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sábado, 9 de julio de 2011

Pincelada de ideas - Las cadenas del ruiseñor


Érase una vez un hombre al que le gustaba mucho viajar, y muchas veces, cuando estaba en un país que no conocía, se dedicaba a dar largos paseos a pie, observando cada detalle que lo rodeaba. Un día caminaba por un enorme campo y al caer la tarde estaba agotado y sin nada que beber. Afortunadamente llegó a una granja pequeña donde pudo pedir al dueño que le diese un poco de agua.

Mientras el granjero llenaba un par de botellas, el viajero reparó en algo muy curioso. En el patio, cerca del gallinero, había un poste de un metro y medio de alto en el cual se encontraba posado un ruiseñor. Al fijarse mejor comprobó que no estaba posado, sino atado al mismo con una fina cadena. Al lado del poste había dos niños que le tiraban piedras al pájaro y se reían con crueldad.


-¿Cómo es que está ese ruiseñor ahí encadenado? –le preguntó al granjero.


-Mis hijos lo atraparon hace ya tiempo, cuando era una cría que no volaba demasiado bien. Cuando empezó a volar, les fabriqué ese poste con la cadena para que no se les escapase. Es su mascota, si quiere llamarlo así.


-No creo que lo hiciera. Tengo varias mascotas en el país donde vivo, y ninguna recibe semejante trato.

-Bien, pues entonces llámelo su juguete. El caso es que mantiene a los críos distraídos.


Al viajero le partía el alma pensar en aquel ruiseñor encadenado al que sus dueños maltrataban y cuyo hermoso canto se mezclaba con el cocorocó de las gallinas. Así que le pidió al granjero que se lo vendiera. Éste no se hizo de rogar mucho, ya que no era precisamente devoto del canto de las aves y estaba ya harto de oír piar al ruiseñor todas las noches. Le pidió al viajero mucho más dinero de lo que podía valer, y éste lo sabía, pero no regateó y pagó el precio convenido. El granjero soltó la cadena del pájaro y el viajero se lo puso en el hombro. Tras despedirse continuó su camino.


Pero después de caminar unos pocos metros, el ruiseñor salió volando. El viajero no lo persiguió, aunque se sintió un poco apenado. Sin embargo al día siguiente, cuando desandaba el camino a través del campo para volver a su hogar, pasó de nuevo junto a la granja. Sorprendido, vio que el ruiseñor estaba allí, en el mismo poste donde lo había visto por primera vez, acariciando con su pico la cadena que lo había mantenido prisionero.



Este cuento que he escrito es muy sencillo y muy breve, y sólo he querido usarlo para ilustrar un pensamiento que me rondaba la cabeza. Hace unos días, tras sentir más preocupación y miedo de lo que debía por un asunto, reflexioné y comprendí que me sentía igual que el ruiseñor de esta historia. ¿Qué motivos podía tener para regresar a sus cadenas? No se debía a la comodidad, ya que en aquel lugar donde había crecido no era feliz. No sentía apego a sus dueños, ya que estos lo maltrataban. No había en aquel poste nada que el ruiseñor echara de menos o quisiera recuperar.


No.


La verdadera razón por la que el ruiseñor volvía a sus cadenas era porque no confiaba en el viajero que le había dado la libertad.


Y muchas veces actuamos así. Hemos sido liberados de nuestros miedos, de nuestras cargas y de nuestras preocupaciones. Somos libres para no tener ansiedad por aquello que no podemos controlar. Pero así y todo, nos dejamos llevar por el miedo. La libertad que tenemos nos permite enfrentarnos a un gigante y verlo como si fuera un mosquito. Pero elegimos seguir viéndolo como un gigante.


No sabemos vivir en libertad.


Quizá a muchos os suene el nombre de Keiko, la orca que se hizo popular en los años noventa por su papel protagonista en la película Liberad a Willy. Una ballena que fue capturada con dos años de edad en Islandia y puesta en libertad unos veinte años más tarde. En realidad hubo varios intentos de devolverla a su hábitat natural, el último en julio de 2002, pero el animal ya no sabía comunicarse con las demás orcas ni estaba preparado para la vida salvaje.


Al igual que Keiko, no sabemos vivir libres porque no estamos acostumbrados a ello. Pero la diferencia es que a nosotros no se nos pide que enfrentemos la libertad solos. No tenemos que volver a recoger los fardos que alguien ya ha llevado por nosotros. No tenemos que seguir preocupándonos ni temiendo, porque hay un guardián que está en control de todo. No tenemos que seguir mirando a los mosquitos con lupa para que parezcan gigantes. No tenemos que volver a nuestras cadenas.


Tal vez la próxima vez que nos sintamos tentados a hacerlos nos acordemos del ruiseñor. De su prisión, de su canto silencioso, de sus cadenas… de su libertad.

Y del viajero que pagó el precio por ella.