Mis
recuerdos (título poco específico para una autobiografía, todo
hay que decirlo) es la narración de algunas de las memorias de Rabindranath
Tagore, un poeta y filósofo que fue el primer asiático (y el único indio, si no
me equivoco) en recibir el Premio Nobel de Literatura, y del cual jamás había
oído hablar hasta este verano. Debo admitir que esto es un poco inusual.
Normalmente si lees una autobiografía es porque sabes algo sobre ese autor y te
gustaría conocer más su trasfondo: cómo vivió, cuáles fueron sus experiencias,
qué inspiró sus obras… Básicamente se trata de un deseo de conocer mejor al ser
humano detrás del escritor, poeta en este caso.
Lo cierto es que, si el objetivo es informarse, este
libro no es la mejor opción. Tagore cuenta algunas cosas interesantes en este
sentido, como sus primeros acercamientos a la poesía, la situación de vivir con
los criados durante casi toda su niñez, o el viaje con su padre al Himalaya.
Pero en general no parece muy interesado en dar un relato exhaustivo sobre su
vida. Hay un capítulo entero sobre la primera vez que experimentó la muerte de
un ser querido y ni siquiera menciona de quién se trataba: tienes que leer las
notas a pie de página para enterarte del contexto. ¡Qué cosa más extraña para
una autobiografía! ¿Para qué contar tu vida si tu objetivo no es… pues eso,
contar tu vida? Una cosa está clara, sin embargo: Tagore no engaña a nadie.
Desde el primer párrafo de esta obra, que también fue lo único que necesité
para saber que esta lectura valdría mucho la pena, deja claras sus intenciones:
No sé quién pintó las imágenes de mi vida impresas en
mi memoria. Pero quienquiera que sea, es un artista. No coge su pincel
simplemente para reproducir todo lo que sucede, sino que conserva cosas o las
descarta según le parece. Convierte lo grande en pequeño y lo pequeño en
grande; no tiene reparos en relegar cosas a un segundo plano y al revés. Para
abreviar, su tarea es pintar imágenes, no escribir historia.
Ahí está. Ése es el propósito de esta obra: hacer
literatura.
En serio, sólo con ese párrafo podrían escribirse
ensayos y manuales enteros acerca del arte de poner palabras sobre un papel.
Pero tranquilos, que yo no voy a hacerlo: sólo quería dejar clara mi
admiración. En cinco simples frases, este autor del que no sabía nada me había
hablado con total honestidad de lo que era este libro:
un intento de dar forma artística a sus recuerdos, no una visión fotográfica de
los mismos. Es como si me hubiera dicho: «Voy a esforzarme al máximo por crear
algo que valga la pena leer a partir de las imágenes que tengo de mi vida, y
eres más que bienvenida a compartirlas. Pero si lo que quieres es información,
detalles y objetividad, léete un artículo de Wikipedia».
Como me decía mi padre, que fue quien me recomendó esta
lectura, se trata de un libro para tener en casa. Es más, yo añadiría que para
todo el que quiera escribir se trata de un libro para leerlo con una libreta al
lado y estudiarlo: subrayando, tomando nota, copiando frases que llamen tu
atención, analizando por qué están tan bien escritas, qué recursos emplea el
autor, etc. Yo desde luego me arrepiento de no haberlo hecho así, porque este
libro, si lo lees de forma activa, es mejor escuela que diez manuales y cinco
talleres sobre cómo escribir bien. Es por obras como ésta que no estoy de
acuerdo con esa idea de que los libros no se leen por segunda vez
hasta que te jubilas. Por mi parte, estoy segura de que volveré a visitar los
recuerdos de Tagore más pronto que tarde.
De momento, puedo estar agradecida de que esta lectura
me haya abierto la puerta a su obra poética. Y para hacer honor a ello, así como para no aburrir más, termino
esta reseña con uno de sus poemas.
Dormía,
y soñaba
que
la vida era alegría.
Desperté,
y vi
que
la vida era servicio.
Serví,
y vi
que
el servicio era alegría.
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