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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Pincelada de arte – Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento

Como probablemente muchos ya sabréis a estas alturas, me encanta ver y reseñar películas de animación. También de acción real, por supuesto, pero para mí la animación tiene un encanto especial porque se observa y se analiza en términos diferentes y, por supuesto, tiene su propio lenguaje. Y esta película es un buen ejemplo de ello.

Si habéis leído mi reseña de Trapito, también sabréis que soy una admiradora del artista argentino Manuel García Ferré (argentino de adopción, ya que de hecho nació y se crió en España). Este director y dibujante se dirige al público infantil con historias entretenidas y personajes entrañables, inspirados siempre en su propia visión de la humanidad. Para mí sus mejores obras pertenecen a su primera etapa, y eso incluye la película de la que hablo hoy: Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento, su primer largometraje.

Como todas sus historias, ésta rebosa sencillez: se podría definir como una especie de cuento contemporáneo. Anteojito es un niño que vive con su tío Antifaz, quien trabaja sin descanso en su invento de una fórmula para volver a las personas invisibles. A pesar de sus numerosos fracasos, su sobrino no pierde la fe en él y busca por su parte maneras de ayudarle a salir adelante económicamente y a cubrir los gastos de sus experimentos científicos. Debido a las manipulaciones de su malvada vecina, la bruja Cachavacha, Anteojito recibe el ofrecimiento de convertirse en un famoso cantante, lo cual tiene efectos determinantes sobre él y sobre su relación con los que le rodean.

Se trata de un relato simple, sin muchos giros argumentales ni complicaciones, pero contado con buen ritmo, sentido del humor y originalidad. A día de hoy se nota en él la ingenuidad propia de gran parte del cine clásico, y para mi gusto peca de poca sutilidad en los mensajes y en el desarrollo de algunos momentos de la historia, pero tiene muchos detalles que vale la pena observar con cuidado, así como geniales matices que reflejan la realidad vivida por su creador y el mundo que lo rodeaba: la letra de algunas canciones, como “Por un queso” o “Canción del buzoncito triste”, el cuento del hierro ambicioso, la impactante escena en que el protagonista contempla a sus representantes pelearse por el dinero y los ve como si fueran ratas… espejos de la vida misma.

Lo que hace especiales a estos personajes es que cada uno tiene su propia alma. Anteojito comienza como un niño casi de la calle que es feliz a pesar de su pobreza, pues al no conocer el dinero sigue conservando la inocencia; sin embargo, a lo largo de la historia se corrompe por el poder y las riquezas (¿veis relación con alguna pincelada reciente?) y se deja llevar por su ambición. Es un personaje muy humano, no sólo por esta transformación, sino por su carácter, ya que incluso antes de que ésta se produzca se muestran en Anteojito varios contrastes; a pesar de su dulzura y candor infantiles no tiene problema en pelearse con la gente que lo trata mal en la calle o en enfrentarse a adultos que le engañan. Por su parte, Antifaz es una especie de Don Quijote que se ha convencido a sí mismo de que es inventor por tomarse demasiado en serio los libros que lee. Es un personaje alegre, entusiasta y también muy cariñoso con su sobrino, pero está tan centrado en su obsesión particular que apenas se da cuenta de las necesidades de éste. Sin embargo, su evolución en la historia va unida a la de Anteojito: cuando éste se aleja de él, Antifaz pierde poco a poco la alegría e incluso el interés en sus inventos. Como podéis ver no son personajes complejos, pero sí muy bien desarrollados.

Alrededor de los protagonistas gira un reparto de secundarios no muy reseñables pero así y todo simpáticos y con encanto, y algunos con ideas interesantes e ingeniosas como la melancolía de Buzoncito o que el Maestro Meethoven, como él mismo señala, lleve corchos en las orejas para guardar en su interior sólo la buena música. También es curiosa la intervención de la bruja Cachavacha, un personaje que ya se había hecho famoso en la serie de García Ferré Las aventuras de Hijitus.

Pero principalmente se podría decir que el espíritu de Anteojito y Antifaz: Mil intentos y un invento reside en la nostalgia. Y no me refiero a esa sensación de morriña que produce ver una peli que conocías cuando eras pequeño y le guardas cariño por ello, porque esto lo dice alguien que no vio esta película hasta hace bien poquito. Al contrario, este largometraje es nostálgico desde el momento en que se creó. No hay más que ver las primeras escenas y escuchar la canción “Tío, tío, tío” para darse cuenta de que lo que su director buscaba era crear una historia que resultase divertida y emocionante para los niños y, al mismo tiempo, mirar de reojo al adulto que los acompaña y preguntarle: “¿te acuerdas de cuando eras tan pequeño como ellos?”. Existe ese doble punto de vista, y por eso el hecho de que la película esté protagonizada por un adulto y por un niño es algo muy significativo.

