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lunes, 28 de junio de 2010

Pincelada de páginas - Capítulo uno - La primera página

¡Hola de nuevas! ^^ Bueno, creo que en mi última pincelada de páginas anuncié que estaba a punto de acabar la novela y que la próxima vez que publicara algo en esta sección sería una sorpresita. Y aquí la traigo.

Sobre el libro, le puse el punto final creo que un día después de publicar esa última pincelada. Eso ha sido hace más o menos un mes, y durante ese tiempo la he dejado "enfriarse" un poco para poder revisarla con más perspectiva. Cosa que voy a empezar a hacer, si Dios quiere, esta semana =)

Pero me he acordado de algo que hice con "Las libélulas son bellas" que me gustó bastante, y es dar un adelanto del libro vía online. Así que os voy a dejar aquí, en esta pincelada, el primer capítulo de esta nueva novela, para que le echéis un vistazo. Debo decir que esto es antes de la revisión, así que algunas cosas pueden cambiar. Y si queréis darme vuestras opiniones sobre aspectos que os gustan o que no os gustan y consideráis que podrían revisarse, os lo agradecería muchísimo.

¡Espero que los disfrutéis!

P.D. Probablemente por ser el primero, es también uno de los capítulos más breves xD.




1. La primera página


“Si tuviera profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, de nada me sirve”.1ª de Corintios, 13:2


Cuando las nubes de la tarde caían rosadas sobre el rústico pueblecito que tanto tiempo llevaba sin ver, el chico por fin detuvo su bicicleta frente a la vieja casa de paredes pedregosas. ¡Ya iban a cumplirse tres años desde la última vez que había visto a la abuela! El joven se arreglaba el pelo con una sonrisa alegre, pensando en lo contenta que se pondría la anciana cuando le viese. Con un andar algo torpe, se acercó a la puerta tapada con una cortina y tiró de la cuerda que hacía sonar la campana, mirando con curiosidad a un par de mariposas azuladas que revoloteaban por encima del marco de la puerta. Unos segundos después, mientras luchaba por acicalarse los rebeldes rizos que le asomaban por detrás de la oreja, oyó la cerradura correrse y, cuando la puerta se abrió, una rolliza figura apareció como una sombra desde la luz tenue de la casa. Era una chica de apenas doce años que lo miraba desconfiadamente con unos grandes ojos grises
.
-Hola –saludó el chico, sonriendo con franqueza. La niña parpadeó un poco y, sin siquiera saludar, preguntó directamente:

-¿Quién eres tú?

El chico se quitó el sombrero gris que le caracterizaba y, sosteniéndolo junto a su pecho, contestó con ese hablar tan suyo y tan elegante, mirándola con una chispa de curiosidad en los ojos.

-Iago Garcés de la Vera, para servir a Dios y a usted, pequeña…

-Yo no soy pequeña –lo cortó la muchacha-. Me llamo Lucía, y ya tengo casi doce años.




Carmen mordió el bolígrafo durante un rato y, finalmente, lo tiró con cierta rabia sobre el cuaderno. Por hoy se había acabado la inspiración.

Al verla, Paula inmediatamente se quitó los auriculares del mp3 de los oídos y extendió la mano.

-Venga, trae.

Carmen no estaba muy dispuesta a dejar que Paula leyera aquel primer párrafo de su historia, pero sabía perfectamente que no podría evitarlo. Paula sabía ser realmente exigente con lo que quería, sobre todo después de haberla visto romper tres hojas con aquel texto durante casi una hora.

-¿No preferirías esperar a que termine de escribir la…? –empezó a preguntar, sabiendo que sería en vano; su amiga le arrancó el papel de la mano y comenzó a leerlo antes de que pudiera acabar de formular la pregunta. Era inútil insistir, Paula nunca quería esperar a que la historia estuviera terminada para ser su primera lectora.

Mientras su amiga leía las líneas torcidas del relato, Carmen echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el pedregoso muro, dejando que la mirada de sus ojos entrecerrados se perdiera en el paisaje de la pequeña playa valenciana. Como solía ocurrir todos los días al finalizar las clases, muchos de sus compañeros del instituto habían bajado también a pasear por la orilla, a sentarse en grupos para pasar el rato e incluso, a pesar de que en el cielo había ya algunos nubarrones que anunciaban lluvia, a coquetear con las olas, que lamían constantemente la arena. Era una escena igual de cotidiana que todos los días, pero no por ello perdía su inmortal encanto.

