He
barajado varias opciones a la hora de elegir qué iba a leer en esta categoría,
y aunque por un lado me apetecía mucho revisar tesoros de mi niñez como El pequeño vampiro o Ulrico y las puertas que hablan, también
es cierto que esos libros ya los comenté un poco en esta pincelada. Al final tomé la decisión ya en la biblioteca, cuando encontré, mientras curioseaba por la sección de Roald Dahl como he hecho tantas veces en
el pasado, este pequeño clásico que muchos de vosotros ya
conoceréis. Pensé que sería una relectura interesante, y no me equivocaba.
Roald
Dahl escribía cosas muy extrañas, gente. Y me diréis: «¡Anda! Una que ha
descubierto América». Sí, pero no me refiero tanto a que sus historias sean
extrañas porque hay melocotones gigantes, fábricas de chocolate donde los
empleados son pequeños hombrecitos cantarines o, como en este caso, niñas
superdotadas con poderes telequinéticos. Eso para un niño es el pan de cada
día. Lo que me resulta extraño en las novelas de este señor es el tono con que
se dirige a sus lectores y, en general, la cantidad de elementos perturbadores
que hay en la mayoría de sus relatos. Elementos que, curiosamente, no me
chocaban tanto de pequeña. Anda que… habrá quien entienda a mi yo del pasado;
por lo visto Pesadilla antes de Navidad
era demasiado para mi sensibilidad infantil, pero una directora que tira a los
niños por la ventana del colegio y los encierra en un armario lleno de clavos y
cristales, pues no, mira, eso tenía su gracia. Misterios de la vida.
Pero
como he comentado, puede que eso tenga mucho que ver con el tono de la
narración. Releyendo este libro me he dado cuenta de que quizá el motivo por el
que conectaba tanto conmigo era que yo sentía que me trataba como a un ser
maduro e inteligente, y que el autor me otorgaba cierta complicidad. Roald Dahl
debía intuir que ningún niño iba a tomarse muy en serio sus idas de olla, y por
lo tanto decidía que, dentro de ese marco de lo absurdo, podía pasarse tres
pueblos, y cuatro si hacía falta, siempre que nos mantuviera entretenidos e
inmersos en la aventura. Así lo hacía, y nadie se traumatizaba. No estoy
diciendo que deberíamos dejar que los niños lean cualquier cosa sin
preocuparnos por el impacto que pueda tener sobre ellos, evidentemente hay que
tener un respeto por su sensibilidad, pero no olvidemos esto: los niños también
aprecian los desafíos. Me parece que a menudo pasamos eso por alto y nos
volvemos un tanto sobreprotectores. Por ejemplo, la contraportada de esta
edición de Matilda dice que es una
lectura para mayores de doce años. No sé… ¿eso no es una exageración? Y un poco
absurdo, además, teniendo en cuenta que la protagonista es una niña que se ha
leído El ruido y la furia con cinco
años.
Por
ponerle un defecto al libro, el final me parece algo deprimente. También me lo
parecía un poco de pequeña. No es que acabe mal, de hecho es lo que la mayoría
llamaríamos un «final feliz», pero después de pasarnos toda la historia de
susto en susto creo que nos merecíamos algo menos gris que esto. Curiosamente
tengo la misma sensación con la mayoría de libros de Roald Dahl: acaban «bien»
en el sentido de que se resuelve el conflicto principal, pero como desenlaces
resultan apagadísimos, y te dejan como diciendo: «Bueno, pues nada, esto parece
que se ha acabado». Un poco más de emoción no habría matado a nadie.
Pero
en general me ha gustado; he disfrutado este retorno a mi (no tan lejana)
infancia, y he vuelto a pasármelo muy bien con esta lectura. Los personajes son
interesantes, las situaciones surrealistas hasta el extremo, y el lenguaje
bastante ingenioso. En resumen, muy recomendable para los niños y, ¿por qué
no?, también para los adultos nostálgicos. Es bueno viajar en el tiempo de vez en
cuando.