Nos encontramos ante un largometraje de animación que, aunque en su momento tuvo bastante éxito y aún hoy guarda su pequeño público de fieles, quizá merece un poco más de atención en la actualidad. Pienso que, para lo que es, ha pasado demasiado desapercibido. Y confío en que esta pincelada contribuya en lo que pueda a sacarlo un poco del olvido y a redescubrirlo como lo que es: una obra de arte animada con todo el encanto de antaño, creada con cariño y buen hacer y, en cierto sentido, llena de poesía sobre la infancia.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Pincelada de páginas – Despedida de la sección, agradecimientos varios y noticias sobre “Las libélulas son bellas”

Nota: Me he dado cuenta de que para que entendáis bien el propósito de esta entrada debería recordaros antes cuál es la organización oficial del blog. Disculpadme xD.

Bueno, como veis he optado por un título muy descriptivo para así tener menos que decir en la introducción. Sé que ahora mismo estaréis pensando “qué vaga es” (y cómo culparos xD), pero secretamente también estáis pensando que es un alivio verme ir al grano por una vez, seguro.

Vamos entonces al punto uno de esta pincelada: DESPEDIDA. Así es; con esta entrada quiero dar cierre a esta sección llamada Pincelada de Páginas, que tantas reflexiones, rayadas y desvaríos varios ha ofrecido. Ha sido divertido e incluso edificante a ratos, pero como ya he dicho en más de una ocasión, quería emplear este espacio para hablar de cómo me iba en el proceso de escribir una novela que, admitámoslo, terminé hace casi año y medio. Con lo cual esta sección ya no tiene mucho sentido y llevo ya bastante tiempo rellenándola y convirtiéndola en un espacio sin rumbo fijo. Quizá más adelante le encuentre de nuevo una función clara (algún otro proyecto a largo plazo, quién sabe), pero de momento decimos: ¡adiós, Pincelada de páginas!

En cuanto al segundo punto, me he aprovechado un poco de esta entrada, lo admito, pero me he dado cuenta de que desde que El arte de soñar empezó no me he tomado ni un momento para expresar mi AGRADECIMIENTO a todos los que me habéis visitado por aquí. Y merezco la guillotina por ello. Así que aprovecho esta pincelada para dar mil gracias:

- A los pocos pero importantísimos lectores que habéis leído este blog desde sus inicios, convirtiéndoos en una de las principales razones por las que “El arte de soñar” no se ha quedado en una o dos entradas sueltas.

- A los que habéis descubierto el blog más adelante pero habéis estado leyendo las pinceladas desde entonces (que dada mi poca continuidad, es algo muy valioso).

- A todos los que alguna vez, e incluso varias, os habéis animado a dejar algún comentario; os aseguro que me hace mucha, mucha ilusión. También a los que no habéis podido comentar en el blog (sé por experiencia que esto de Blogger es difícil de manejar a veces) pero me habéis transmitido vuestras impresiones por otros medios, como Facebook, Tuenti, o incluso en persona.

- A los que, aunque no hayáis comentado, os habéis interesado por el blog lo bastante como para pasaros de vez en cuando y leer alguna entrada.

- A todos los que me habéis hecho el honor de suscribiros.

- A los que a lo mejor sólo habéis visitado el blog una o dos veces pero habéis leído algo de lo que escribo.

¡GRACIAS A TODOS! ^^

Por último, y como digo en el título, quiero cerrar esta pincelada con un pequeño comentario sobre Las libélulas son bellas, que, como muchos sabéis, es una novela juvenil escrita por mí y publicada por Ediciones Noufront. Esta editorial está realizando una enorme labor de distribución para que las obras de sus escritores estén disponibles en toda España en 24 horas, y éste que os doy ahora es el link de su tienda online. Por ello, si alguno está interesado en comprar Las libélulas son bellas (en formato impreso o digital), éste es el enlace al que podéis dirigiros:

http://www.noufrontstore.com/


Y con esto doy fin a mi, al menos por ahora, última pincelada de páginas. Os agradezco vuestras lecturas, y espero que sigáis pasándoos por las otras secciones.