Poco a poco, y entre algunas consabidas preguntas de “qué pone aquí”, una sonrisa divertida fue asomando a los labios de Paula.

“Oh, no, ya empieza” pensó Carmen, frunciendo el ceño. ¡No era posible que su mejor amiga leyese una sola de sus historias tomándola en serio! Hizo un ademán de quitarle el papel, pero Paula se lo impidió al tiempo que soltaba una risita.

-¿Ves por qué no quiero que lo leas? ¡Siempre igual! –protestó Carmen en voz un poco más alta-. Paula, dámelo. ¡Paula!

-Ya, mujer, ya he acabado –dijo Paula, sin borrar la sonrisa de su cara; Carmen casi le arrancó el papel de las manos y, molesta, lo guardó en su carpeta-. Oye, que está muy bien.

-Sí, claro, si buscas una comedia, ¿no? –replicó Carmen, sin poder disimular su enfado. Con modos un tanto bruscos, cerró la carpeta, la metió nuevamente en la desgastada mochila y dejó caer ésta a su lado, sobre la arena.

-Mujer, no te pongas así –Paula, que ya conocía aquellos prontos de indignación, no se dejó amedrentar por la reacción de su amiga-. De verdad que me gusta mucho. Es sólo que me hacen gracia algunas cosas.

-¿El qué? No pretendía que hiciera gracia. No es un chiste, Paula.

-Ay, hija, lo siento. Es que te sale ese romanticismo tuyo y qué quieres, me hace gracia.

-Bueno, ahora es cuando explicas eso.

-¡Pero qué borde te pones! Qué sé yo… eh… -Paula fingía hacer memoria, pero Carmen estaba totalmente segura de que sabía muy bien lo que quería decir, así que la apremió con la mirada hasta que, finalmente, su amiga cedió-. Carmen, ¿Iago Garcés De la Vera? ¿De qué año se supone que va esta historia?

-Eso no tiene nada que ver –respondió la joven escritora, muy consciente de que su amiga tenía algo de razón. Le encantaba el nombre de su personaje, pero no podía negar que era algo… inusual.

-Ese apellido en plan “El Zorro”, Carmen, ya me contarás –insistió Paula, al tiempo que los dedos de sus pies descalzos jugueteaban con la arena.

-Vale, pues da igual. El protagonista se llama Iago Garcés De la Vera y punto pelota. ¿A que eso no era lo único a lo que venía tanta risita?

-No te lo tomes a mal… -insistió Paula, sin perder su sonrisa-. Era por ese saludo medieval, mujer, es que entre el sombrero, el nombre y la forma de hablar, parece que el chico tiene setenta años en vez de quince.

Carmen enrojeció sin darse cuenta.

-Es un saludo precioso –replicó dignamente-, tú no sabrías apreciar a un chico romántico ni aunque lo tuvieras delante de tus narices ofreciéndote pétalos de rosa. Claro, preferirías que se presentara diciendo: “qué pasa, chati, yo soy Iago”, ¿no?

La expresión de Paula no cambió, sólo hizo rodar sus ojos celestes.

-Ni tanto ni tan poco, oye -dijo-. Lo que pasa es que esto es muy de tu estilo, señorita romántica.

-Supongo. Pero te aseguro que si algún chico llegara a presentarse diciéndome “para servir a Dios y a ti”, me casaría con él –aseguró Carmen, con ojitos soñadores.

La conversación de las dos amigas fue interrumpida por una gota inoportuna que cayó del encapotado cielo. Había empezado aquella leve llovizna que minutos después se iba a convertir en uno de sus habituales diluvios de verano: demasiado bien lo sabían ya.

-¡Qué lata! ¡Vamos, rápido! –exclamó Paula, levantándose al tiempo que se abrochaba la cremallera del abrigo. Carmen se limitó a cerrar el suyo con las manos lo más fuertemente que podía, ya que todos sus botones se habían roto hacía tiempo, y se cargó la mochila sobre un hombro. Mientras subían la pequeña escalinata que trepaba desde la arena de la playa hasta la calle, Carmen no se dio mucha prisa por alcanzar a su amiga, ya que la lluvia nunca había supuesto un gran problema para ella. Al contrario, le encantaba: disfrutaba cuando las gotas acariciaban, jugueteando, su rosada piel.

