Este fin de semana en casa estuvimos viendo la película Amor
y letras, de Josh Radnor. Se trata de una historia que tiene mucho que ver
con el contexto universitario y especialmente con lo que viene después, así que
dada mi situación personal era de esperar que varios de los temas que trata me
llevaran a la reflexión, pero en realidad lo que me ha inspirado para escribir
este pensamiento ha sido un mensaje que me parece más universal, y no aplicable
sólo a una etapa de la vida. En uno de los diálogos de la película, un
personaje que tiene que dejar la universidad después de pasar muchos años allí
le dice al protagonista que se ve a sí mismo como un reo al que dan la libertad
condicional pero comete algún delito para que lo envíen de vuelta al único
lugar que conoce. Confuso, el protagonista le pregunta: ¿Crees que este
lugar es una cárcel? A lo que este personaje, tras una pausa, responde: Cualquier
sitio del que no puedes salir es una cárcel.
Esta frase, que por un momento me vi tentada a ver como
demasiado elemental, acabó quedándose grabada en una de mis neuronas y
haciéndome meditar sobre su significado. Me quedé pensando… ¿y cómo llega a
suceder algo así? Lo cierto es que la frase por sí sola no dice tanto como el
contexto: el personaje que decía estas palabras amaba el lugar al que se
refería. ¿Cómo llega a convertirse algo que amamos en una cárcel? ¿Cómo es
posible que en algún punto de nuestra vida algo como un sueño, una vocación, un
hogar… se convierta en algo que nos quita libertad en vez de dárnosla?
Parece una idea algo ridícula e improbable, pero cuantas
más vueltas le doy al asunto, más me doy cuenta de que esto ocurre con
demasiada frecuencia en nuestras vidas. Relaciones saludables que se vuelven obsesivas
y dependientes, hábitos y costumbres que se transforman en adicciones,
recuerdos del pasado convertidos en rencores imposibles de olvidar… Quizá estas
situaciones sean un poco extremas, pero es que si nos paramos a pensarlo
comprenderemos que buscar ejemplos de este tipo de cárceles no tiene mucho
sentido porque, al fin y al cabo, éstas pueden ser cualquier cosa. Se trata de
prisiones que nosotros construimos con nuestras propias manos a nuestro
alrededor, y aunque pensemos que son cosas inofensivas… llega el momento en que
por la razón que sea tenemos que dejarlas atrás, seguir adelante, y nos
descubrimos sujetando unos barrotes como si fueran un salvavidas. Puede que
sean unos barrotes de oro y plata: algo que una vez fue un dulce tesoro pero
que la obsesión, las ambiciones y el miedo a perderlo han convertido en esta
cárcel.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGoPLMVwPUIvmznSjjMdEjxXF__ONBI36tZXkG9uwT0h9NkYQdtGqrgQsY0cIzMcxXAJzbhqMqCy8sNebBlvIveR3L7zW8Bp1c3Pv3-4kVMAeSIy5IFR939NbenMcKjX427pvM9QcG0zk/s320/prision-barrotes.jpg)
La imagen de unas manos aferrando los barrotes me parece
muy significativa porque creo que refleja a la perfección el momento en que ese
tesoro se transforma en prisión: es cuando no somos capaces de soltarlo. Cuando
sentimos que dejarlo ir disminuiría nuestro valor como personas.
Esto es algo muy humano, y creo que todos podemos
distinguir qué es aquello sobre lo que cerraríamos el puño pase lo que pase. Y
como comentaba antes, para cada cual es algo distinto: puede ser una persona,
una posesión, un plan de futuro, una opinión, un sueño… Cualquier cosa que
aferramos mientras decimos: “Esto es mío. Puedo renunciar a muchas cosas, pero
no a esto. No hay nada que pueda hacerme sacrificarlo”. Si alguna vez,
consciente o inconscientemente, hemos pensado de esta forma… entonces sabemos
lo que es fabricar por nosotros mismos ese lugar del que no podemos salir.
Cada cual sabe por qué tiene sus tesoros de oro y plata, y
muchos argumentarán que si aquello a lo que nos sujetamos nos hace felices y no
es intrínsecamente malo, no hay ningún problema en que no seamos capaces de
renunciar a ello. Y, para ser sincera, comprendo este punto de vista: las
prisiones que nosotros mismos diseñamos están pensadas para que resulte muy
tentador acomodarse en ellas. Pero veo un problema importante con este
pensamiento: tarde o temprano llega el punto en el que la decisión ya no nos
pertenece. Como decía un libro de Mitch Albom que leí hace poco, cuando una persona
muere lo hace con los dedos estirados, revelando sus manos vacías. Por mucho
que nos aferremos a algo y creamos que es nuestro derecho tenerlo, la pura
verdad es que vinimos a este mundo sin ello y sin ello nos marcharemos. Y
valdría la pena que nos preguntásemos dónde queremos estar cuando nuestras
manos pierdan fuerza y se suelten de esos barrotes: dentro de la prisión, o
fuera.
Elegir la libertad no es fácil; nunca lo es. Requiere un
sacrificio y una renuncia, y es difícil soltar algo que nos hemos convencido de
que es nuestro. Pero podemos estar seguros de que vale la pena. Además, nadie
ha dicho que esto signifique que no podemos tener tesoros: simplemente hemos de
empezar a guardarlos en un lugar donde sepamos que ni siquiera la muerte nos
los puede quitar.
No
acumuléis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido
destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien acumulad tesoros en
el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a
robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mateo
6:19-21).