¡Saludos! =)

jueves, 10 de noviembre de 2011

Pincelada de tinta - Piñón




Os presento un cuento que escribí hace casi dos meses y que todavía no he releído, así que tenéis la suerte o la desgracia de que lo publique antes de llevarme las manos a la cabeza xD. Pero bueno, es lo que me salió de pensar un poco en la infancia y en las despedidas.
¡Saludos! :)






Piñón era de felpa gris, y estaba tan lleno de costuras que parecía una especie de monstruo del doctor Frankenstein en versión oso de peluche. Alguna vez había tenido dos ojos de cristal, pero ahora sólo uno de ellos permanecía intacto; el otro lo había perdido hacía tiempo, y el vacío que había dejado estaba cubierto con un parche porque, según la madre de su dueña, no había nada que un poco de hilo y aguja no pudieran solucionar. Tenía una bufanda de cuadros deshilachada alrededor del cuello, su única indumentaria habitual, aunque a lo largo de los años Piñón se había visto disfrazado de soldado, de vaquero, de pirata e incluso de damisela en apuros. Tenía la cabeza desproporcionadamente grande, y a menudo se le ladeaba sobre el hombro izquierdo.

La mejor amiga de Piñón se llamaba Daniela. El día que se conocieron ella tenía seis años y un mal genio que habría asustado al más valiente de los osos, y se enfadó mucho cuando lo vio por primera vez. De hecho, aquel día Piñón vio el techo mucho más cerca que nunca hasta entonces y acto seguido cayó al suelo del salón, mientras su nueva dueña montaba un numerito y se quejaba, pataleando rabiosa, de que ella había pedido el castillo con luces que se encendían, el que le había enseñado a papá en la tienda, y no un oso de peluche mugroso. Su tía Silvia, que era quien había envuelto cuidadosamente a Piñón en papel de regalo y lo había llevado hasta allí, miraba turbada a su sobrina y pedía disculpas a los padres de ésta por no haber acertado con el regalo. Pero la madre de Daniela decidió ese mismo día (Navidad de 1996) que los caprichos de su hija habían llegado al límite, y que aquello no se podía consentir, y que durante dos semanas le quitaría todos los juguetes excepto el oso, a ver si así aprendía a ser agradecida. La casa volvió a llenarse de gritos y lloriqueos, y Daniela persiguió a su inflexible madre por todo el pasillo chillando que no era justo, y su padre sonreía incómodo e intentaba tranquilizar a la tía Silvia, y Piñón seguía tirado en el suelo al lado de un gran montón de papel de regalo.

Volviendo la vista atrás, podía decirse que la primera impresión que se llevaron el uno del otro no fue precisamente la mejor.


Desde entonces habían pasado doce años.



Las cosas se estaban poniendo complicadas en el patio de la Prisión de los Titanes. Cada vez bajaban más guardias, y Daniela sabía que en cuanto uno de esos monstruitos de tres metros de alto diese con ella estaba más frita que un huevo en aceite de oliva. Su archienemigo, el Capitán Nano, ni siquiera se molestaría en hacerla prisionera: iría derechita a la caverna occidental y se convertiría en la diana de todos sus proyectiles malvados. Si al menos supiera qué había sido de su amigo…


-¡Daniela! –chistó una voz por encima de su cabeza. Sobresaltada miró hacia arriba y suspiró de alivio.

-¡Piñón! ¡Por fin! –susurró. El oso sonrió desde detrás de los barrotes de aquella ventana-. ¿Cómo te has colado ahí dentro?

-No hay tiempo para explicaciones, es una historia larga y enredada con muchos calcetines y llaves de judo por medio. He noqueado al centinela y estoy terminando de liberar a los prisioneros, pero Rabbit de Goma no está aquí. El Capitán Nano debe habérselo llevado para que le diga dónde está el escondite secreto.


-Pero no hablará, ¿verdad?


Piñón torció la nariz.


-Rabbit es un cabeza de chorlito, y los dos lo sabemos. Tiene toda la buena intención del mundo y no nos traicionaría, pero estoy seguro de que acabará metiendo la pata.


Daniela gruñó y se mordió el labio, porque sabía que el oso tenía razón.


-No tenemos tiempo para esto. Burlaré a los guardias como pueda y nos encontramos en el puente levadizo según lo planeado. ¡Sayonara!



El teléfono sonó. El teléfono siempre sonaba en los momentos inoportunos, como cuando Daniela se estaba lavando los dientes o viendo una película que no volverían a echar en la tele durante los próximos diez años. Esta vez la interrumpía mientras contaba los discos que tenía en la estantería del salón para saber en cuántas cajas tenía que dividirlos para empaquetarlos, y gracias a aquella llamada había perdido la cuenta cuando iba por veintitantos. La pregunta era, ¿de dónde había sacado tantos discos? Con un resoplido se acercó al aparato y descolgó.


-¿Diga?