Paula, en cambio, no era tan romántica.

-¡Tía, qué lenta eres! Date prisa, que nos vamos a calar y verás qué gracia le hace a mi padre…

-¡Espérate un momento, mujer! –rogó Carmen, agachándose un momento para ver la arena de cerca-. Mira, Paula… esto es precioso, me encanta cómo caen las gotas en la arena y se van haciendo ríos…

-Ríos es lo que voy a tener en las zapatillas –resopló Paula, molesta al ver que el temporal arreciaba y aquel nubarrón oscuro parecía situarse justo encima de ellas-. ¡Vamos! Ahora supongo que también querrás que esperemos a que la arena se haga barro, nos tumbemos encima y hagamos ángeles fangosos, ¿no? Espera… no, mejor no me contestes a eso.

Carmen rió divertida y acarició suavemente la arena mojada; se le impregnaron algunos granos en los dedos, pero no se molestó en limpiárselos. Siguió a Paula un poco más deprisa, y replicó, mientras echaban a andar por la calle:

-Bien bonitos que quedarían dos ángeles ahí en medio de la playa…


***


Lo primero que recibió de su madre cuando entró en el vestíbulo fue un “hola cariño” y un beso, porque no llevaba puestas las gafas y no se había fijado en cómo venía. Pero en cuanto le puso la mano en el hombro y sus dedos se enredaron en sus empapados cabellos, entonces sí que apareció la reacción que Carmen esperaba.

-Pero bueno, ¿te has caído al mar o qué? –exclamó, haciéndola entrar apresuradamente al tiempo que le quitaba la chaqueta, que chorreaba sobre el suelo-. A ver, a ver, sácate las zapatillas enseguida, ¡Todavía vas a pillar una pulmonía en pleno junio, hija mía! ¿Te has caído al mar o qué? –repitió, mientras iba disparada hacia el baño para coger una toalla.

-¿No ves la que está cayendo? –gritó Carmen, y no gritó por hastío, sino porque su madre había entrado en el baño y estaba un poco sorda, con lo que tenía que alzar la voz para hacerse oír.

-Ya, claro, pero me dirás que no podías venir más rápido, Carmen. ¡Que está aquí al lado la playa, no es normal que te conviertas en esponja viniendo desde allí! –diciendo esto, volvió con la toalla y empezó a secarle el pelo.

-Me he distraído un poquito… -confesó Carmen, con una tímida sonrisa. Ciertamente, en cuanto se había despedido de Paula en la esquina, había empezado a aminorar el paso intencionadamente.

Su madre, que como siempre adivinaba lo que estaba pensando, esbozó una sonrisa entre burlona y cariñosa (es decir, absolutamente maternal) y terminó casi al instante de escurrir su pelo, el cual, al sacarle la toalla de la cabeza, quedó prácticamente en forma de escoba.

-Deberías hacerte esto todos los días –bromeó su madre.

-Mamá, ¿qué es ese olor? –preguntó súbitamente Carmen, olvidando por completo responder de alguna forma ingeniosa.

-Lentejas –contestó su madre, poniéndose seria de pronto-. Toma, ponte mis zapatillas de andar por casa y ven a la cocina.

-¿Lentejas? –preguntó la chica, sin poder reprimir un gesto de asco.

-Pues sí. Lentejas. Y no quiero oír ni “mu”, ¿entendido? A comer sin rechistar.

-Bueno –la chica, resignada, se calzó aquellas pantuflas que le quedaban grandes y se dirigió a la cocina, donde dos platos humeaban ya encima de la mesa.

“Lentejas… puaj”.


La lluvia seguía deslizándose por el delantal del cielo hasta estrellarse contra la ventana de su habitación, donde las gotas describían una danza completamente estrambótica. Carmen corrió la translúcida cortina blanca, pero dejó las persianas abiertas. Hecho esto, se dejó caer sentada sobre la silla de su escritorio y, soltando un suspiro de cansancio, agarró la botella de agua que estaba sobre la mesa y dio varios tragos largos para quitarse el repugnante sabor a lentejas que se le había quedado en la lengua incluso después de haberse lavado los dientes. No podía creer que se hubiese quedado sin chicles de menta precisamente el día que más los necesitaba, ¿por qué la ley de Murphy se ensañaba tanto con ella?

