para tranquilizarlo.

–No tengas miedo. No debe preocuparte que aquellos que te miren sepan que un día te rompiste en pedazos. Porque también verán en esas líneas las manos que te reconstruyeron.

Y entonces el maestro cristalero encendió la vela. La llama creció, los colores resplandecieron. El interior del vaso se llenó de calor, y a medida que el fuego crecía, la luz empezó a subrayar todas aquellas marcas y a contar la historia, no de la perfección de un vaso indestructible, sino de la excelencia de aquel cristalero que había creado tanta belleza a partir de algo que se había perdido.

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