-Hola, guapa. ¿Qué tal vas con el equipaje?


-De miedo –dijo Daniela, echando un vistazo al suelo del salón. “De miedo” era una expresión que no le hacía justicia a la situación en que se encontraba, en realidad estaba a punto de morir ahogada en una montaña de trastos con los que no tenía ni la menor idea de qué hacer, pero tampoco hacía falta aburrir con detalles a la tía Silvia-. ¡Hola, tía! ¿Qué tal?


-Bien, bien. Con cosas que hacer, como siempre. ¿Está tu padre?


-Sí, ahora te lo paso –Daniela cogió el inalámbrico y lo llevó a la cocina, donde su padre estaba guardando los platos del lavavajillas-. Papá, es la tía.


-Ah, vale –él dejó de forcejear con una cacerola demasiado grande para el armario donde intentaba meterla y cogió el aparato-. Daniela, no te has olvidado de guardar tus discos, ¿no?


-En eso estaba pensando –dijo ella, haciendo rodar los ojos. Cuando iba a salir de la cocina, su padre le llamó la atención una vez más.

-Por cierto, recuerda que Tito se va a su campamento antes de comer, así que si tienes algo que darle, que no se te olvide.


Daniela dudó un momento y al final asintió despacio.

-Sí, se lo bajaré en un momento –dijo-. Primero tengo que decirle adiós a un amigo.



Daniela salió del agua y respiró; la Atlántida no estaba realmente tan lejos de la superficie como se decía, pero aun así aquél había sido su récord de tiempo bajo el agua. A lo lejos, Piñón le lanzó una cuerda; la niña se la enrolló alrededor de la cintura y, con los tirones de su amigo y su cada vez mejor estilo de patalear, muy pronto estuvo en la colchoneta hinchable.


-Por lo que veo, podemos dar por perdidas esas gafas de bucear nuevas –gruñó el oso, ayudándola a subir-. ¿Cuándo vas a aprender a cuidar las cosas, Daniela?, no podemos conseguir un equipo de actividades acuáticas cada vez que el rey Neptuno necesita que le salven…


-Oh, perdona –dijo ella, escurriéndose el pelo-. La próxima vez puedes ir tú nadando hasta ahí abajo, luchar contra los cangrejos gigantes de Nano y volver aquí con el equipo intacto, y yo me quedaré en la superficie controlando una radio que nunca funciona y disfrutando del sol.


-Bueno, qué quieres que haga, estoy hecho de un material no sumergible –Piñón se encogió de hombros y le alcanzó una toalla-. ¿Qué dices, socia? ¿Nos vamos a la orilla a seguir con el picnic? Tus padres nos están esperando desde hace rato.


-Vale… pero no les digas lo de las gafas –pidió Daniela. Su amigo se cruzó de brazos, y ella no pudo aguantar mucho más la mirada severa de aquellos ojos de cristal-. ¡Oh, venga ya, Piñón! Bueno, está bien. Pero se lo diré yo misma. ¡Tú, chitón!



Octubre del 2008.


Ahora Piñón estaba sentado en una caja de cartón que se encontraba encima de la cama de Daniela, junto a un par de videojuegos y un álbum de fotos. Todas sus costuras habían sido quitadas y repuestas la noche anterior, dándole un aspecto que no había tenido en mucho tiempo: ni él mismo se reconocía. Lo habían lavado con cuidado y le habían arreglado la bufanda, que antes estaba a punto de partirse por la mitad. Si no fuera por el parche en el ojo, podría pasar por nuevo.


El oso esperaba quieto y en silencio, como siempre. Con su tranquilidad habitual, y con la misma expresión que había tenido el día que Daniela con seis años lo había lanzado hacia el techo, el día que ambos habían dormido en la tienda de campaña en el jardín cuando ella tenía nueve años y el día que, recién cumplidos los doce, lo mandó a la estantería del dormitorio, donde había permanecido durante varios años. Desde allí había visto entrar y salir a su amiga una y otra vez, creciendo poco a poco, cambiando mucho en unas cosas y, sin embargo, muy poco en otras. Había visto cambiar de color su pelo en cuatro ocasiones, había visto a sus amigos, había visto cambiar el mobiliario de la habitación, había visto marcos por los que habían pasado unas diez fotos distintas, la había visto pintar cuadros con entusiasmo y la había visto destrozar sus propios cuadros en algún que otro arrebato de ira.