Mientras se enjuagaba con el agua para deshacer cualquier rastro que pudiera quedar en sus encías de aquel podrido potaje, se fijó en que la foto que reposaba sobre su escritorio, la que se había sacado con sus padres aquellas Navidades en las vacaciones en Sierra Nevada, tenía el marco torcido, y se apresuró a colocarlo. Mientras hacía esto, contempló por enésima vez a la chica que sonreía desde la foto.

Carmen sonrió: por supuesto, lo primero que resaltaba era su pelo. Aquel cabello rubio y ondulado cortado a media melena no se quedaba quieto nunca, y aunque hacía algunos años eso le molestaba muchísimo, había acabado por acostumbrarse. De todas formas, tampoco le quedaba tan mal.

Sus ojos color tabaco le devolvieron la mirada, y su sonrisa se ensanchó al distinguir en ellos aquella chispa de vida, aquel brillo que los caracterizaba desde que tenía seis años. En cambio, se apagó un poco cuando contempló su rostro, que lucía la palidez del invierno y el acné de la condenada adolescencia en todo su esplendor; su mirada se concentró entonces en un grano en concreto, en aquella cosa grotescamente enorme y roja que decoraba la punta de su linda nariz. Carmen era muy insistente en el tema de la auto-aceptación, y nunca le había costado estar contenta consigo misma y animar a sus amigas a hacer lo mismo. Incluso desde el otoño pasado, cuando su piel empezó a sufrir aquellas erupciones de la madurez, había asegurado a todo el mundo que no le importaba, que el acné ya se iría cuando fuese un poco más mayor y que no iba a montar un drama por eso. Pero aquel último grano, aquel engendro que llevaba desde noviembre hasta junio haciendo amagos de irse para luego volver más grande aún… no, eso era mucho más de lo que podía soportar. ¡Lo odiaba! Destrozaba por completo todo su encanto femenino, que tampoco, según ella, era demasiado. Unos ojos imparciales habrían dicho de Carmen, y la chica lo sabía muy bien, que no era especialmente guapa, aunque tampoco era fea en lo más mínimo, qué va. Una chica normalita, tal vez tirando a mona, dependiendo de quien la juzgase; en fin, una de tantas, vaya. Además era bastante flaca, alta para su edad, de rodillas y hombros algo huesudos, y poco pecho, aunque esto no llamaba la atención particularmente en aquella foto, ya que el enorme y abultado plumas violeta disimulaba todas aquellas carencias.

-Carmen –llamó su madre, entreabriendo la puerta; la chica se apresuró a tragar de golpe el agua que aún tenía en la boca-. Oye, que yo me voy a buscar a papá; vendremos en media hora o así, ¿de acuerdo?

-Vale –respondió, tosiendo un poco y tapándose la boca para disimular.

-¿Tienes que estudiar?

Carmen frunció el ceño y dio un par de golpecitos con los dedos en el grueso libro de Ciencias Sociales que reposaba sobre la mesa. Su madre no pudo reprimir una sonrisa medio burlesca.

-¡Hombre, pero si es tu asignatura favorita! –exclamó, con cierto retintín.

-Pero qué graciosa… -la chica la miró con el ceño aún más arrugado.

-Ay, hijita, no seas tan seca conmigo, que lo de las lentejas era por tu bien –su madre le guiñó un ojo y salió de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta. Carmen se dio la vuelta sacudiéndose el pelo para quitarse unos mechones de delante de los ojos y encaró el libro de Geografía con todo el desprecio que se puede mostrar ante un montón de hojas de papel encuadernadas. De sólo pensar en la cantidad de mapas, ríos, mesetas, llanuras, países y rollazos sobre climas y demografía que podía haber ahí dentro esperándola… le daban ganas de tirarlo por la ventana y dejar que lo atropellara un coche o se pudriera bajo la lluvia.

“Bien, librito, tú a mí no me caes bien y yo a ti tampoco, pero si no me pongo a la labor, el lunes en el examen el narigón de Ordóñez estará contentísimo de suspenderme todo el curso y arruinarme las vacaciones, y eso sí que no vamos a permitirlo, ¿verdad? ¡Porque recuerda que ni tú ni yo queremos vernos las caras en todo este verano!”.

