La portada de mi edición no aparece en Google, así que tomad esta imagen, que mola mucho más.
Cébasnos,
mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el
anzuelo: no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes
mucho, nada no cumples; échasnos de ti, porque no te podamos pedir que
mantengas tus vanos prometimientos.
He aquí una categoría en la que no tuve ninguna
dificultad para elegir. Primero, porque tampoco es que yo controle mucho en
materia de literatura antigua, así que mi única opción era recurrir a los
clásicos más célebres. Y segundo, porque, curiosamente, La Celestina llevaba bastantes años en mi lista de lecturas
pendientes. Para ser exactos, nueve años: desde que estudiamos esta obra en
tercero de la ESO, en uno de esos inolvidables libros de Lengua cuya idea de
despertar el interés de chavales de quince años hacia una obra antigua era
destripar el argumento acto por acto. Brillante, muchachos: realmente
brillante. A ver, ya sé que es un poco absurdo pedir que se mantenga el
suspense de un libro publicado en 1507, sobre todo teniendo en cuenta que en
dicho libro cada acto comienza con un resumen de lo que vas a leer (otra idea
bastante cuestionable), pero aun así… no sé, ¿por qué esos chavales de quince
años van a querer leer La Celestina
si desde el primer momento les revelas quiénes, cuándo y cómo mueren? En fin,
misterios del sistema educativo.
A pesar de todo, este libro acabó en mi famosa lista.
No por intriga, que ya hemos visto que era imposible, ni tampoco porque me
pareciera especialmente importante (claro que es importante, pero si quisiera leer
solo por postureo literario ya habría devorado La Ilíada, La divina comedia
y las obras completas de León Tólstoi, y no es el caso). Lo que me dio ganas de
leer La Celestina fue en realidad
que los fragmentos de diálogo que aparecían reproducidos en mi libro de Lengua
me hicieron bastante gracia. Me reí con ellos: hicieron que quisiera conocer a
estos personajes, incluso aunque ya supiera quiénes iban a morir. De modo que
quedó ahí, en lecturas pendientes, y por fin ahora he encontrado la ocasión de
quitarme esa espinita.
Cuando los lectores del siglo XXI decidimos leer una
historia escrita hace 500 años, está claro que tenemos que someternos a sus
reglas y aceptar que ese lapso de tiempo nos influye mucho. Aceptar, por
ejemplo, que en aquel entonces no se valoraba como ahora la fluidez narrativa y
por eso nos encontramos personajes que hacen intervenciones de dos páginas sin
que nadie les interrumpa, algo muy raro en literatura hoy en día. O aceptar que
en esa época los géneros literarios no tenían etiquetas tan claras para
separarlos, y que por eso esta obra es una cosa tan rara, supuestamente teatro
pero prácticamente imposible de representar. Todo esto son cosas a tener en
cuenta, desde luego, pero una vez que aceptas la diferencia temporal y te acostumbras
un poco a ese castellano antiguo, La
Celestina no es un libro tan difícil de leer como algunos pueden pensar.
Para empezar, es diálogo puro y duro: con algunos monólogos, pero
conversaciones al fin y al cabo, de modo que no se hace muy denso. Por otro
lado, las relaciones entre los personajes son muy entretenidas y rebosan humor,
como muestra el primer diálogo entre Calisto y su criado Sempronio. Y desde
luego, todo esto no quita que siga siendo una historia profundamente literaria,
llena de matices e incluso momentos conmovedores que dan lugar a la reflexión;
a resaltar el magnífico monólogo de Pleberio al cerrar la obra, que es para
enmarcarlo.
En resumen: clásico, es verdad, y que merece serlo.
Porque un clásico no es un libro que se puede leer hoy exactamente igual que
hace cinco siglos (es más, aseguraría que tal libro no existe), sino un libro
que todavía hoy tiene mucho que decir y al que vale la pena darle una
oportunidad aunque para ello tengas que aceptar el esfuerzo de salvar las
barreras históricas.
Y aunque tu libro de Lengua de Secundaria se haya
encargado de destriparte el argumento. Que, aunque he dedicado el primer
párrafo de esta reseña a quejarme de ese aspecto, es cierto que no es lo más
importante; especialmente cuando hablamos de buenos libros.
* De Fernando de Rojas presuntamente, lo sé. ¡Pero bueno, un título no es el lugar para andarse con matices!
* De Fernando de Rojas presuntamente, lo sé. ¡Pero bueno, un título no es el lugar para andarse con matices!
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