Una noche, cuando el calendario marcaba a un ritmo algo lento los días del invierno del año 2006, Daniela había entrado en la habitación muy tarde, casi de madrugada. Se había sentado delante del espejo, se había quitado el maquillaje y se había puesto el pijama como siempre, aunque tal vez con más desidia. Pero antes de acostarse había ido hasta la estantería y, sin necesidad de usar un taburete como había hecho cuando lo dejó allí, había cogido a Piñón. Los dos amigos se miraron durante unos segundos y Daniela, que tenía los ojos llorosos, había abrazado al oso contra su pecho y se lo había llevado a la cama, donde se durmió profundamente en pocos segundos.


Y así habían transcurrido todas las noches de los últimos dos años.


Hasta aquel momento.



Cuando Daniela salió a la terraza y vio a Piñón, que estaba sentado en la silla de mimbre, se le puso un nudo en la garganta. Su amigo intentaba sonreír a pesar del dolor, y levantó una pata para saludarla. Ella fue a su lado y tocó muy despacio el parche.


-¡Ten cuidado!, todavía me duele un poco –dijo él. La niña apretó los dientes y se sentó en el suelo, al lado de la silla.


-Oh, Piñón, Piñón…


-Me vas a borrar el nombre, socia –bromeó el oso-. No te preocupes, no es nada del otro mundo. A muchos les pasa: los ojos de cristal no suelen durar para siempre. Y el parche me hace parecer muy duro, ¿no crees?

Daniela trató de reír, pero le temblaba el labio, y su amigo se dio cuenta. Incapaz de contenerse, exclamó:


-¡Fue sin querer! ¡Fue sin querer, Piñón! ¡Por favor, perdóname! –rogó, ocultando el rostro entre las rodillas para no mirarle directamente. Había sido su culpa: no tenía que haber metido a su amigo en una de sus terribles peleas con el Capitán Nano. Éste era un especialista en destrozar todo lo que tocaba. Ella no había querido soltar a Piñón en la contienda, pero lo había hecho, y luego… La visión del ojo de cristal cayéndose de la cara del oso mientras Nano lo sacudía había sido lo peor.


Pero cuando volvió a mirar a Piñón, éste sonreía. Se inclinó un poco y dijo:


-Daniela, eres la persona más valiente que conozco, aunque seas un poco cabezota. Las peleas con el Capitán Nano no van a ser siempre así, te lo aseguro. Conseguirás guardar la calma. La próxima vez él no tendrá más remedio que rendirse al ver que no respondes a sus provocaciones.


-Pero…


-Y eso es sólo el principio. Vendrán más misiones, y más aventuras, y algún día nos separaremos y cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse a sus propios enemigos y librar sus propias batallas. Y entonces te darás cuenta de que un ojo de cristal es un precio muy pequeño por ayudar a un amigo –sonrió-. No lo olvides, ¿de acuerdo, socia?



¡Once escalones! Daniela se sorprendió: nunca los había contado hasta ese momento, pero siempre había dado por hecho que eran más. Al llegar arriba cruzó el pasillo y abrió la puerta de su habitación, que estaba más vacía que nunca porque la mayoría de sus cosas estaban ya empaquetadas y listas para llevar a la casa de sus amigos en Toronto, donde pasaría los próximos cuatro años estudiando. Su mirada se perdió durante un rato en el azul tan liso de las paredes: sin fotos, sin espejos, sin estanterías, sin chinchetas… Mantenía los ojos fijos en un punto indefinido porque una extraña sensación interior le impedía acercarse a la caja que había dejado encima de la cama. “Preparados, listos, ya” se repetía una y otra vez, como hacía siempre que algo le resultaba demasiado difícil.


En aquel instante no se sentía nada valiente.


Se sentó en el borde de la cama muy despacio, miró dentro de la caja y acarició las orejas de Piñón. El contacto con la suave felpa la hizo sonreír, y recordó aquella mítica frase de su madre el día que la tía Silvia le había regalado el oso. “Te vendrá bien: él es suave y tú eres una cabeza dura, a ver si así te endulzas un poco”. Incluso el tono de enfado de su madre cuando lo había dicho había sido motivo de imitaciones y carcajadas más de mil veces durante años posteriores.

“Soy una sensiblera” pensó.


¡Qué tonta! Aquello ya estaba decidido, hablado y preparado. Su amigo tenía una misión nueva, y ella también. Ni siquiera había sido un debate: en el momento en que sus padres le habían preguntado qué iba a hacer con sus cosas cuando se fuera a Toronto Daniela se había dado cuenta del camino que iba a tomar Piñón. Su único ojo nunca había sido tan elocuente como cuando la miró desde la cabecera de la cama al entrar ella en la habitación, reflexionando sobre aquella pregunta. Se marchaba. Lo menos que podía hacer era no montar un numerito con la despedida.