Una corriente de aire golpeó el cristal de la ventana. ¿Pero qué clase de junio era ése? Sí, muy bonito el diluvio, pero para un rato y para ser suave, no para ponerse tormentoso… Carmen, en contraposición a su amor por la lluvia, odiaba las tormentas: aunque estuviera metida en su casa bajo siete llaves y candados de todos los tipos, seguía estremeciéndose ante el centelleo de los relámpagos que quebraban la oscuridad del cielo, por no hablar del tenebroso rugido de los truenos que rompían la calma de la tarde…

No había que adelantarse a los acontecimientos, pensó, al tiempo que respiraba para relajarse un poco. De momento, sólo llovía. Aunque tampoco estaría de más cerrar un poco la persiana… sólo para estar más tranquila mientras se tragaba la Geografía con más asco que las lentejas, ¡menuda alegría de vivir! Con un suspiro, Carmen se levantó y se acercó a la ventana; antes de bajar la persiana, decidió echar un vistazo para decirle adiós de momento a la playa. Realmente, ésa era una de las cosas más bonitas de su habitación: poder asomarse y ver, desde las limitaciones que suponía vivir en una casa baja, por supuesto, un pedacito de esa alfombra azul que de vez en cuando acariciaba la arena con sus dedos de espuma… absolutamente mágico.

Y esa fue la primera vez que lo vio.

En realidad, sólo fue la primera vez que vio sus manos, porque la figura, sentada en el muro que daba a la playa, tenía un enorme paraguas que le ocultaba de hombros para arriba. Sobre sus piernas reposaba lo que parecía un viejo libro de páginas ajadas, y Carmen se sorprendió, como es lógico, al verlo.

¡Pero bueno! ¿Quién se bajaba a la playa bajo semejante chaparrón con un libro en una mano y el paraguas en la otra? Era casi una declaración de suicidio por pulmonía. ¿Estaba tonto el chaval ése o qué? Desde luego había cada uno…

Aquel era, como averiguaría Carmen en pocos días, el chico de Madrid.



Os agradezco cualquier comentario que podáis hacer ^^


Aprovecho también esta pincelada para anunciar, bastante contenta y con mucho agradecimiento, que acaba de publicarse una entrevista que me hicieron la semana pasada para la página http://www.terra.es/. Os dejo el enlace aquí por si queréis echarle un vistazo:




Reíros un rato de cómo aparezco arrancando hierba todo el rato en el vídeo... xDDD. Confieso que estaba un tanto nerviosa. Pero al final ha quedado bastante bien, y como he dicho antes, estoy muy agradecida por la oportunidad.


Así que muchas gracias desde aquí a Virtudes (quien me hizo la entrevista) por el reportaje! =D


Y nada, con esto y un bizcocho, cierro esta pincelada interminable xD.


¡Bendiciones!
P.D. ¿Foto? Yo escribiendo una parte de esta historia en un autobús de Inglaterra xD

Pincelada de tinta - Microrrelato sin título ni subtítulo

Debido una vez más a mis escasez de ideas (reconocedlo, ya hacía algún tiempo que no usaba esa excusa xD), he recurrido al baúl de los recuerdos para esta pincelada. Así que os dejo este microrrelato que escribí en enero de este año. Es una chorradilla de doscientas sesenta y siete palabras, pero ya que es corto no pasa nada por leerlo... que luego vengo aquí con relatos de ocho páginas y es peor, ¿eh? xD

¿Y qué si no quiero? A nadie le importa nunca lo que quiera un pobre hombre borracho. Unas copitas de más, sólo ha sido eso, Dios mío, y no voy a negar que la señorita que bebe su café a mi lado, ignorando mi existencia con esos maravillosos ojos de alquitrán perdidos en la nada, pues bueno, ¡es una preciosidad, sí! Pero esa no es razón para casarme con ella, mi conciencia me lo repite una y otra vez. Que uno esté borracho no significa que no pueda pensar con claridad… ¡bueno, más o menos! Claro, como soy un simple personaje de cartón en manos de una persona que pasea apasionadamente sus manos sobre un teclado con unos ojos muy abiertos tras la montura de sus anteojos, pues tengo que someterme a sus caprichos y, dado que todo tiene que suceder en un párrafo y deprisa, a mí me toca tirarme de rodillas al suelo como un romántico (¡qué patético!) y pedirle a la señorita guapa y desconocida que se case conmigo, y todos en el bar me mirarán perplejos sabiendo que el alcohol es dueño de mis actos, y la señorita se sorprenderá y dudará, pero viendo mi indumentaria y mi Rolex de oro no se resistirá a tan fácil salida de la miseria. Y ya tenemos una historia, ¡hala, qué fácil! Pues no me da la gana, no señor. Me rebelaré, escaparé sea como sea, porque en el fondo soy un sentimental y también quiero uno de esos idilios amorosos que empiezan con una amistad y luego… ¡Vaya! Parece que nuestra boda será en junio.

