Hubo
una vez un maestro cristalero que había fabricado un vaso precioso para una
vela. Estaba hecho con cristales de colores como si fuera la ventana de una catedral
gótica, y cuando la luz del fuego lo atravesaba, parecía que la habitación entera se
convertía en una especie de caleidoscopio. Todo el que se acercaba a observarlo
quedaba sobrecogido por su belleza.
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Cuando
acabó de arreglarlo, el maestro llenó el vaso con cera y colocó la vela dentro.
Pero cuando prendió una cerilla y se disponía a encenderla, el vaso rogó:
–No,
maestro, ¡por favor! No lo hagas.
–¿Qué
sucede, vaso?
–Si enciendes esa vela, todo el mundo podrá ver claramente
las líneas que hay entre mis fragmentos. Y entonces sabrán que me rompí. ¿Por
qué no me cubres primero con una capa de pintura, de modo que no se vean esas marcas?
–Imposible.
Si hago eso, no se verá la luz, ni tampoco el brillo que desprenden tus colores
cuando esta atraviesa el cristal.
–Pero…
–el vaso seguía inquieto, y el maestro sonrió para tranquilizarlo.
–No
tengas miedo. No debe preocuparte que aquellos que te miren sepan que un día te
rompiste en pedazos. Porque también verán en esas líneas las manos que te
reconstruyeron.
Y
entonces el maestro cristalero encendió la vela. La llama creció, los colores
resplandecieron. El interior del vaso se llenó de calor, y a medida que el
fuego crecía, la luz empezó a subrayar todas aquellas marcas y a contar la
historia, no de la perfección de un vaso indestructible, sino de la excelencia
de aquel cristalero que había creado tanta belleza a partir de algo que se había
perdido.
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