Sonrió. Siempre se le había dado demasiado bien montar numeritos; él lo sabía perfectamente. Pero esta vez era necesario seguir adelante. Ambos emprendían aventuras por caminos distintos.


-Eh, socio –dijo, aún acariciando la oreja de Piñón-. Nuestro viejo amigo se va dentro de un rato también, y si no te vas con él enseguida me pondré ñoña y todo, cosa que no queremos ninguno, ¿verdad? Así que vengo a… bueno, a decirte adiós.


Lo sacó de la caja, lo puso sentado sobre sus rodillas y no pudo evitar reír un poco al ver el movimiento que siempre hacía su cabezón al inclinarse hacia un lado. ¡Vaya un amigo! Ni siquiera en los momentos solemnes podía dejar de hacer tonterías.


Lo miró en silencio unos segundos y al final dijo:


-Socio, antes de que nos separemos sólo quiero decirte que… en fin… -esbozó una de sus sonrisas inquietas que en ella solían anticipar un “lo siento”-, lo que dije de ti el día que la tía te trajo a casa no era verdad. No pensé que fueras un oso mugroso. Sé que ya lo sabías sin necesidad de decirlo, pero siempre he pensado que quedé debiéndote una disculpa.


Mientras hablaba le colocó bien la bufanda por quincuagésima vez aquella mañana, sólo para hacer algo con las manos. Sería la última vez que lo hiciese. Esta vez sí.


-Estoy segura de que vas a hacer un gran trabajo con mi hermano. Vas a ser su héroe, y le vas a llevar a hacer aventuras y misiones secretas, y le enseñarás a hacer llaves de judo, y a contar hasta diez antes de tener un berrinche. Sólo hazme un favor, ¿quieres?, intenta no meterlo en tantos líos. Y no te dejes intimidar por sus tonterías de adolescente tontaina. Y… y ten cuidado con las costuras nuevas, que a veces eres un bruto.


Oh, no. Le estaba temblando el labio inferior otra vez, y como empezase no iba a poder parar. Se lo mordió y, sin decir nada más, abrazó al oso de peluche y por primera vez en mucho tiempo se dio cuenta de lo pequeño que era, de lo mucho que ella había crecido. Y del consuelo que le proporcionaba el contacto con aquel cuerpecito de felpa al que ahora decía adiós. Respiró profundamente y murmuró:


-Sayonara.


En ese instante la puerta de la habitación se abrió de golpe y, antes de que le diera tiempo a girarse para ver quién era, un fino chorro de agua se estrelló en su mejilla. Su hermano Tito entró riéndose a carcajadas.


-¡Diana! ¡Una vez más! –exclamó, agitando con entusiasmo su pistola de agua-. Siempre con la guardia bajada, Dani, ¿cuándo vas a aprender? ¡Adivina qué! Al final resulta que sí se hace guerra de agua al final del campamento, así que he ido a comprar artillería. Tengo esta monada y un par de toneladas de globos.


Daniela se secó la mejilla y miró a su hermano sin poder evitar sonreír. En cualquier otra situación al menos se habría quejado, a pesar de que ya estaba acostumbrada a sus ataques sorpresa; sin embargo, las despedidas la volvían demasiado nostálgica como para mosquearse. Y demasiado tonta, eso también.


-Conque esas tenemos, Nano.


Tito sonrió con cierta burla y respondió:


-Hacía años que no me llamabas así. ¿A qué viene ahora? De Nano nada, que ya tengo doce años, y a mucha honra.

-Oh, disculpe, Mister Maduro –Daniela le dio unas palmaditas en la cabeza con retintín-, ¿lo dice el pelmazo que con sus doce añazos sigue jugando con pistolas de agua? Déjate de teatro, anda.


-Siempre hay que estar preparado para la batalla –replicó su hermano con tono melodramático. Al bajar la mirada se fijó en el oso que reposaba en el regazo de Daniela. Curioso, dejó la pistola en el suelo y se acercó.

-¿Te vas a llevar a Piñón a Toronto? –preguntó.


Daniela negó con la cabeza. Acarició distraída las orejas del oso y entonces, con una sonrisa, se dirigió a éste y dijo:


-Eh, Piñón, mira quién está aquí. ¿Te acuerdas? ¡El Capitán Nano, nuestro viejo archienemigo!


-Ja, ja, muy graciosa.


-Hombre, faltaría más. ¿Quién la quitó al pobre su otro ojo?