Madrid, 14 de enero de 2010

miércoles, 23 de junio de 2010

Pincelada de ideas - El día que iba a escribir una pincelada y me distraje con el paisaje

Mientras pienso de qué va a ir esta pincelada estoy sentada en el sofá del salón e, inevitablemente, mis ojos miran hacia la ventana (sí, cuando no sé qué escribir siempre encuentro alguna excusa para distraerme). En el edificio de enfrente hay un balcón con varias macetas, todas con flores rojas, rosas, blancas… Oh, y también hay una bandera de España que se mueve con el viento. Bueno, eso no lo voy a describir, creo que todos sabemos cómo es una bandera de España, ¿no? Ahora que lo pienso, un texto que empieza así estaría bastante bien para un pensamiento sobre el mundial de fútbol o… yo qué sé, los nacionalismos o algo de eso. Lo cual me quitaría de encima la tarea de encontrar algo sobre lo que escribir hoy. ¡Genial! Lástima que mis conocimientos sobre mundiales y nacionalismos no den ni para llenar una página.

O podría reflexionar sobre el zumbido de la lavadora que llega desde la terraza…

O sobre lo poco sano que puede ser escribir con luz natural a ciertas horas de la tarde, cuando apenas te das cuenta de que la luz se va…

O podría escribir algo sobre la razón por la que la hoja sobre la que escribo esto esté tan “decorada” con rayajos, pruebas de tinta de boli y un garabato de Perry el Ornitorrinco en la esquina. Aunque esa reflexión tendría una respuesta muy fácil: aburrimiento.


Hablando de garabatos, estoy viendo que tengo aquí mis apuntes / resúmenes de Historia del año pasado, en los que Alcalá Zamora y Manuel Azaña son unos monigotes compuestos de cuatro palotes y un círculo por cabeza. ¡Ah! ¡Es increíble la de tonterías que hace una bajo la presión de un examen! Aunque tienen su gracia…

Esto es lo que se llama “guitarrear” a lo literato, digo cosas sin sentido (lo primero que se me pasa por la cabeza) sólo por decir algo, y como no tengo psicólogo ni nada que se le parezca, pues uso una página en blanco, que para el caso viene a ser lo mismo.

A veces, antes de escribir una reflexión con la que ofrecer algunas respuestas, hay que parar un momento y plantearse sólo las preguntas. Y a veces, antes de hacernos las preguntas, no viene mal simplemente mirar a nuestro alrededor. Observar.

Sí, observar y escribir lo que ves, oyes o piensas durante unos quince minutos no le soluciona la vida a nadie. Pero puede arreglarte temporalmente el dilema de no saber qué decir.

Os animo a no decir nada útil y a escribirlo de vez en cuando. Otra cosa no, pero entretener, entretiene.

Y además, es una forma rápida y fácil de salir del paso cuando no sabes sobre qué hacer una pincelada.

¡Oh, vamos! ¿Pensabais en serio que un texto como éste iba a tener una moraleja?

Madrid, 16 de junio del 2010

domingo, 13 de junio de 2010

Pincelada de arte - Dailan Kifki, de María Elena Walsh

¿Alguna vez os habéis preguntado qué haríais si os encontraseis un elefante abandonado en la puerta de vuestra casa?

Pensadlo un momento antes de contestar a esto. No os estoy planteando la cuestión de si os lo preguntáis a menudo ahora, si no que si lo habéis hecho alguna vez. Echad un vistazo al pasado, hacia atrás. A los años de vuestra infancia, cuando no hacía falta que las preguntas fueran muy profundas o filosóficas para poder sacar una aventura de ellas. Y es que, tal como yo lo veo, todas o casi todas las historias nacen de ese tipo de preguntas: qué pasaría si…

Y a veces, cuando una pregunta ilógica cae en una mente imaginativa, el juego se convierte en eso: en una historia.

Bien, Dailan Kifki, de la escritora argentina María Elena Walsh, nace de una pregunta tan absurda como la que os he planteado arriba. Un día la protagonista de la historia (de la que nunca sabemos su nombre) sale de su casa y se encuentra un elefante con una carta dirigida a ella, en la que el dueño del animal le ruega que lo cuide, ya que para él es imposible hacerlo. Al principio la joven está confusa y no sabe qué hacer, pero finalmente decide acogerlo. A causa de esta decisión acaba desatándose una serie de circunstancias que trastocan la vida de su familia, su barrio y, finalmente, el país entero (¡y más!). Y es que, si cuidar de un elefante ya se presenta como un reto difícil, cuando se trata de un elefante tan especial como Dailan Kifki la locura se multiplica por cien.

Creo que tenemos por costumbre salir de la niñez dándole la espalda a todo lo que dejamos atrás, y si bien esto es inevitable (e incluso necesario en muchos aspectos), deberíamos tener cuidado de no convertirnos en adultos cínicos y culturetas, llegando al punto de despreciar una obra literaria por el mero hecho de que su autor no estaba pensando en nosotros cuando la escribió. Aprendamos a aceptar que cada autor se dirige a los lectores que él quiere. Y a los que penséis en la literatura infantil como algo inferior, una fase que «ya hemos superado» y que no es para escritores serios… os desafío a intentar escribir algo para un niño. Quizás os llevéis una sorpresa al descubrir que no es tan fácil como parece.

En esta novela, María Elena Walsh lo logra con creces. Recupera a esa niña que ella misma lleva dentro, y de este modo consigue encandilar a los más pequeños con una historia llena de locura y absurdo. Su estilo es ágil y divertido, manejando un sentido del humor realmente entrañable que no se basa más que en la humanidad de los personajes. Un humor argentino, ya que no hay palabra que lo defina mejor, salvo quizás infantil. Una perfecta mezcla de lo ilógico y lo cotidiano: es imposible no sonreír ante ese cuadro de la protagonista, su familia y muchas autoridades importantes como el comisario, el jefe de bomberos, los embajadores de toda Latinoamérica, el Intendente, y otros tantos, celebrando una fiesta en una casa donde se sientan en el aire porque no hay muebles, comen bocadillos de aserrín, hojitas de helecho y malvón con naranjada o agua de grifo con acuarela (¡el que no se conforma es porque no quiere!), y haciendo tanto jaleo que llegan los vecinos en camisón y gorro de dormir para pedirles que se callen, pero al final deciden quedarse ellos también.

Todo el libro es así, a grandes rasgos. Y, por tonto que parezca, debo decir que le tengo un cariño muy especial a esta divertida obra de María Elena Walsh. No solo porque fue una de mis novelas favoritas cuando era pequeña (la nostalgia nunca nos abandona), no solo por ser un regalo de mis tías de Argentina… sino también porque fue el libro que me hizo decidir, cuando tenía diez años, que quería ser escritora.

Así pues, os dejo un breve fragmento de la semilla que inició este sueño que sigo manteniendo a día de hoy:


En eso el Abuelo dio un paso al frente y, pegando su nariz a la del enanito, le dijo:
—¡Usted es un mentiroso!
—¿Mentiroso yo? —rugió el enanito muerto de rabia.
—Sí, usted —insistió el Abuelo—. Yo me he pasado la vida estudiando geografía y jamás he visto ningún bosque ni país ni lago ni esquina ni cancha de fútbol que se llame Gulubú. ¡Mentiras!
El enanito empezó a dar manotazos para pegarle al Abuelo, pero no lo alcanzó.
—Ese bosque de Gulubú no existe —chilló el Abuelo—, muéstremelo, ¿a ver? Señálemelo con el puntero en el mapa de la República Argentina, ¿eh? ¿A ver?
—¡Qué puntero ni qué supisiche! —rugió el enanito—. El bosque de Gulubú no figura en los mapas, señor, eso es todo.
—Ah —contestó el Abuelo—, ¿y usted me va a hacer creer que un bosque que no figura en ningún mapa es un bosque en serio?
—Sí señor, y si quiere ya mismo lo llevo y se lo muestro.
Yo pensé: «Qué lindo, el enanito nos llevará en carroza a ver un bosque que no existe en los mapas».
Pero el cascarrabias del Abuelo parecía decidido a arruinarnos el pastel, porque pateando el suelo repetía:
—No señor, yo no voy a un bosquecito de morondanga que no figura en los mapas.
—¿De morondanga? —chilló el enanito—, ¿de morondanga ha dicho? ¡Si fuera de morondanga, señor, quedaría en Morón!
Cosa que era la pura verdad.