-Ah, venga ya. Mola más así, y lo sabes –se burló Tito, agarrando el oso de peluche y mirándolo más de cerca. Había algo de entrañable en la expresión de su rostro y en la forma en que lo sujetaba, y al fijarse en ello Daniela se dio cuenta de que la decisión que había tomado era más que correcta. Así que decidió decirlo en ese momento:


-Piñón se va a quedar contigo, Tito.


Su hermano la miró alzando una ceja, lo cual era una reacción totalmente lógica. Daniela se esperaba algo así.


-¿Perdona?


-Pues eso, te lo quería decir antes de que te fueras al campamento porque después ya no nos vemos. También te he dejado aquí un par de videojuegos, esos que te encantan y siempre me estás quitando, y un álbum de fotos para que no te olvides del careto de tu hermanita –bromeó, señalando la caja que tenía al lado. Creía que Tito se exaltaría al oír lo de los videojuegos, pero seguía mirando a Piñón extrañado.


-¿Acabas de decir que me vas a dejar a cargo de tu oso de peluche favorito? –preguntó.


-Error, querido Nano. Voy a dejar a mi oso de peluche favorito a cargo de ti, que es diferente –sonrió al ver la cara de desconcierto de su hermano-. Para que te ponga en vereda, como hizo conmigo cuando tenía seis años.

-¡Pero si yo tengo doce!


-Eso da igual. Si hay algo que a Piñón se le da bien, es endulzar el carácter de la gente. Y a ti, que por lo visto te crees Aqua-Rambo, no te vendrá nada mal.


Tito le dirigió una mirada que hizo a Daniela sentir que estaban de vuelta en los viejos tiempos, como si otra vez se enfrentara a su viejo némesis y estuvieran a punto de batirse en un duelo épico de empujones y tirones de pelo del que Daniela siempre salía victoriosa gracias a la ayuda de Piñón. Como si el avión que la llevaría a Canadá no fuese a sobrevolar la ciudad esa noche, y como si Tito no fuese a crecer nunca. Como si la palabra “adiós” sólo fuese una de esas cosas que se leen en los libros y nunca se hacen realidad. Y de alguna forma sintió no poder retroceder en el tiempo, o mejor aún, partirse en dos y dejar a una doble de sí misma en alguna dimensión alternativa donde todas estas cosas pudiesen ocurrir, mientras que la otra parte de su ser cumplía su sueño de cruzar el mar. Una sola Daniela no le bastaba.


Su hermano debió de ver algo melancólico en sus ojos, porque sonrió y dijo con cierta guasa:


-¿Quieres hacer el juicio de Salomón, Dani? Yo me quedo con la cabeza y tú con las patas. Así estará con los dos a la vez.


-No digas bobadas –replicó Daniela, pero al darse cuenta de lo mucho que se parecía la propuesta de su hermano a sus propios pensamientos no pudo evitar reír. Le revolvió el flequillo con cariño y pensó que, después de todo, sí que estaba lista para dar ese salto.


“Preparados… listos… ya”.




Madrid, a 19 de septiembre de 2011

viernes, 4 de noviembre de 2011

Pincelada de ideas - Si pudiera

Ayer, en una clase de teatro renacentista inglés en la universidad, estuvimos hablando de una obra de Christopher Marlowe llamada Dr.Faustus, o Fausto como se conoce en español (sí, porque por alguna razón aquí decidimos quitarle el doctorado al pobre). Y comentando los temas que trata, la profesora llegó a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Qué haríais si tuvieseis poder absoluto?


El hecho de que llegáramos hasta esta cuestión no se comprende si no sabes que en dicha historia Fausto es un sabio que vende su alma al diablo por conocimiento y se corrompe por el poder que esto le proporciona, pero bueno, no quería enrollarme analizando la obra en sí. Lo que sí es cierto es que esta pregunta me hizo pensar. ¿No es ése un juego que se nos da genial a los seres humanos? Si sólo pudiera hacer esto… si sólo pudiera hacer lo otro… Ahora imaginemos que tuviésemos la capacidad de hacerlo todo.

Sí, lo sé. Hasta eso es ambicioso. Pocos pueden decir que tienen tanta imaginación. Pero no pasa nada por intentarlo.

Sin duda hay algo muy tentador en esta idea. Como a cualquiera que se llame a sí mismo ser humano, a mí muchas veces me gustaría tener poder sobre aquellas cosas que es
capan a mi control. El paso del tiempo, el clima, el comportamiento de otros, cambiar el pasado… Muchas veces estos pensamientos suelen ir seguidos de un: aunque fuera por un día, una hora, un minuto. Creemos que nos sentiríamos satisfechos con acariciar el poder absoluto al menos una vez.

Pero la verdad, lo dudo mucho, y pienso que todo el mundo cree que es incorruptible hasta que se corrompe. No digo que no haya unas personas mejores que otras para asimilar cargos de responsabilidad, pero… ¿poder absoluto? ¿La capacidad de hacer cualquier cosa, sin obstáculo alguno? Es imposible pensar con detenimiento en esta idea y no darse cuenta de que tarde o temprano sería inevitable llegar al puerto de la desesperación. Nos parece que cuando hubiéramos satisfecho todos nuestros deseos podríamos parar y ser felices, pero la realidad es que, aun cuando has hecho todo lo imaginable, aspiras a más. Acabaríamos empujando un muro indestructible y dándonos golpes contra la realidad de que el poder, incluso cuando es infinito, nunca resulta suficiente.

Probablemente mucho antes de llegar a este punto ya habríamos comprendido que nadie es capaz de sobrevivir a semejante responsabilidad. Bueno, sobreviviríamos porque somos omnipotentes, pero ¿a qué precio? La consecuencia indirecta de ello sería que todo lo malo que ocurriese, cualquier desgracia por pequeña que sea, sería culpa nuestra por no haberlo evitado. Al fin y al cabo, podíamos hacerlo. Pero, ¿seguro que lo haríamos? Todo el mundo piensa que si tuviera poder absoluto solucionaría los problemas de la humanidad. Seguramente los que ahora tienen el poder para hacerlo también lo pensaron alguna vez.

Y es que, como he comentado antes, eso de imaginar se nos da muy bien. Creemos estar seguros de lo que haríamos si pudiésemos hacer algo. ¿No se nos ha pasado nunca por la cabeza? Soñamos con todo aquello que haríamos si pudiéramos volver atrás, si pudiéramos volar, si pudiéramos tele transportarnos y, ¿por qué no?, si pudiéramos hacerlo todo. Y aseguramos que, si tuviésemos esa oportunidad en mano, no la dejaríamos escapar. Pero si eso es cierto, ¿por qué ni siquiera hacemos todo lo que sí podemos hacer? Quiero decir… yo no puedo volar, pero puedo correr, y no por ello lo hago siempre que tengo ocasión. No puedo controlar el tiempo, pero sí aprovecharlo, y sin embargo lo pierdo continuamente. Y sólo son un par de ejemplos. En realidad, ¿cuántas oportunidades dejamos pasar por minuto? Imaginemos cuántas serían si nuestras posibilidades no tuvieran fin.

Por otro lado, habría que considerar en qué lugar nos dejaría esa condición respecto al resto del mundo. Si sólo yo tuviese poder absoluto, tarde o temprano esto me alejaría de los demás. Los seres humanos tenemos capacidades distintas para que nos necesitemos los unos a los otros, y el excluirme de esa realidad me situaría en un lugar demasiado alto como para que otros pudieran llegar hasta mí… o yo a ellos. Alguien que tuviese poder absoluto se quedaría solo.

¿Sería mejor, entonces, si todos tuviésemos esa omnipotencia? Creo que ni siquiera hace falta detenerse mucho en esta idea para darnos cuenta de lo que supondría. Imaginémoslo: los ya siete mil millones de habitantes del planeta con poder absoluto. Pero claro, ¿sobre qué? La imagen no sólo resulta absurda, sino que provoca escalofríos. Decir caos total sería quedarse corto.

Y tarde o temprano, al hacer estas consideraciones, uno llega a la conclusión de que al final poder hacerlo todo es no poder hacer nada. No solo el poder absoluto sería una fuerza destructiva (y autodestructiva también), sino que el concepto en sí provoca sensación de aburrimiento. Por ejemplo, pensemos en los personajes ficticios: ¿por qué, por muchos poderes o habilidades especiales que tengan, siempre hay algo que no pueden hacer? Porque sino no podríamos identificarnos con ellos y, por tanto, la idea no nos interesa. Es decir, no sólo no funcionaría en la vida real, sino que ni siquiera es algo que nos atraiga en la ficción. No es de extrañar que una historia como la de Fausto sea precisamente una tragedia.

A pesar de todo esto, la atracción que despierta el poder absoluto es tan milenaria como actual, y muy pocos (o ninguno) nos libramos de suspirar por la idea al menos una vez. Como siempre, nuestros deseos son tan irracionales como inevitables. Pero la verdad es que si supiéramos lo que es bueno para nosotros nos alegraríamos de tener esas debilidades de las que a menudo nos lamentamos, porque esto nos proporcionaría algo más difícil de conseguir que el poder: contentamiento.


Mi gracia te es suficiente, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.

2ª de Corintios 12:9