jueves, 3 de junio de 2010

Pincelada de arte - Trapito

Empiezo a comprender que los sueños nunca son estáticos, sino que están en continuo movimiento y a veces se paran, otras veces siguen adelante, incluso cambian o renacen según pasa el tiempo. De esta manera, encontrar algo que te apasiona puede llevarte a descubrir cosas que antes nunca te habían llamado la atención, pero también te conduce a ver los viejos recuerdos desde una perspectiva totalmente nueva.
Algo así me pasó con el largometraje que hoy ocupa esta pincelada.
Trapito es una película de animación argentina que nació en el año 1975 de la mano del director y dibujante Manuel García Ferré. Es la historia de un pequeño espantapájaros que no tiene ilusión alguna y que, por lo tanto, se resigna a lo que él llama su destino: permanecer clavado en la tierra. Pero en una noche de tormenta salva la vida de un gorrión muy entusiasta llamado Salapín, que a partir de ese momento se convierte en su propia ilusión: así pues, debe echar a caminar por el mundo siguiendo el vuelo del pájaro, lo que lleva a ambos a vivir una emocionante aventura.

Echándole un vistazo a este blog me acabo de dar cuenta de que no he hablado de obras de la animación tanto como me gustaría (¡bueno!, ya lo remediaremos), pero lo bueno es que, sin haberlo planificado, al menos estoy recorriendo escenarios distintos en lo que a este arte se refiere. Así que, si con Ponyo en el acantilado le echamos un vistazo a la animación japonesa y con El Príncipe de Egipto a la estadounidense, hoy vamos a comentar una joyita de la animación latinoamericana.
Manuel García Ferré ha demostrado con sus creaciones, sobre todo en sus primeras etapas, que el bajo presupuesto no es excusa para no hacer una película como Dios manda. Y es que una de los aspectos más destacables de Trapito, desde el punto de vista artístico, es precisamente su apartado visual. El filme presenta unos diseños sencillos, unos fondos bien trabajados, una variada pero natural paleta de colores (en una entrevista dijo Ferré: “sostengo que haberme criado hasta los 17 años a orillas del mar Mediterráneo me dio mucho sentido del color”), en fin, el cuidado y mimo de los actores del lápiz que trabajaron en darle vida a sus bocetos. En cada fotograma se aprecia una deliciosa labor de dibujo a mano que todavía a día de hoy, treinta y cinco años más tarde, se mantiene intacta. He aquí un punto a favor de la animación tradicional, que envejece muchísimo más despacio que el arte moderno (y cada vez más popular) de la animación por ordenador.
En cuanto a la historia que nos cuenta esta película, la definiría en una palabra: atemporal. Es una película que puede verse en cualquier momento, da igual cuánto tiempo pase o cómo cambien las modas, porque las fábulas sobre el espíritu humano siempre tienen sentido para el espectador. Y de eso se trata aquí. Trapito es un personaje que, pese a ser dibujado como un espantapájaros, nos representa a todos en algún momento de nuestra vida. “La realidad es mi escuela”, dice García Ferré cuando se le pregunta acerca de la inspiración para sus personajes. Todos conocemos, o incluso alguna vez hemos sido, personas que creen que su destino es estar clavados en la tierra y que necesitan encontrar una ilusión que dé sentido a sus vidas. Algo que nos guíe, que nos ofrezca un horizonte. Trapito es, simplemente, una historia que habla de los sueños a través de las aventuras de un espantapájaros que sigue a un gorrión, aprendiendo un mensaje que nunca pierde su valía:
Recuerda que la ilusión tiene alas como los pájaros: por eso un día puede volar y abandonarnos. Pero también porque tiene alas, un día puede volver.
Manuel García Ferré dirige sus creaciones a un público infantil: por tanto, no nos engañemos ninguno, para apreciar completamente esta película de animación es necesario ponerse las gafas de niño que tenemos por ahí, abandonadas en algún cajón del armario. Si no queremos hacerlo, ya digo, también podemos ignorar su contenido y disfrutar sólo del arte que componen sus imágenes. En cualquier caso, Trapito sigue siendo un filme muy valioso, una oda a la humanidad y una obra de arte que nadie, niño o adulto, debería dejar de ver.